Adiós, muñeca

No sé cuánto hace que la vi por primera vez. Fue en alguna revista de los 90. Acompañada de algún epígrafe tonto. A la segunda o tercera vez, me aprendí su nombre. ¿Quién era esa mujer de cabello largo, oscuro, que sonreía en las publicidades de Loreal? ¿Quién la dueña de ese rostro anguloso pero sugestivo, esos labios delgados y perfectos? Y esos ojos profundos, ¿No prometían algo más que un futuro de marido empresario, polista, evasor impositivo?
Me gustaba su perfil bajo, su ausencia en cualquier batalla que implicara a modelos, vedetongas, felinos o bailarinas de certamen grasiento.
Supe que estudiaba teatro, y que lo hacía en el mismo lugar que una compañera de trabajo. Esa fue la mayor aproximación entre mi universo de oscuro escribidor y el de ella, seguramente radiante y promisorio.
La nuestra fue una de esas afinidades que poco tienen ver con lo sexual, aunque quién soy yo para excluirlo si ella llegara a insistir. Fue una de esas fidelidades mediatizadas que los amigos de uno conocen y hasta respetan. Mirá, una foto de tu novia, me han llegado a decir algunos, en confianza, comprendiendo o tal vez padeciéndome.
Y hasta llegó a ser tema de conversación con mi pareja. Lejos de cualquier comentario al paso sobre los atributos físicos de otra artista, colega, amiga o transeúnte, siempre fui honesto en cuanto al vínculo que me unía a la bella modelo. La madre de mis hijos siempre supo que aquel improbable día en que ella golpeara a la puerta decidida por fin a llevarme consigo, no habría lugar para reproches. Que me iría con lo puesto sin derecho alguno al escándalo o a preguntas incómodas.
No voy a negar que últimamente el vínculo fue perdiendo intensidad. Que empezaba a notarle una extrema corrección que me inquietaba. Que si bien apoyé su incursión en el mundo de la entrevista aburrida de cable, solían disgustarme sus invitados. Sin embargo, quién era yo para criticarle sus amistades. Seguía buscándola en el zapping de la trasnoche cada tanto, deteniéndome en la belleza de su rostro, inalterable a pesar del tiempo, a pesar de estar más grande, al punto de tener ya casi mi edad.
Pero un día se encendieron las alarmas. Sus invitados pasaban de intrascendentes a molestos. En ese estudio penumbroso y soporífero comenzaron a sucederse los más altos exponentes del pensamiento republicano, dialoguista, gorilón y neo facho.
Y ella, a quien admiré tanto que casi voy al cine a ver una de Subiela para apreciar su rostro en dimensiones gigantográficas, ella, le regalaba sus miradas de fascinación a tipos de la calaña de Marcos Aguinis o Santiago Kovadloff. Si ella admiraba a esos filósofos de señoras tilingas de barrio Norte, tal vez se estuviera convirtiendo en una de ellas, pensé en una noche de insomnio.
Traté de olvidar el episodio, pero una triste madrugada de jueves sucedió algo espantoso. Ahora, esos ojos con los que alguna vez soñé, seducían hasta los límites de lo inapropiado a la señora Pilar Rahola. Por si tienen la suerte de no conocerla, es una periodista española que puede decir que es de izquierda y que hay que pasar a todos los musulmanes del mundo por una picadora de carne oxidada en una misma frase. Una señora que bajo el poncho de la modernidad esconde los puñales más reaccionarios, y que es capaz de llamarte antisemita si no te encanta que un misil israelí caiga sobre la cuna de un bebé palestino.
Supe entonces que las cosas no andaban bien. Y que estos tiempos de bipolaridad salvaje nos habían arrojado en bandos opuestos. Que si ella me conociera ya no pensaría que soy feo o aburrido, sino un integrante de una banda de blogueros paraestatales, un adalid de la crispación, un manifestante rentado, alguien que se quedó en los 70, un prisionero del odio, un neo montonero, un zurdito, en fin, un peligro para la democracia.
El golpe fue duro y estaba tratando de elaborar el duelo en silencio, sin comentarlo casi con nadie. Pero esta vez fuiste demasiado lejos. El sábado leí que estuviste en la Feria del Libro haciéndole un reportaje público a Hilda Molina. Todo bien. Pero, ¿había necesidad de que cuando parte del público repudiara su presencia dijeras esa frase? ¿Hacía falta desbarrancarse tan dolorosamente por el abismo de la estupidez? ¿Tenías que decir «Por qué no se van a vivir a Cuba»?
Chau, Mariana Arias. Lo nuestro terminó, aunque vos nunca te hayas enterado de que había empezado. Final. ¿Te pido un taxi?

Acerca de Alejandro Turner

Tiene 40 años, es guionista y dramaturgo. Aunque prefiere pensar que es simplemente alguien que escribe. Escribió entre otras obras de teatro "La Salud de los moribundos" (1er Premio del Fondo Nacional de las Artes obra inédita de teatro, 2007); "Canciones tristes (cantadas como si fueran alegres)" (Primera Mención en el mismo certamen), "Dónde caerse muerto" (incluido en la Antología "Autores en construcción" editorial C. C. Rojas) y "Villarrica", estrenada en diciembre del 2008 en el Camarín de las Musas con la dirección de Gabriela Bianco, en el marco del Primer Festival de Monólogos NO HAY DRAMA.

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7 comentarios en «Adiós, muñeca»

  1. Voy a defender a mi vecinita (cuando vivía con su mamá)
    A los fascistas que van a una conferencia impedir que una persona exprese sus ideas, no hay que mandarlos a Cuba, si no a la p..ta que los paríó.

  2. Gracias a la prédica incansable de Pilar Rahola, supe que la patria de mi hijo era Israel y no Chacarita como ingenuamente había pensado hasta ese momento.

    Eliseo y Pilar son dos buenas razones para no abrazar el culto que hoy decidís abandonar y seguir secretamente junto a Carolina Peleritti.

  3. Creo que nuestras pasiones secretas justifican que dejemos de lado viejos desencuentros superados y miremos hacia adelante, como me repite mi gran amigo Mariano Grondona en cada nuevo aniversario del golpe de Onganía.

    Por eso, aún si la Peleritti se opusiera a la ley de medios, escuchara a Sabina o tuviera la foto de Cobos pegada en su locker, seguiría siendo su incondicional y secretísimo admirador.

  4. Amigo Turner, aunque me trajera fotos comprometedoras de la Peleritti en un recital de Sabina, en un té canasta con Chiquita Legrand o pidiéndole un autógrafo a Cobos, le aseguro que seguiría admirándola furiosa y secretamente.

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