Un debate que no es novedad resurge por los últimos días a raíz de una campaña para publicitar el trabajo de una artista. La campaña muestra a la cantante en uno de los típicos papelitos que podemos ver por las más transitadas avenidas de la Ciudad, en los que confluyen una foto de una mujer en pose sugerente y un número telefónico.
Lo que tampoco es nuevo, pero si toma mayor dimensión a partir de la irrupción masiva del movimiento feminista es cómo, en su nombre, se destruyen el pensamiento crítico y las posiciones contrapuestas mediante mecanismos que el mismo movimiento se encargó de desandar con muchísimo esfuerzo pero -a juzgar por los hechos- en ocasiones, sin demasiado éxito.
El feminismo es un lugar de cualquier cosa menos de certezas absolutas. Nadie podría desaprender siglos de cultura en un par de años. Sin embargo, una de las cosas en las que se convirtió un debate, que es absolutamente imprescindible tener, es en medirse en “años feministas” para desacreditar a la otra parte, mediando niveles de violencia extremos.
El primer y mayor aporte del movimiento feminista es la capacidad de interpelar un sistema operó históricamente y que aun encuentra estructuras lo suficientemente sólidas para subsistir. En este marco, nadie podría pensar que ya lo aprendió todo al punto de señalar a quienes aún no lo han hecho. En definitiva, nadie podría pensar que escribió el manual de la buena feminista y sentir que está en condiciones de explicarles a otras que entraron por la puerta del feminismo un poco mas tarde.
Aun así, estos días nos hemos cansado de ver a referentes publicas hablar con una actitud en la que intentan “sacarles la venda de los ojos” a quienes no piensan igual. Funciona más o menos así: inicialmente hay un intento de educar a la otra, lo que automáticamente la posiciona en un lugar de subordinación, de subestimar su capacidad de discernimiento y voluntad. Posteriormente, si la postura no se tuerce con la clase magistral del feminismo que corresponde, lo que sigue es el linchamiento público, el escarnio, una suerte de neo inquisición. Como si a la frase de connotación política “no nos callamos más” le hubiéramos agregado “pero si no nos gusta tu opinión, vos callate”
No importa cual el estrato social al que pertenezcas (la transversalidad es una de características de las múltiples formas de violencia, eso lo sabemos bien) ni tu rol social; no importa cuánto afecta tus relaciones interpersonales, no importa si la violencia escala hasta meterse con tus seres queridos. El objetivo es disciplinar. Patearle la cabeza a quien esta caído en el piso. Escrache, adoctrinamiento, canibalismo. Y todo ello con un énfasis que (no casualmente) se recrudece cuando se trata de la relación entre las mujeres y su sexualidad.
Pensar como quienes se autoproclaman iluminadas o salir eyectadas del movimiento. Esas son las opciones que barajamos. Tener diferencias se transforma en ser disidente de la generalidad y entonces correr el riesgo de ser señalada como machirula. Sería saludable poder no solo declarar sino también convencerse de que internalizamos a tal punto esas prácticas que, en alguna esquina, hasta la mejor feminista es un poco machista.
Todo esto pareciera arribar a un escenario que nos es familiar: un sector determinado busca imponer una moral propia. ¿De qué manera? Primero intentando tutelarnos moralmente y, en caso de que eso no funcione, violentándonos. No es similar al debate por la legalización del aborto. Es una situación de idénticas características, en los términos mencionados.
El mecanismo es uno, es circular, es repetitivo, “por las buenas o por las malas vas a hacer lo que te digo”. Siempre hay otro que nos tiene que decir lo que debemos hacer. Nos suena de otro lado. Nos resulta tan conocido que podemos evocar cualquier evento de nuestra cotidianeidad para identificarlo.
Tenemos que poder decirlo, tenemos que poder repensarnos, tenemos que poder alzar la voz con las propias compañeras: aprendimos que al silencio no volvemos nunca más, tampoco vamos a hacerlo cuando haya personas a las que se las hostigue justificando que en toda revolución pagan justos por pecadores. Pero, y sobre todo, cuando hay un sector que lo que persigue es el reconocimiento de derechos. Derechos que tutela el ordenamiento jurídico en todos sus niveles.
Los matices y el aprendizaje permanente son lo que nos llevó a ocupar el espacio público para exigirle, a quien corresponde, que cumpla nuestras demandas como sujetxs de derecho, como seres autónomos. En este sentido, podemos y debemos pensar en soluciones para cada sector.
Los discursos pueden interpelarnos sin la necesidad de destrozar uno para quedarse con el otro:
Primordialmente, debemos pensar en cómo brindamos oportunidades a personas que, aun mediando consentimiento, eligen el trabajo sexual porque no les queda otra opción. ¿A quién se lo debemos exigir? Al Estado como principal garante, pero también a todos los actores que operan en el mercado laboral.
En efecto, podemos decir que entonces la discusión es una discusión del orden de los derechos laborales, que excede el rubro del que se trate. La informalidad, el trabajo no remunerado y la precarización son todas caras de la deficiencia en esa materia que padece un porcentaje determinado de la población. La solución no puede ser que dejen de existir trabajadorxs informales, sino encausar la demanda para que esa situación se transforme en un marco de tutela jurídica, extendiendo los derechos de los que gozan los trabajadores de la economía formal a esos sectores.
Cabe preguntarse si efectivamente podemos buscar esas oportunidades. No me parece real la idea de que aquello es imposible, y para eso hay que remitirse a la organización que el movimiento feminista, en articulación con otras organizaciones sociales y políticas, supo construir. Podemos ver los alcances materializados en la ley de cupo trans, o en materia de democratización de las tareas de cuidado, que es actualmente una demanda que se instaló en la agenda política para quedarse. Podemos lograrlo si consolidamos una organización sensata a la hora de pensar en términos de equidad en el acceso a oportunidades.
Por otra parte, necesitamos reconocer a quienes eligen, sin coerción alguna, los derechos que asisten a cualquier trabajador. ¿Cómo hacemos para reconocer situaciones de coerción? Ello también es materia de demandas dirigidas al Estado, que es quien tendrá que diseñar políticas públicas a esos efectos.
La trata de personas es un delito tipificado. Hay una única exigencia, que debería ser homogénea y transversal: pedir justicia y seguir exigiendo que el poder se utilice para lograr su desmantelamiento.
Pero cuando hablamos de derechos y oportunidades para las trabajadoras sexuales no estamos hablando, en ningún momento, de personas que son víctimas de delitos.
Creer que pedir derechos para quienes los exigen por voluntad propia no es igual a ser cómplices de proxenetas. Es diametralmente opuesto.
El hecho de no poder empezar a decir parece hacernos concluir que lo que se busca es tener la razón, decir LA VERDAD. No obstante, sería sano recordar que el feminismo nos abraza cuando nos reconocemos contradictorixs, cuando tenemos más preguntas que respuestas.
El movimiento que busca incluir no puede ser nunca el que expulsa compañeras por no ser complacientes con la lógica de turno mediante los mecanismos utilizados por el patriarcado más acérrimo.
Por último, los hechos de estos días nos deberían hacer resignificar nuestros lemas. Pareciera que el enemigo ya no solo es el varón, heterosexual, clase media y blanco; no solo es el rugbier, el cheto, el nene bien. Tampoco las mujeres somos exclusivamente víctimas, evidentemente podemos hacer mucho daño con las herramientas que nos dio el mismísimo sistema de poder que buscamos desarmar.
No me llevo bien con la auto referencia pero me voy a permitir una: oportunamente, repetí muchas de esas consignas en días de enojo o en la marea de euforia. Sin embargo, y siempre gracias al feminismo, esas consignas fueron mutando y se transforman permanentemente porque esa es la verdadera búsqueda colectiva. Estas líneas podrían haberse escrito hace varios días, pero se interpuso la necesidad de escuchar y hacer lugar a otros discursos y a la incomodidad que siempre es menester sentir para no caer en ningún dogma.