No hay nada que festejar en una crisis. No sólo por la inevitable perspectiva de su impacto, si bien moderada por las características del crecimiento argentino, sino antes que nada por su dimensión humana. No hay nada de «socialismo» en este renovado estatismo: se han protegido las ganancias y los capitales de los grandes inversores, que han permanecido privadas. Las pérdidas, ellas sí se han socializado. Nada se ha hecho, en cambio, para prevenir el impacto social del cambio: los despidos masivos, los desalojos, etc.
Sorprende que sólo aprendamos de la catástrofe. Hagamos un poco de historia: el primer liberalismo cayó como política económica recién dos años después de la crisis de 1929, cuando finalmente los oráculos de entonces debieron reconocer que no había una mano invisible para sostener el sistema, que era un orden social el que se fracturaba con los mercados, que el «punto de equilibrio» walrasiano no llegaría nunca.
Cuarenta años después, fue nuevamente una crisis, la de los años setenta, la que detonó las críticas a la matriz productiva del fordismo, al costo económico del Estado de Bienestar, a la necesidad de reconocer mecanismos universales de eficiencia económica. Desde entonces, impera el principio de desregulación, si bien es cierto que siempre lo hizo más en las palabras que en los hechos.
En estos últimos treinta años, los de la hegemonía neoliberal, el discurso dominante fue la panacea de la globalización, que implicaría, con solo abolir las regulaciones propias del Estado nacional, un crecimiento potencialmente infinito de los mercados. Debía conjurarse el demonio estatista. Y los mercados financieros eran el buque insignia de esta renovada promesa de progreso infinito. Mercados autorregulados, bancos que se prestaban entre sí, títulos cada vez más flexibles en un contexto de liquidez nunca visto, que desbordaba largamente las capacidades productivas.
Pero esos años, los años de la renta financiera, los años del alegre derroche de capitales especulativos, los años de Reagan, de Tatcher, de Bush -y, por qué no, de Menem, de Fujimori- también han llegado a su fin.
No por casualidad, las economías emergentes, que han sido las más dinámicas en los últimos años, poco tienen que envidiarle al modelo privatista. China, Rusia, o, más cerca, Venezuela, Brasil y la Argentina, han crecido sin renunciar a la intervención estatal, amparándose muchas veces en el ahorro interno, con una matriz productiva, y con una explícita vocación regulatoria.
En un momento de cambio –y esto sucede sólo cada cierto tiempo- las viejas explicaciones para los fenómenos ya no sirven -es más, son visiblemente absurdas-, pero aún así, a falta de otras mejores, las seguimos utilizando.
Según Weber, las ideologías son aquellos componentes del imaginario social que relacionan los significados sociales con la estructura del poder social. Todo poder social es un poder formal y material al mismo tiempo y, por ende, todas las ideologías incluyen elementos formales y materiales. Toda acción social incluye en su sentido connotaciones valorativas, ya que en la acción humana no existirán fines neutros. Pero los valores, a su vez, remiten a un mundo ideal e idealizado. Los significados sociales que estructuran un orden social, apuntalan y se apoyan en reglas de procedimiento, valores compartidos, y fantasías de raíz inconsciente.
Pero, me permito agregar, cuando el soporte material cambia, la ideología muchas veces queda girando en falso. Pierde su capacidad persuasiva, pierde su fuerza más significativa, que reside en otorgarle a los hechos un sentido subjetivo.
Déjenme poner un ejemplo. En estos días, la prensa liberal en Argentina tuvo algunos titulares, diríamos, difíciles de armonizar con el sentido común. Clarín, por ejemplo, tituló: «Para los economistas, algunos problemas de la Argentina reducen el impacto de la crisis.”1
Con «economistas», aludía a Claudio Loser, un funcionario de carrera del Fondo Monetario Internacional. Loser, y otros como él, resumía el autor de la nota:
«En cuanto a la situación de la Argentina, destacan una suerte de protección debida, sobre todo, al aislamiento que vive el país de los mercados internacionales de crédito. Pero remarcan que la crisis impactará por la menor demanda por parte de los principales compradores de los productos locales y el menor «viento de cola» por efecto de la contracción de la economía mundial. Algunos opinan que los inversores se refugiarán en ladrillos y commodities».
¿Cómo se entiende esto? ¿Tener problemas nos ayuda? Estar «aislados» reduce el impacto, pero, entonces, en esta coyuntura, ¿cuál es el problema? En los años noventa vivimos dos crisis mundiales: la crisis del Tequila (1995) y la crisis rusa (1997). En ambos casos, el país perdió de ocho a diez puntos de PBI, perdió empleo y entró inmediatamente en recesión. Con esto en mente, ¿se trata de un «problema», o de una virtud?
Desde la heterodoxia, Alfredo Zaiat le respondió directamente a Loser:
«¿Qué “problemas” son los que permiten estar aislados del derrumbe de los cimientos del mundo especulativo global? La dedicación que ponen los voceros del establishment para ser parte de una crisis es conmovedora. Lo que es virtud es travestido en problema.
Argentina pudo salir de la trampa financiera externa a un costo inmenso por la inconsistente convertibilidad, modelo apoyado y elogiado por ese grupo de economistas del fracaso. El peso de la deuda estaba hundiendo a la economía en la pobreza y la exclusión. Era imprescindible salir de esa trampa. Para ello se tuvo que declarar el default porque no había otra alternativa. El default resultó, entonces, una de las condiciones para la rápida recuperación posterior, no solamente por el efecto fiscal de la suspensión de pagos, sino principalmente porque liberó a la política económica de la necesidad de emitir señales para facilitar la renovación de los pagos de deuda. El hecho de no requerir fondos externos frescos, de origen privado o multilateral, permitió desarrollar una política macroeconómica pragmática, enfocada en la estabilización del mercado de cambios y en la rápida recomposición de los ingresos fiscales. El éxito de esta política proporcionó el marco de la recuperación. Luego se concretó el proceso de reestructuración de la deuda, con quita de capital y extensión del cronograma de pagos de los vencimientos, sin el aval del FMI y con Wall Street en contra. A la vez, el proceso de inversión a ritmo sostenido en este período se sostuvo con ahorro interno, acumulado por el stock de capitales en dólares retirado del circuito en los últimos años de la convertibilidad y por las abultadas ganancias contabilizadas en el período 2002-2007. La reimplantación de controles cambiarios forzó a los exportadores a liquidar en el mercado local buena parte de las divisas generadas por el comercio internacional, y por otro limitó las salidas de fondos por la cuenta de capital. En tanto, el acopio de reservas en las arcas del Banco Central fue dinamizado por un tipo de cambio alto, que impulsó las exportaciones y desaceleró el avance de las importaciones acompañado de elevados precios internacionales de los commodities, lo que permitió revertir el déficit de cuenta corriente, principalmente a través de la generación de importantes superávit comerciales. Y el establecimiento de derechos de exportación (retenciones) capturó para el fisco una parte del efecto favorable de la devaluación sobre las exportaciones agropecuarias. Esto contribuyó en gran medida a la recomposición del equilibrio fiscal. Además, atenuó el impacto sobre los precios internos y, por ende, sobre los salarios reales. Entonces, el default, posterior reestructuración de la deuda, la inversión productiva con ahorro interno, control de capitales, retenciones, tipo de cambio elevado constituyeron el cerco que permitió aislar al país del crac de Wall Street. Esa desconexión del frenesí del casino global ha sido una vacuna que ha inmunizado por ahora a la economía doméstica. Pese a ello, ese aislamiento es un “problema” para los economistas que siguen contaminando con el virus neoliberal la conciencia colectiva. Ya se conocen las soluciones a los problemas que tienen en carpeta, que a esta altura son anacrónica».2
En diversos lugares, se entendió el mal paso de Clarín como un simple acto de mala fe. Es posible, pero lo que contestaron los economistas no fue modificado. El audio de Loser es claro. ¿Cómo puede hacer este hombre para persuadirnos? No puede, y ahí, cuando la ideología falla en tanto mecanismo de persuasión, es donde veo el síntoma de un cambio de época, de un derrumbe. Lo que está crujiendo, entonces, no es sólo la primera economía del mundo. Es también la visión de las cosas que informa su poder.
Llegan nuevos tiempos, y la teoría, en estos casos, suele rezagarse frente a la práctica concreta. Keynes recién publicó en 1936, cuando lo peor de la crisis había pasado, y la mayor parte de sus recetas no fueron explícitamente tomadas en cuenta hasta la segunda posguerra. De modo que no es en los gurúes actuales, en los aprendices de oráculo que no supieron predecir la crisis de sus propias economías, donde encontraremos la sabiduría para hacer frente a los tiempos que corren. Deberemos buscar en nosotros mismos, en nuestra creatividad y no en nuestra experiencia, en nuestra capacidad para hacer frente a los problemas concretos, uno a uno, los ejes de una teoría que aún está por escribirse.
Notas:
1 Véase Clarín, martes 16/09/08. La edición electrónica puede consultarse aquí: http://www.clarin.com/diario/2008/09/16/um/m-01761590.htm
2 Véase Página 12, 17/09/08.
Una joya. Como los diarios diarios sigan con el cotorreo de siempre mientras joyas como esta se publican en los blogs, están en el horno. Sólo espero que duren hasta que yo me pueda jubilar.
Bueno, se agradece…