«Si va a voltear un quebracho,
llora su sangre primero…»
Manuel Castilla, Maturana
I) Lo que se llama “gestión de la pandemia”, por razones de urgencia muy entendibles, ocupa el primer plano de la información. Nos enteramos de cifras de muertos e infectados, de esquemas que grafican la curva de crecimiento epidemiológico, de los efectos de las distintas políticas sanitarias aplicadas en el mundo, escuchamos expertos que nos hablan del comportamiento del virus o nos esperanzan con los avances de una terapéutica o una vacuna, pero todo bajo una penumbra angustiosa que impide ver con alguna claridad qué futuro nos espera. Esa inmensa concentración de información suministrada por los grandes medios sobre la existencia del virus y los módicos cuidados de defensa, contrasta con la escasez de informes que divulguen las investigaciones en torno a las causas de esta pandemia (dejamos de lado las especulaciones conspirativas de inspiración bélica -“virus chino”, arma diseñada en un laboratorio, etc.- o xenofóbica –relatos costumbristas acerca de los aborrecibles gustos orientales de ingerir murciélagos). Tal vez la escasa divulgación de las indagaciones serias sobre el origen de la pandemia (repito: abundan informaciones centradas en cifras y anhelantes del próximo remedio que la industria farmacológica lance para su control), forme parte del mismo dispositivo de pensamiento y de acción que disparó la propagación de este virus.
II) Si dedicamos algún tiempo a leer los informes de los que han estudiado seriamente la difusión pandémica de este nuevo coronavirus, advertimos dos cuestiones. Primero, que a pesar de la aparición fulgurante y repentina de la infección, no fue una sorpresa. Se lo esperaba. Era cuestión de tiempo, de oportunidad, de condiciones de propagación, pero numerosas investigaciones sobre salud pública alertaban sobre un peligro de esta naturaleza. Esos estudios advertían y dirigían sus miradas a las condiciones de producción para el brote de una enfermedad global. Segundo, este nuevo coronavirus forma serie con otras irrupciones de virus zoonóticos (que saltan de los animales a los humanos), cada vez más frecuentes y riesgosos: desde 2009 con la gripe A H1N1 -bautizada asépticamente así para no nombrarla como gripe porcina-, la gripe aviar, el ébola, el síndrome respiratorio agudo grave (SARS), el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS). En todos los casos que se rastrean sus orígenes, se llega a patógenos existentes y contenidos en ecosistemas salvajes -alejados de los grandes centros urbanos- pero donde la intervención humana fue drástica y decisiva. En efecto, los que han estudiado el asunto concluyen que dicha intervención humana llegó a ciertos confines naturales en los que esos patógenos se encontraban encerrados gracias a complejas tramas ecológicas que mantenían equilibrios inmunitarios muy precisos, abrió sus puertas, tendió puentes y… los liberó. Hemos dicho “intervención humana”, pero seamos precisos: “Crece la bibliografía sobre sanidad pública y animal que sugiere que los actuales patrones de explotación agroeconómica aumentan el riesgo de una nueva pandemia, ya sea provocado por un virus de ARN como el ébola o el SARS o por cualquier otro patógeno (…) Existe la posibilidad de que alguno de estos brotes iguale la escala de la pandemia de gripe de 1918, de alcance planetario y tasas elevadas de incapacidad y mortalidad”. Esta advertencia de Rob Wallace –no la primera- en un escrito sobre las condiciones del brote de ébola, fue publicada en julio de 2019.
En consecuencia, a los dos puntos que antes planteamos (que esta pandemia no fue un acontecimiento inesperado o sorpresivo y que es necesario ubicarla en la serie de las epidemias zoonóticas antes mencionadas), sumemos un tercero: los actuales patrones de explotación agroeconómica.
III) ¿A qué patrones agroeconómicos se refiere Wallace -y tantos otros indagadores serios? (pueden seguirse sus publicaciones, por ejemplo, en el sitio www.biodiversidadla.org). A un tipo industrial de agricultura que se “viralizó” (valga aquí el término más que nunca) en las últimas décadas y que avanza de un modo contundente pero irreflexivo sobre territorios naturales (bosques, montes, selvas), convirtiéndolos en enormes extensiones de monocultivos, muchos de ellos destinados a forraje, alimento para un ganado que ya no habita en el campo. Los grandes desiertos verdes de soja transgénica en nuestro país son la expresión de este proceso global, pero en cada región este mismo patrón de explotación agrícola asume características y consecuencias propias; por ejemplo, el nombrado Wallace estudió la correlación entre, por un lado, la destrucción de miles de hectáreas de selva africana para el cultivo industrial de palma aceitera y, por otro, el brote del ébola. Los seres vivos que habitaban en esos reservorios naturales de gran biodiversidad, si no mueren, se ven precisados a migrar, también –claro- los patógenos, por ejemplo los virus que vivían en los organismos-huésped en los que habitaban. De modo que la extensión de la frontera agropecuaria sobre montes, bosques y selvas, produce entre sus múltiples impactos negativos uno sanitario, consistente en los efectos de retorno de todo aquello que dicho avance trastocó en su equilibrio y contención. Si completamos este cuadro con la existencia de enormes campos de concentración de animales para consumo humano (los llamados feedlot de vacunos, cerdos o pollos), donde la búsqueda de rápida rentabilidad se asienta en el hacinamiento y el suministro de ingentes dosis de antibióticos para prevenir enfermedades y estimular el crecimiento, se conforma un inmejorable caldo de cultivo para la resistencia, replicación y mutación viral. Este peligro ya lo había advertido la Organización Mundial de la Salud en 2017, tras constatar que el 80 % del consumo total de antibióticos de importancia médica se vuelca a la producción animal intensiva, principalmente para estimular el crecimiento en animales.
Ubiquemos en este contexto el siguiente dato sobre la actual pandemia: existen estudios que sugieren que entre el murciélago y el humano existieron animales huéspedes intermedios que permitieron el salto zoonótico del SARS-CoV-2; entre los animales que pudieron cumplir esa función de eslabón, se cuentan por millones los que se crían en granjas industriales en China. Cuando los estudiosos reparan que los cerdos y los humanos tienen sistemas inmunológicos muy semejantes -lo que facilita el cruce del virus entre las dos especies- y que la provincia de Hubei, donde se encuentra Wuhan, es una de las cinco mayores productoras de cerdos de China, la sospecha se robustece. Articulemos este dato, entonces, con las dos cuestiones que planteamos anteriormente: la liberación de los patógenos contenidos en reservorios naturales diezmados por la extensión de la frontera agropecuaria y la producción industrial de animales para consumo humano. Si alguien planteara que la producción intensiva de animales conduce a la producción intensiva de una plaga, no andaría errado. “Cualquiera que intente comprender por qué los virus se están volviendo más peligrosos debe investigar el modelo industrial en la agricultura y, más en concreto, en la producción ganadera” –decía Wallace. Dijimos anteriormente que esta pandemia no fue sorpresiva para quienes seguían la pista de los enormes impactos ecológicos que conlleva este modelo agroganadero: en el año 2008 un informe de la organización Grain advertía que la industrialización y la consolidación corporativa de la producción de carne genera los mayores riesgos para la aparición de pandemias mundiales.
Para llegar a la cuarta y última nota, apuntemos un elemento más sobre este patrón agroeconómico. La aplicación de sofisticados avances tecnológicos y la concentración de tierras en pocas manos (los llamados pooles de siembra son la expresión agronómica de la concentración global del capital), conduce a una agricultura sin campesinos (mano de obra innecesaria para este modelo), que deben migrar integrando los monstruosos hacinamientos periurbanos de las grandes ciudades.
IV) Una cuarta y última nota debe contemplar, entonces, el papel que cumplen dichas aglomeraciones humanas en la rápida dispersión de cualquier enfermedad, aglomeraciones que replican de modo inquietante aquellos campos de concentración de las actuales explotaciones de la ganadería industrial. La respuesta es evidente ni bien repasamos el mapa mundial y constatamos la velocidad y alcance de los contagios en las ciudades de mayor densidad poblacional. La chispa pudo encenderse en muchos sitios, pero queda por saber si la provincia de Hubei –con el patrón de explotación agroganadero que mencionamos, con una superficie 15 veces menor que la de nuestro país, pero que alberga a 15 millones más de habitantes-, no ofrecía las mejores condiciones para la producción de un brote pandémico.
La Argentina presenta hoy exacerbada hasta el paroxismo la matriz unitaria triunfante en 1852, una mega-ciudad puerto de espaldas a la Nación, que concentra en pocas pero grandes ciudades –satélites de ese puerto- al 93 % de la población (muy superior al promedio de urbanización mundial). No es posible interpretar estos datos sin correlacionarlos con el proyecto basado en la primarización económica y el extractivismo que vacía la vida rural de trabajadores y fuerza los hacinamientos periurbanos. No puede sorprendernos entonces que cerca del 75% de los contagios se esté dando, y de modo creciente, en el área metropolitana de Buenos Aires.
Mientras muchas preguntas aguardan sus respuestas, tal vez sea hora de cuestionar lo que este modelo de explotación agroganadero está haciendo con los pilares que sostienen la condición de la vida en nuestro planeta, ni más ni menos.