¿Cambiará el mundo después del coronavirus?

(Publicado originalmente aquí)

A los 8 años rompí en un llanto de esos que solo se detienen para tomar aire y seguir llorando. Como sucede en esos casos, vino de la nada como un visitante inesperado que cae en altas horas de la noche sin previo aviso. Encerrado en una casa vacía con una ventana que daba a los árboles del campo de mis abuelos.

Lloraba y lloraba sin parar con mi madre golpeando la puerta preocupada. Hasta que me contuvo con un abrazo. De un momento a otro, me había dado cuenta de algo que para mí era terrorífico con tan pocos años. Mi madre, padre y abuelos, en algún momento no iban a estar conmigo. Había conocido la existencia de la muerte.

Unos años más tarde mi abuelo murió de una forma dolorosa. Y de nuevo el vacío de una existencia presente hasta hace minutos no dejaba de irse. Los afectos que mueren (o se pierden) están en los lugares que ocuparon y llenaron de experiencia como si éstos fueran una caja de recuerdos que se revuelve una y otra vez.

Hace pocos días, la amenaza de vivir ese vacío se convirtió en real para millones de personas. Los celulares se llenaron de mensajes de preocupación sobre familiares cercanos dentro de la población en riesgo. Países enteros se sentaron en las salas de sus casas a ver por televisión los partes de guerra sobre la lucha contra el coronavirus.

La finitud de la vida puso en compás de espera todo lo demás. Puso en su lugar, y en orden, lo importante sobre lo accesorio.

Después de todo, no hay nada que una más que la muerte, no hay nada más que divida más que la muerte. No hay nada que genere más vacío que la muerte. Ahí donde aflora lo mejor y lo peor de los humanos. Ahí donde todos lloramos solo tomando aire para seguir envueltos en mocos y dolor.

Bitácora del coronavirus

El virus SARSCoV-2 que produce la enfermedad COV-9, conocida como coronavirus, se cobró sus primeras víctimas en el mercado de pescado de Hubei, capital de la región de Wuhan en China. El paciente cero no existe todavía en una historia clínica. Por lo que el presidente estadounidense, Donald Trump, lo llamó un “virus chino” antes de desdecirse. Mientras que Beijing se pregunta si, en realidad, el virus fue llevado al mercado por militares estadounidenses en los juegos militares de Wuhan, organizados en septiembre, unos meses antes del primer brote

Su aparición el 19 de noviembre dio lugar a un reflejo automático de las autoridades chinas: esconder el coronavirus de la luz pública para que no arruinara los negocios. La locomotora china no va a vapor con 1.386 millones de personas en cuarentena. Desde el 11 de diciembre hasta el 21 de enero, el gobierno del país amonestó a siete médicos por informar sobre la rápida propagación del coronavirus y la transmisión entre humanos. Trágicamente Li Wenliang, uno de ellos, murió el 6 de febrero conectado a una maquina por estar enfermo de coronavirus.

Unos días antes, 22 millones de chinos se pusieron en cuarentena en Wuhan. “La epidemia es un demonio y no podemos dejar que este demonio se esconda”, declaró el presidente chino Xi Jiping en un llamado a realizar una “guerra popular” contra el virus. Así fue como comenzó una intensa búsqueda de la muerte como si fuera una especie de juego del gato y el ratón.

La cuarentena colectiva dio paso a otra fase mucho más fina: la de detección de los posibles infectados y luego la de sus últimos contactos. Según el reportero de Zigor Aldama: “China puso el Gran Hermano-su sistema de vigilancia y control de la población- al servicio de su sistema de salud”. La herramienta para hacerlo fue una aplicación oficial, que junto a inteligencia artificial y un código QR, cruza información con la base de datos de la Comisión de Sanidad o la Policía. China así sabe hasta cuando un ciudadano chino se mueve, o se saca una muela del juicio.

Con eso establece una especie de semáforos según Aldama: : “el código verde, que abre las puertas de todos los servicios, se concede solo a quienes en los últimos 14 días no han visitado ninguna zona de riesgo; el código amarillo, que restringe el acceso a servicios no esenciales, lo reciben quienes se han movido en las últimas dos semanas pero no han visitado las regiones más afectadas; y el código rojo indica que el usuario debe permanecer en cuarentena. Saltársela puede ser castigado a través del código penal”.

Buscar la muerte y mirarla a la cara para detenerla a tiempo.

De las calles vacías a la cuarentena, crónica de una libertad en tragedia.

La vida se detuvo, de repente, en una semana para quienes estamos en cuarentena. Hace poco, cuando se conoció el primer caso de coronavirus en Venezuela, los barbijos aparecían en las fotos de Wuhan como una fantasía distópica. Hoy si alguien por la calle hace sus compras sin barbijos, el resto lo mira como si fuera un apestado. Las miradas vigilan la higiene de las demás, y las distancias se cuidan celosamente. El lavado de manos es un asunto de importancia, no un vídeo pedagógico para enseñar en la escuela a los niños.

La vida transcurre entre cuatro paredes mientras en la calle se busca al coronavirus. El gobierno de Venezuela, bloqueado por Estados Unidos, organiza test masivos casa por casa con kits enviados por China y la Organización Mundial de la Salud. Realiza consultas a través de una plataforma social, el sistema Patria, para determinar los posibles casos y luego determinar con quienes estuvieron en contacto. El país se prepara con la ayuda de los médicos comunitarios de Cuba para aislar los focos de infección. “Romper la cadena de transmisión”, como recomienda la OMS.

Con más de 100 casos, los accesos a las principales ciudades, y todas las regiones del país están bloqueadas por militares. El país en movimiento, aún dañado por siete años de crisis, se organiza para llevarle comida a los más ancianos y repartir bolsas con alimentos a las familias para que sobrelleven la cuarentena. Los Consejos Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), armados para afrontar una hambruna en 2016, son la vanguardia en un país donde se pretende evitar que hospitales públicos, dañados en su infraestructura y con pocas camas, colapsen engrosando las cifras de mortalidad de la pandemia.

Médicos comunitarios hacen casa por casa en la Comuna Altos de Lidece en Caracas (Rossana Silva)

Los carros de policías informan con megáfonos que los negocios deben cerrar a las doce del mediodía, y las milicias bolivarianas patrullan las calles controlando que solo los comercios de alimentos y medicinas estén abiertos. Venezuela lleva más de diez años preparándose para una invasión de su principal enemigo, Estados Unidos. Pero antes parece haberse adelantado un enemigo invisible que combate casi con las mismas armas de organización política con las que se sostiene en el poder el gobierno de Nicolás Maduro.

“Volveremos a la normalidad, pero será una normalidad vigilada. Todo cambió en el mundo con la pandemia”, afirmó el presidente en una llamada por teléfono al canal estatal venezolano VTV.

En ese mundo, los casos de coronavirus en 16 días pasaron de 100 mil a más de 600 mil en todo el mundo agravando aún más el panorama ¿pero qué pasó para que sucediera esto?

Europa se convirtió en el epicentro de la pandemia con Italia en el primer puesto con más de 100 mil casos, y 11.581 muertos, una cifra que se multiplica día a día. Seguida de una España que se dirige hacia el mismo camino con una curva de casos que abarrota los hospitales de pacientes. Los gobiernos, como en China, se negaron a medidas restrictivas, como cuarentena y distanciamiento social, para no detener la economía.

Boris Johnson, el primer ministro de Gran Bretaña, incluso propuso como estrategia dejar que sus ciudadanos se infecten y conviertan en inmunes. Varios días después desistió de una idea que según algunos cálculos habría dejado un potencial de 510 mil muertos según la OMS. Habrá querido quizás emular a cuando Winston Curchill se negó a paralizar la vida del país en 1952 por una neblina tóxica, producida por el clima y las fábricas que usaban carbón, dejando un total de 12 mil muertos. La historia es cruel a veces con las repeticiones: Johnson y Churchill son del mismo partido conservador. Dos semanas después, el confinamiento es un hecho en Gran Bretaña igual que lo serán los británicos muertos por tomar tarde la medida. Y Boris Johnson ha dado positivo de coronavirus.

Italia, el país con más infectados del mundo, pasó de 2.222 a 6.078 muertos en una semana con cementerios como Bergamo que no dan abasto. Los cadáveres se envían fuera de la ciudad en camiones militares para ser cremados. Los médicos y enfermeros jubilados se suman a la lucha porque el personal sanitario está sobrepasado por la crisis. Lloran en los pasillos de los hospitales desconsoladamente.

Pero en Lombardía, una de las regiones más afectadas, el 40% de sus ciudadanos siguen saliendo a la calle irrespetando la cuarentena. “Los rociaremos con lanzallamas si lo siguen haciendo”, les advirtió uno de los alcaldes de esta región. Quizás el cuadro sería mucho menos grave si unas semanas antes se hubiera suspendido el partido de fútbol Atalanta-Milán, considerado una de las principales fuentes de contagio. Se sabe por la experiencia de Wuhan que cuánto más infectados más se multiplican los contagios.

La decisión de poner en cuarentena Italia se tomó demasiado tarde al igual que en España, donde adultos mayores son encontrados muertos (y abandonados) en asilos de ancianos. Se elige en los hospitales sobrepasados por la pandemia quien vive y quien muere según la expectativa de vida de los pacientes. Los sistemas de salud pública de Italia y España son víctimas, además, de los continuos recortes de la clase política del país para pagar sus deuda.

En este contexto, ¿no se pudo haber prevenido esta tragedia como se intenta hacer en un país bloqueado como Venezuela?

Sí, pero es aún más complejo.

Ninguno de los gobiernos europeos quiso parar la economía con una cuarentena. Pero tampoco enfrentar el malestar de sus ciudadanos acostumbrados a vivir en una irrestricta libertad. Los sacrificios colectivos de la Segunda Guerra Mundial quedan muy lejos para esta sociedad europea que se ve unida a un destino común que limita los deseos individuales de sus ciudadanos.

Estar en cuarentena es vivir con limitaciones, y en modo de sobrevivencia. Gobernar desbordado por una pandemia es administrar lo escaso; las camas, los barbijos, los medicamentos, los enfermeros, médicos, los ataúdes. Y ninguna nación europea ha enfrentado un contexto así en tiempos recientes, como lo ha hecho la sociedad venezolana con apagones, amenazas de guerra, y decisiones de vida o muerte en ámbitos como la salud y la alimentación.

Las calles vacías son abandonar la vida para encerrarla en una casa, pero son un sacrificio colectivo para dejar en soledad a un virus que solo así se puede encontrar.

La razón sanitaria de una pandemia elimina, por un minuto, los muros, y las barreras invisibles, entre clases. Quienes se sienten intocables por tener dinero, y nunca vivieron a vida o muerte ninguna crisis anterior, están en el mismo peldaño que los más pobres. Sobresalen como sucede en América Latina por ser viajeros como Carmela Hontou, la paciente cero de Uruguay, que vienen de Europa sin tomar ningún recaudo, y con síntomas, esparcen el virus en casamientos de élite, o a sus propias mucamas. Quedan marcados por un virus que les molesta más que el coronavirus: el juicio popular de la sociedad a la que infectan. La pandemia desviste la soberbia de pudientes y la sirve a la mesa sin sus privilegios de clase.

La ironía es otro virus que se esparce por todo el mundo. A principios de marzo, el Congreso de Acción Política Conservadora (CPAC) recibió a miles de políticos de ultraderecha de todo el mundo con Donald Trump como anfitrión. Quiso el destino que uno de los asistentes estrechara la mano a medio mundo, entre ellos cuatro congresistas de Estados Unidos y el director de la organización en Estados Unidos, Matt Schlapp , quien tuvo contacto con Trump. El Congreso puede haberse convertido en una fuente contagio tan grande como el partido de Atalanta-Valencia en Milán.

Luego Trump recibió con su equipo a Jair Bolsonaro. Siete días después, 23 integrantes de la comitiva del brasileño tienen coronavirus. A veces el destino tiene deseos misteriosos. Como si ensañara con quienes calificaron al coronavirus como “no más que una gripecita”. Argumento que según Trump y Bolsonaro justifica que no se paralice la economía de ambos países con cuarentenas, o limitaciones. Pero más que el destino parece ser la razón.

Corea del Sur, Taiwán y Singapur aplicaron medidas de distanciamiento social combinadas con el uso de base de datos e inteligencia artificial. El Gran Hermano asiático de esa forma logró contener la expansión del coronavirus en estos países, sin necesidad de una cuarentena tan extrema como en China. Solo actuaron a tiempo, con la experiencia de haber luchado contra enfermedades infecciosas en el pasado. Las lecciones estaban ahí, pero pocos líderes quisieron tomarlas. Ninguno se quiso dejar llevar por la razón agravando aún más el problema.

Estados Unidos, al escribir estas líneas es el epicentro de la pandemia yendo tranquilo a los más de 200 mil casos para final del mes de marzo. Los llamados al servicio de emergencia de Nueva York son los más numerosos desde los atentados a las Torres Gemelas. El país no tiene las mascarillas suficientes para sus médicos, y los estados más afectados se pelean porque le manden insumos. La economía camina directo a una recesión tan grande que el propio Trump ordenó, junto con el Congreso, inyectarle 2 billones de dólares a la economía para salvar empresas y bancos en riesgo.

Al parecer, el principio de hacer dinero rápido y fácil conspira contra el hecho de simplemente poder hacerlo. Por eso vemos cálculos de un minuto y medio de distancia de Trump, Bolsonaro o Boris Johnson que inmediatamente vuelan por los aires. Son sinónimos de una época donde prevalecieron los hombres de lo rápido y ahora por haberse convertido ello en la forma de vida predilecta de la humanidad.

Pero las consecuencias de estas decisiones son bastantes reales. Se estima que 25 millones de personas pueden quedar sin empleo. Que los trabajadores pueden perder 3,4 billones de dólares. Desde Alemania hasta Argentina anuncian planes masivos de inyecciones de dinero a la economía para evitarlo. Las preguntas no son ni cuándo, ni dónde, sino cuánto. ¿Cuánto costará esta crisis? ¿Cuánto pasará hasta que vuelva a cobrar mi salario? ¿Cuánto será lo que pueda aguantar sin pagar mis deudas? ¿Cuánto? ¿Cuánto?

Se ensayan conclusiones y sentencias apresuradas. Es el comienzo de una nueva época. El ocaso de Estados Unidos y el ascenso de China. La vuelta de los Estados presentes y el fin de lo privado sobre lo público, al artista antes conocido como neoliberalismo. El mundo cambió y cambió para siempre, se dice una y otra vez. Pero en esa repetición se esconde un trauma, una serie de hechos que no vemos por lo que son porque estamos imbuidos en ellos.

Con la caída de las Torres Gemelas millones de personas vieron como algo cambiaba en vivo y directo. Pero con el coronavirus el miedo a contagiarse está dentro de nuestros cuerpos, de nuestras familias. No importa si es una de las pandemias con la tasa de mortalidad más baja de la humanidad. Si no que está aquí y ahora. Y el miedo es combustible de grandes cambios. Porque con temor se aceptan cuestiones que antes hubiesen sido impensables. Entonces caben más las preguntas que respuestas sobre hacia dónde vamos.

¿Un mundo donde los gobiernos trabajen más unidos contra los desafíos de la humanidad como esta pandemia? ¿O uno donde países como Alemania y Francia se reserven vender medicamentos y mascarillas a España para atender a sus poblaciones? ¿Uno dónde los países se peleen por quien tiene la primera vacuna para venderla a buen precio en el mercado? ¿O uno donde compartir el conocimiento de la lucha contra enfermedades se vuelva la norma en vez de la excepción?

 

¿Un mundo donde los Estados salven a las familias que no tienen ingresos para pagar sus deudas? ¿O uno donde solo sean rescatados los bancos y las grandes empresas? ¿Uno en el que los privados paguen más impuestos para tener sistemas de salud y educación de calidad? ¿O uno donde estos siempre sean las variables de ajuste? ¿Uno en el que los Estados vuelvan a hacerse cargo de áreas estratégicas de sus países para financiar la salida a esta crisis? ¿O uno en el que la solución sea eliminar las pocas regulaciones que quedan para que los privados inviertan?

¿La crisis será un detonante para que las empresas reduzcan masivamente costos sustituyendo empleo humano por inteligencia artificial o robótica? ¿Se cumplirá la profecía de que para 2025 se pierdan 75 millones de empleo por la automatización?

Quien tenga certezas sobre estas preguntas, en un momento tan incierto, es posible que sea un charlatán. Porque en esta angustia existencial que nos atraviesa, que nos definen como seres humanos, los cambios tal vez pasen más por el lado de la continuidad que por lo nuevo.

La continuidad de viles farmacéuticas que buscan vender los medicamentos para el coronavirus al mayor precio posible, la continuidad de millones de personas que se ayudan entre sí para que nadie se quede sin un familiar querido, la continuidad de líderes políticos que piden a los abuelos sacrificarse por la economía de sus nietos, la continuidad de médicos de lejanas latitudes que respondieron el llamado para atender a personas que ni siquiera deberían tener nombre.

Una continuidad en permanente conflicto entre la solidaridad y el interés individual.

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