Durante estas semanas algunas cosas parecieron situarse en el plano de la normalidad. Lo normal entendido como previsible. Entendido falazmente como similar a común, a esperable. Esa es mi idea chata de normalidad, basado en lo que yo suponía que serían estos años combinados de macrismo local y kirchnerismo nacional. Me imaginaba un kirchnerismo surfeando las olas con buen equilibrio, hasta con onda, incluso haciendo piruetas que te arrancaban algún aplauso. Siempre con la cabeza bien lejos de sumergirse. Al revés, imaginaba un macrismo asfixiado, sin cartel propio. Sitiado por protestas callejeras. El Yin y el Yang político. Las políticas “oscuras” de Macri resaltarían la luz tenue de Cristina. Una cosa así. La puesta en escena de lo siempre claro y fácil izquierda-derecha estructurándose desde el centro. La primera mitad del año mostró lo contrario, no hace falta agregar mucho sobre esto. Ya se ha escrito bastante. Pero durante la semana pasada los hechos políticos mostraban la normalidad deseada. Las calles de la ciudad cortadas, los colegios tomados, la legislatura ocupada por estudiantes secundarios que se oponían al recorte de becas o a una redistribución de las mismas, según como se lo quiera titular. Reminiscencias de un conflicto anterior. Espejos malditos enfrentados que me ilusionaban con opuestos. En definitiva, los estudiantes pedían mantener sus becas. El gobierno porteño decía que quería hacer una reasignación de las mismas hacía sectores con menos recursos. Medida bien progre contra los progres. Que barullo.
Pero hubo una escena que me llamó la atención. Un estudiante intrépido, en la legislatura, se adelanta a sus compañeros y le recrimina fuertemente al ministro de educación porteño, Mariano Narodowski, la decisión de “tocar” los beneficios. Miraba las imágenes sin apasionamiento. Hasta con cierta impavidez. Entonces recordé otra escena que la tv había arrojado. Era una escena perdida del año 2005, como será esta de los estudiantes. Una escena que en ese entonces sorprendía por lo inesperado. Ahora se repite mucho. Ahora casi se escucha en varios ámbitos y no sorprende su enunciación. Unas palabras que hoy piden, lastimosamente, permiso de legitimidad. La escena recordada tenía como protagonista a un familiar de una víctima del incendio en el boliche Cromagnon. Irascible, con el dolor fresco, en la piel, en el cuerpo. El sitio era el mismo que ahora. La legislatura porteña. Se trataba del juicio político a Ibarra. Los familiares fueron desalojados de la sala a causa de sus gritos e insultos dirigidos hacia los legisladores ibarristas/kirchneristas/socialistas que intentaban evitar el juicio. El desalojo se produce, y los familiares desembocan en el hall a los empujones. Las cámaras de tv y la noche completaban el paisaje. Uno de los padres de una víctima del incendio se acercó a las cámaras y dijo: “Kirchner hijo de puta, las vas a pagar”. Caramba, que frase. Que potencia a pesar de la soledad del grito. En ese entonces nadie le decía hijo de puta a Kirchner. Al menos nadie desde los medios. Era el primer insulto a un presidente desde De La Rúa (campeón indiscutido). Y nadie lo decía porque no había motivos para decirlo. Nadie tenía tanto dolor como ese padre. Nadie tenía tanta perdida, ni tanto desamparo público.
Esas palabras alteraban el paisaje habitual de esos tiempos. Me preguntaba, ¿y si esas palabras comenzaban a multiplicarse? ¿Y si la gente otra vez se enfurecía con el Poder? Si comenzaban otra vez a manifestarse los gritos de la bronca, de la insatisfacción, a causa del desprecio, de la mentira del Poder. Es decir, ¿y si la gente accionaba su civilidad? Durante un tiempo me mantuve expectante de lo que sucedía. Los días pasaron y la cosa volvió a cierta normalidad. A lo corriente de esos días. Nadie puteaba a Kirchner, ni a nadie de por ahí. Para putear a Kirchner se te tenía que morir un hijo en un recital. Más bien la gente se seguía puteando entre sí. Se trompeaban, se afanaban. Como es costumbre, los medios dosificaban la violencia en términos domésticos o callejeros. Mientras el Poder de tanto en tanto se postulaba para los aplausos. Todo volvía a la ansiada normalidad. Todo volvía a la seguridad de las cosas. Como por estos días donde por un momento sentí que las cosas eran como creía que serían, como me las había imaginado por hábito, por costumbre, por chatura analítica de bandos. El grito ciudadano hacia el macrismo. Los cantitos de los pibes diciendo “MACRI=DICTADURA”. Los cortes de calles espontáneos. Los insultos a las autoridades políticas. Las desmesuras, las desmesuras. “Como a los nazis te va a pasar…”. Los pibes aprenden rápido. Será que las desmesuras se aprenden rápido. Y también estaban los periodistas progres campestres que sentaban a un pibe-paradigma y le preguntaba cuanto lo afectaba el recorte de la beca. Y el pibe (morocho) respondía “mucho”.
Había barullo otra vez. Barullo berreta, como todos los barullos después del 2001. Pero este estado de la situación dura poco, y todo vuelve a otra normalidad. La normalidad de varios que se quejan porque los pibes no estudian, porque los pibes se convierten paulatinamente en pequeños políticos en potencia. Y que la ciudad es un caos por los cortes, y que los trenes después de que se incendian, viajan igual pero con solicitadas de compromiso. Como viajan las valijas con guita de aquí para allá.
Entonces la normalidad es el barullo. El ruido de las cosas. Las palabras incesantes. Los pibes, los padres, el grito insolente, el grito de dolor, que el Poder desprecia a diestra y siniestra. Con + o – Estado.