Otros Evangelios

Aquí, en dos partes de 3 capítulos cada una, la versión final – corregida y aumentada – de los «Otros Evangelios», abandonada por más de 4 años en la papelera de un servidor.

Ojalá les guste !

I
Umberto Eco
Sabida es la fascinación que los relatos herméticos ejercen sobre el imaginario de lectores poco entrenados, o mentalidades relativamente débiles. Consciente de tal circunstancia Umberto Eco pergeñó, a mediados de los ’80 una novela que, montada sobre la universal repercusión que unos años antes había obtenido «El nombre de la rosa», fue uno de los acontecimientos editoriales más esperados del fin del cortísimo siglo XX.
«El péndulo de Foucault», de él hablamos, despertó en un servidor, aún antes de su salida a la luz, un irresistible afán por adquirirlo.
Así son los mortales, querido lector: se figuran que poseyendo un objeto se apropiarán, por alguna especie de mágica transubstanciación, de los saberes y poderes que en su esencia se compilan.
Naturalmente hube de leerlo, acometiendo la lectura con el afán de lucirme frente a una señora cuya atención me interesaba despertar por aquellos tiempos y a quién esperaba secretamente seducir con mis profundas reflexiones en torno a la obra del semiótico piamontés. Ya fue dicho, pero nunca está de más reiterarlo: son incontables las estupideces, empresas y actos heroicos que son capaces de realizar los hombres con el objeto de conseguir una cita con una mujer. Postula – incluso –  una secta fundamentalista que » todo» lo que el hombre hace en su corta vida es con este objetivo. Dejaremos este punto librado a la conciencia de cada uno, no por esquivar el bulto – dios nos libre – sino por exceder los propósitos de este modesto artículo.
Emprendí, pues, la lectura del citado «péndulo..» con el doble deseo de encontrar placer en sus páginas, y generar las condiciones para obtenerlo con el concurso de otro, citando los mejores capítulos con verba florida, hondas consideraciones, y espíritu galante.

Pero nada es tan fácil en la vida, y la comprensión de ciertos pasajes, escritos en un latín nada perspicuo, se reveló infructuosa a las primeras lecturas. La trama, empero, mantenía su interés, más allá de ocasionales derivaciones.
El apropiado ambiente para una novela intelectual y sofisticada es – naturalmente – una editorial, lugar al que llegan exponentes de  toda la gama de  la inteligencia  humana, que es limitada;  y de la estulticia, que – se sabe – es infinita.
Por elevada y erudita que parezca la actividad editorial no deja de tener su costado crematístico, al cual no hay que descuidar, so pena de atentar contra la vida espiritual que discurre en estos ámbitos. No por conocido el viejo refrán pierde validez: «Bien me quieres, bien te quiero: no me toques el dinero». Es decir: amén de templo consagrado a la promoción de los más altos valores humanísticos y científicos una editorial es un negocio que debe manejarse según los irrefutables cánones que mandan obtener beneficios materiales (el máximo posible, agrego, recordando viejas lecturas).
Así las cosas, en la editorial que Eco nos presenta creen firmemente que lo único imprescindible son los autores. Los hipotéticos lectores son vistos como un agregado simpático, pero cuya existencia no es crucial para la continuidad de la empresa. A los fines de obtener la indispensable rentabilidad se debe, pues, contar con una permanente afluencia de autores ansiosos de ver su obra en letra de molde. Deseo, por otra parte, muy humano y comprensible, y cuya potencia es tal que los futuros editados, paladeando ya las mieles de la fama – módica, de aldea – aceptarán participar en los costes de producción de la primera tirada, en un porcentaje apenas superior al ciento por ciento. Por supuesto, para lograr esta disposición de espíritu la editorial habrá de incurrir en ciertos gastos de representación que deslumbren a los futuros clientes, digo, autores. Una de estas inversiones en relaciones públicas es el otorgamiento de un premio anual a la creación literaria, un año en verso y otro en prosa. Y aquí llegamos a la causa de estas líneas: el premio en cuestión llevaba el nombre de «Petruccelli della Gattina», al que  – en mi ignorancia – atribuí un origen fantástico. Entiéndaseme bien: creí que Umberto Eco ponía allí ese nombre como quién escribe, qué sé yo, Juan Pérez o John Doe. En el contexto parecía verosímil mi conjetura. Pero las cosas, querido lector, son siempre más complejas de lo que uno supone.

II
Udi
Unos años después, cuando ya el semiólogo devenido novelista de fama universal había publicado – y un servidor comprado y leído – un indigesto mamotreto al que tituló – algo pomposamente, opino – «La isla del día de antes», me ocurrió un acontecimiento singularísimo. A la búsqueda de un viejo tratado sobre la incidencia de las enfermedades venéreas en la moral de las tropas fascistas durante la guerra civil española. (Parece que las cuatro columnas que al final entraron a Madrid, a encontrarse con la quinta, estaban estragadas por la sífilis, que también Franco habría padecido).

Encontré, decía, en el fondo de un estante casi carcomido por la polilla  un volumen amarillento, de tapas resquebrajadas cuyo título, apenas legible, era «Memorias de Judas». Vaya a saber por qué – no se me conoce por mi apego a los evangelios, canónicos o apócrifos, precisamente – decidí abrirlo.
Si tú, querido lector que me conoces y frecuentas, te muestras sorprendido, permíteme expresarte que mi asombro en ese momento fue aún mayor. El autor de esa obra era, habrás adivinado, Petruccelli della Gattina, que encima cargaba con el poco eufónico nombre de pila de Ferdinando.
Me creí dentro de una novela: yo era un personaje de Eco, que en realidad es un personaje de Petruccelli della Gattina. Como en un juego de espejos enfrentados llegué a pensar que el único real en esa historia era Petruccelli, que imaginó un novelista, que postuló un lector: un servidor.

Tuve un leve acceso de pánico, que llegó y pasó, pero dejó un sedimento importante.
En efecto: ¿Quién fue Petruccelli della Gattina? El libro en cuestión poco explicaba. Una edición española de 1937, papel de baja calidad, pie de imprenta cuanto menos dudoso, traductor ignoto y datos del autor lacónicos que excitaron mi curiosidad sin satisfacerla, como divisar desde la acera a través de una ventana un destello de seda que descubre una pierna. Un giro y un frú-frú de cortinas que caen. Conocemos la calle y el número. Pero, ¿Quién es esa belleza entrevista?
En ese estado de ánimo acudí al propietario del mohoso establecimiento, viejo librero catalán, reliquia de la guerra civil anclado para siempre a la vera del Paraná. A fuer de conocer su mercadería el viejo refugiado debería poder informarme sobre ese libro y su autor.
Algo sabía el veterano anarquista, y tal como me lo dijo, sin quitar ni poner una coma, es que ahora lo transmito a Ustedes, mis respetables, pacientes, y – lamentablemente – escasos lectores. No por ello menos apreciados, por supuesto.
III
Petruccelli della Gattina
Italia, a mediados del siglo XIX, era un conglomerado de pequeñas formaciones políticas, herederas de la restauración monárquica y clerical de 1815. Los Borbones, la Casa de Savoia y otras familias igualmente honestas y tolerantes se repartían el territorio peninsular, salvo aquellas comarcas regidas por la férula papal. Es en este contexto en el que se desenvuelve nuestro hasta ahora ignoto autor. Petruccelli nace en 1815, de familia noble. Padre y tío masones; a instancias de una abuela pía y piadosa es educado en conventos y seminarios, de los cuales fue invariablemente echado por irreverente. Estudia medicina en Nápoles. Y se convierte en un periodista, escritor y militante político que en 1848, año de la primer comuna, se juega la cabeza en la revolución liberal napolitana. Casi la pierde, dado que la policía borbónica le pone precio. Huye a Francia. Va y viene intermitentemente a Inglaterra. Es expulsado de Francia, en 1852…y en 1859…y en 1871, después de intervenir activamente durante la primavera de la comuna, antes que las tropas de la aristocracia alemana intervengan para salvar a la burguesía francesa.
Durante estos años participa de la unificación italiana, es electo diputado, combate a la iglesia y es expulsado nuevamente. En 1868 escribe su obra máxima: «Memorias de Judas», en francés. Esto no le reporta mayores simpatías de parte del partido clerical, pero a esta altura de su vida podemos conjeturar que no le debe haber importado en demasía. Petruccelli della Gattina muere, siendo diputado y ya menos jacobino, en 1890, ciego, paralítico y condenado al olvido. Como dijera Cervantes tres siglos antes, no es recomendable toparse con la iglesia, sus odios son longevos.
Este es, pues, el autor del poco explícito volumen que había caído en mis manos. La información proporcionada por mi ácrata librero no moderó mi curiosidad, antes bien la exacerbó. Me propuse leer la obra de un  tirón, postergando otras lecturas más urgentes pero menos necesarias, decidiendo no dar importancia al estilo farragoso que, anticipé, correspondería a la época y al canon decimonónico.

Continuará…

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