“El kirchnerismo o los ismos nunca existieron, porque nosotros pertenecemos a un espacio nacional y procuraremos construir una alternativa para 2011 a fin de profundizar todo lo construido hasta ahora”
Néstor Kirchner, agosto de 2009.
Desde el retorno de la democracia, el peronismo atravesó diferentes procesos de renovación, y unas cuantas fracturas, pero sólo dos tuvieron y tienen consecuencias perdurables. La primera de estas es la renovación cafierista, que concluye en el menemismo, y conlleva el desplazamiento de los dirigentes gremiales por políticos profesionales y líderes territoriales -intendentes, gobernadores- autónomos. Huelga decir que sólo un peronismo institucionalmente diferenciado de los sindicatos y legitimado por elecciones internas podía llevar adelante el proceso de Reforma del Estado, el desguace del aparato productivo, el programa de Ajuste Estructural preconizado por los organismos multilaterales de crédito, etc.
(A la vez, no menos evidente resulta que ello no hubiese sido posible de no mediar la debilidad estructural de la clase trabajadora en el escenario económico y social que amaneció con la restauración democrática, corolario inevitable del Plan Martínez de Hoz. Pero esa es otra historia).
El éxito de dicha renovación se mide no sólo por su innegable continuidad: asimismo, fue capaz de producir su reflejo mimético en la oposición. El Frepaso, el intento más reciente de convertir al peronismo en una suerte de concertación socialdemócrata, estaba imbuido del mismo ideario, no sólo en el campo de los “modelos” económicos, sino en el mismo modo de hacer y concebir la política. Para los que buscan una línea entre Cafiero y De Narváez, ahí la tienen, aunque Don Antonio, nuestro patriarca, no reviste culpa alguna en ello.
El segundo proceso de renovación surge de la inevitable debacle del primero: en tanto se hizo evidente su agotamiento como proyecto económico -debilidad que, cabe resaltar, no se verifica en el plano de las ideas, de la cultura y de la sociedad, campos todos donde sigue flameando el ideario neoliberal- fue necesario, con más pragmatismo que ideología, recomponer las piezas sueltas de un eventual capitalismo nacional, con activa participación del Estado. Esa es la tarea de la llamada “bisagra” duhaldista, cuya continuidad y proyección alcanza hoy el balance de las dos administraciones Kirchner -hasta donde puede, es cierto, y sin demasiada imaginación-.
Al menos en el campo del peronismo, al contrario de lo que sostienen algunos vencedores, no hay una tercera renovación en curso: los proyectos que hoy se enfrentan, independientemente de las parodias de unos y de otros, se pueden resumir en dos fórmulas: neomenemismo y neoduhaldismo. El primero, resumido en la emblemática figura de Francisco de Narváez; el segundo, en las fuerzas que acompañan a Néstor Kirchner.
(En el medio, me dirá el querido Manuel Barge, están los gobernadores del Centro Litoral, representantes de los intereses subalternos de la Pampa Húmeda, y también los “federales periféricos”, asociados a los sectores financieros de la City porteña. Es cierto, pero, como espero que comprendan, y de todos modos pronto será claro, ninguno de ambos sectores tiene un proyecto nacional propio, ni una capacidad hegemónica. Diría, incluso, que les falta la voluntad en ambas esferas. De modo que lo que queda, para ambos sectores, reside en ver de qué lado de la cancha quieren jugar).
Ahora bien, y este es mi parecer: ese diferendo no puede definirse, ni ha de definirse, en el mero seno del justicialismo, con o sin elección interna. Ambas fracciones buscarán, con mayor o menor tino, sus socios políticos, en los sectores que se benefician de sus políticas. Unión PRO tratará de aglutinar al peronismo disidente, federal y periférico, mientras que Kirchner y los suyos deberán apuntalar su alianza con el peronismo del conurbano, el progresismo metropolitano y las organizaciones sociales.
Es difícil arriesgar un pronóstico, pero algo es seguro: si bien la tendencia en curso apunta al desgaste del kirchnerismo y su eventual relevo en 2011, muchos de sus objetivos, así como una proporción considerable de sus logros, han de prevalecer en el tiempo. No sólo porque se inscriben en la conciencia popular -y esto pudo verse cada vez que el gobierno traró de reprimir los piquetes agrarios del año pasado: la bandera de la no represión ni criminalización de la protesta será un grano para las próximas administraciones, como lo ha sido para el propio oficialismo-. Obra, asimismo, una razón menos aludida, que se resume en la recuperación de la política y de la militancia por parte de quienes ahora se inscriben en una amplia tradición propia del campo nacional y popular. Obran las organizaciones políticas existentes, obra el nuevo cuerpo militante que se ha forjado en estos años de gestión, en los barrios y en las fábricas, pero también en los cuadros intermedios del Estado. El ciclo de reformas desde arriba encarado desde 2003 no ha parido un sujeto histórico en condiciones de darle trascendencia, pero sí ha parido un sujeto político, una vieja / nueva militancia, que oficia de puente entre las instituciones y la sociedad. El legado principal del kirchnerismo a la política estriba en la recuperación de la política misma, de su ideario, de su militancia. Para esa militancia, la etapa que se abre en 2011 es, en alguna medida, la hora de los bollos.
(No, no estoy pensando en la Guerra del Cerdo, ni en el mentado “trasvasamiento generacional“: estoy pensando en dosis crecientes de protagonismo para actores sociales que hace rato están en circulación, dosis y protagonismos que tendrán que ganarse con trabajo y militancia, pero sobre todo, con responsabilidad y conciencia de su historia).
Ezequiel Meler,