Como varias personas lo han comentado, es imposible que podamos conocer de antemano la totalidad de los efectos que introducirá en el sistema de partidos el actual proyecto de reforma. De todas maneras, el axioma de las consecuencias desconocidas de la acción que rige a toda vida social no es óbice para que nos dediquemos a meros análisis de coyuntura que realicen una lectura del proyecto en términos deburbi intencionalidades subjetivas y de tácticas políticas de concentración, acumulación -o el cierre de posibilidades de ambas para determinado competidor- de capital político. No porque no estén en juego, sino porque el reto de un análisis sistemático de los partidos es el poder interpretar los fenómenos estudiados al margen de los nombres propios. El reto del presente escrito será por lo tanto trazar una mirada de largo alcance que nos permita ubicar el proyecto de reforma dentro del amplio proceso de transformaciones que los partidos políticos sufrieron a partir del retorno a la democracia.
En la actualidad, la crisis del sistema de representación es una problemática discutida mundialmente en la que se señalan una multiplicidad de causas: la erosión de las identidades políticas del siglo XX, la pérdida de autonomía de los Estados y el proceso de globalización financiera aparecen encabezando una miríada de explicaciones. De este punto me interesa señalar solamente la paradoja ocurrida en la Argentina con respecto de otros países latinoamericanos. Mientras en Venezuela, Ecuador y Bolivia la erosión del sistema político de partidos encontró una solución de continuidad en la emergencia y/o la consolidación de nuevas fuerzas políticas que llegaron al gobierno y modificaron algunas de las viejas estructuras del Estado sobre las que estas se asentaron, en la Argentina la superación de la misma se dio a partir de una recomposición de los mismos partidos políticos que pco tiempo antes se habían dado por muertos. Este hecho explica el que en la Argentina el debate por la representación y la legitimidad de los partidos políticos se haya mantenido en el tope de la agenda y en los otros lugares sea apenas un problema latente.
Pérdida de centralidad de los partidos políticos
Uno de los grandes problemas del periodo de transición a la democracia en la Argentina fue la reconstrucción de una centralidad de la política que se estableciera en torno de los partidos políticos. Tal como ha sido estudiado por Acuña (1995) y Beltrán (2006), el alfonsinismo fue un periodo caracterizado por un lento y conflictivo declive de la capacidad de la Unión Cívica Radical para funcionar como una estructura de mediación y articulación de los distintos intereses de los grupos corporativos gravitantes en su relación con el Estado -UIA, CGT, SRA, ADEBA, entre otros. Los varios y frustrados intentos de diálogo y negociación a través de los cuales buscó solucionar por vías políticas la conflictividad social y la puja inflacionaria que concluyeron anticipadamente su mandato, son expresión del declive de la UCR -y de los partidos políticos en general- en su funcionamiento como la instancia central mediadora de la relación entre el Estado y la sociedad civil. Si para Luhman (1996) el propósito del voto no es la de delegar mandatos sino la capacidad de tomar decisiones con criterios de bienestar público, la presión de las corporaciones por relacionarse directamente con las instancias estatales minó el relativo predominio que los partidos políticos deben tener en la toma de decisiones sobre la dirección del Estado. Este proceso, tal como se puede inferir de los trabajos de Heredia (2003), Sidicaro (2001, 2003), Castelani y Schorr (2004) y Dossi (2005), lejos de detenerse, tomó profundiades insospechadas durante los dos periodos del menemismo, lo cual explica porqué “la política perdió su relevancia y renunció a transformar la realidad, consagrando las relaciones de fuerzas existentes” (Abal Medina. El Argentino, 08/11/2009)
Crisis de representación y crisis de mediación
Para reconocer la transformación más significativa que producto de este proceso sufrieron los partidos políticos, citaremos in extenso a Weber (1999: 1078-79):
“Los partidos son esencialmente organizaciones patrocinadoras de cargos (…) en cuyo caso su objetivo consiste sencillamente en llevar a sus jefes por medio de elecciones al lugar director, para que estos distribuyan luego cargos estatales entre su séquito (…). Carentes en tal caso de programa propio, inscriben en el mismo, en competencia unos con otros, aquellos postulados que suponen deben ejercer mayor fuerza de atracción sobre los votantes (…). O bien los partidos son principalmente partidos de ideología que se proponen, por consiguiente, la implantación de ideales de contenido político (…). Por lo regular, los partidos suelen ser ambas cosas a la vez. O sea que se proponen fines políticos objetivos transmitidos por tradición y que en consideración de ésta sólo se van modificando lentamente, pero persiguen además el patrocino de los cargos”.
Esta rica caracterización que Weber nos da de los partidos políticos nos permite comprender la tensión entre el patrocinio de cargos públicos y la implantación de ideales de contenido político a través de la maquinaria burocrática del Estado en la que oscila la actividad de todo partido político típico. En el caso Argentino, el proceso anteriormente descrito afectó esta tensión a favor de un comportamiento partidario en torno al patrocino de cargos públicos. En la medida en que las estructuras partidarias dejaron de ser el espacio privilegiado mediador de “lo político”, y conforme la política se desplazó hacia la negociación directa entre poderes fácticos de la sociedad civil y los funcionarios ocupantes de los cargos públicos -probablemente sea ésta una de las consecuencias de la dictadura del “proceso de reorganización nacional”- los políticos profesionales tuvieron mayores incentivos en desplazarse hacia aquellos lugares que se transformaron en los espacios centrales donde la política ahora tenía su centro gravitacional. En consecuencia, los incentivos de los partidos para implantar ideales de contenido político dirigidos hacia el bien común declinaron. La profundidad de las consecuencias no han sido aún correctamente analizadas.
La consecuencia más significativa para el quehacer político posterior ocurrió en la misma relación básica de representación, es decir, entre representantes y representados. Por un lado hemos señalado cómo por el lado de los representantes primaron los objetivos electorales que les permitirían dejar de ser meros representantes para transformarse legítimamente en gobernantes. Dada la pérdida de centralidad de los partidos políticos, el capital político de la representación disminuyó hasta el punto en que éste no fue condición suficiente para influir mínimamente en los espacios de decisión. Para poder hacerlo se volvió condición necesaria el ganar elecciones. Producto de ello, las mediaciones de la relación entre representantes y representados cambiaron ostensiblemente. En los sistemas políticos en los que la ambivalencia entre el ejercicio patrocinador de cargos públicos y la implantación de ideales de contenido político definidos en función del bien común se encuentra mínimamente nivelada, la mediación entre representantes y representados está dada por programas políticos estructurados ideológicamente que interpelan a las distintas identidades políticas ciudadanas. Al contrario, en los partidos políticos en los que predomina el interés electoral, la mediación entre ambos términos se constituye en torno a programas electorales que compiten unos con otros -para decirlo con Weber- por inscribir “aquellos postulados que suponen deben ejercer mayor fuerza de atracción sobre los votantes”. En otras palabras, la relación representantes y representados dejó de estar mediada por factores ideológicos para dar cabida a superficiales criterios de opinión pública. De esta manera, las identidades políticas ciudadanas no encontraron referencias en el sistema de partidos que las interpele en tanto tales. En su lugar encontraron profesionales de la política ávidos por estudios de mercado que les permitiera apropiarse del clamor popular colocando en la agenda política los temas decididos por la opinión pública. Si el sólo declive de la ideología en favor de la opinión pública es un fenómeno triste de por sí, la ostensible gravedad del asunto solo puede justipreciarse si no olvidamos los cuestionables mecanismos que preceden a la contrucción de dicha “opinión”, la cual aunque pueda calificar de pública dista mucho de ser democrática.
Ahora entonces podemos entender que: 1.) La desideologización de los ciudadanos durante los noventa no fue producto de cambios conductuales radicales homogeneizados por los dispositivos del mercado y de los medios masivos de comunicación (o al menos, solamente) 2.) La pérdida de relieve de la tradición y de la historia de los propios partidos como componentes centrales de la construcción de sus programas políticos.
Este complejo proceso descrito, lejos de ocurrir linearmente, fue una dinámica conflictiva que fue sucediendo conforme los cambios que se iban propiciando incentivó a los miembros de la clase política a adoptar estrategias de acumulación de capital político disímiles. Aunque escapa a los propósitos del presente trabajo elucidarlos completamente, es necesario diferenciar cómo se desenvolvió esta dinámica en el sistema de partidos mirado como un todo, del modo particular en que afectó a cada uno de los partidos políticos tradicionales de la Argentina: la UCR y el PJ.
Por un lado, la acentuación funcional del rasgo patrocinador de cargos públicos de los partidos políticos explica la proliferación de empresas electorales personalizadas que no encontraron (tan) necesario anclarse y estructurarse nacionalmente. Hoy en día en la Argentina existen registrados 746 partidos políticos1, a quienes algunas alianzas localizadas territorialmente y el arrastre carismático de un líder (dueño del partido) a través de un ejercicio de la política mass mediatizado parecen suficientes para sus propósitos electorales, ya sea a nivel local o inclusive a nivel nacional.
Por otro lado, el poder de los partidos políticos para imponer una agenda o dirigirla se difuminó. Tras ello los políticos profesionales pasaron a representar agendas ajenas a la negociación partidaria. En otras palabras, la agenda partidaria dejó de ser la agenda propia. Ello nos permite entender el giro político y las rápidas adaptaciones discursivas y programáticas de Carlos Menem en sus primeros años de presidencia. Es necesario además remarcar que la discusión de agendas corporativas -muchas veces contradictorias entre sí- por fuera de las estructuras de mediación partidarias debilitó aún más las capacidades negociadoras de quienes ocuparon puestos de dirección estatales, con lo cual la representación de intereses particulares predominó abiertamente por sobre el bien común de la sociedad. Por todo ello, no deja de ser cierto que si Menem no habría sido él mismo, las condiciones estaban dadas para que cualquier otro político pudiera llegar a serlo.
Al interior de los partidos, el énfasis funcional de los partidos políticos como máquinas electorales difuminó los incentivos que encontraban sus miembros para acatar disciplinadamente la línea ideológica del partido, definida por el sector político que ganara la disputa interna. El antiguo sistema de posiciones, responsabilidades, retribuciones e incentivos se desestructuró. Por un lado, los políticos dirigentes no encontraban el sostén estructural que les permitiese encontrar obediencia y disciplina entre sus partidarios, más aún si estos eran competidores en la interna. Por el otro, las estrategias disponbiles para los miembros de los sectores perdedores de las disputas internas, en su deseo por cooptar funciones públicas, fueron al menos dos. La primera de ellas se da en un escenario en el que tanto el costo de oportunidad de romper con el partido como los costos de transacción del armado de una nueva estructura basada sobre antiguas fidelidades, eran bajos. En este caso, la ruptura se concretaba. El partido que más desprendimientos sufrió debido a personalidades que lideraron corrientes internas para luego consolidar rupturas por afuera fue la Unión Cívica Radical. La segunda estrategia se dio en un escenario en el que la ruptura con el partido y/o los costos de transacción del armado de una nueva estructura basada sobre las fidelidades poseídas era alto. Este segundo escenario fue propio del Partido Justicialista. En su caso, la imposibilidad de encontrar obediencia hacia el resultado de la interna partidaria obligó a que en la convención partidaria se permitiera que tres postulantes peronistas se candidaticen a la presidencia de la Nación, aunque ninguno con el aval oficial del partido2.
Mucho se ha dicho acerca de la crisis de representación y transformaciones de índole muy diverso han sido señaladas como causas. No obstante, es necesario recalcar que el desencantamiento de la ciudadanía con respecto del sistema representativo, el cual tiene una multiplicidad de motivaciones que recorren desde la desconfianza sobre la clase política, hasta la convicción de la inutilidad de los mecanismos de representación partidarios para interpelar a partir de ellos al conjunto del Estado y la sociedad, es -también- una crisis de las estructuras de mediación, producto del descentramiento de los partidos como espacios privilegiados de la actividad política.
El proceso de pérdida de centralidad de los partidos políticos y de acentuación de la dimensión patrocinadora de cargos políticos de los partidos fue acompañado simultáneamente por otro proceso que Calvo y Escolar (2005) denominan “desnacionalización de la política”. De acuerdo con los autores, las reformas estructurales del menemismo referidas a la transferencia política y administrativa de competencias del Estado Nacional hacia los gobiernos de provinciales, incentivó a nivel local también prácticas neo-corporativistas que perdió el sentido de lo nacional y se preocupó más por cuestiones locales que en todo caso, se articulaban a nivel nacional vía alianzas contingentes a inorgánicas cuyo arreglo a fines de corto plazo muchas veces se redujeron a la actividad electoral. Creemos que la caracterización que hemos hecho a partir de Weber acerca de lo que consideramos la principal transformación de los partidos políticos tras la crisis de las estructuras de mediación es también un factor explicativo de este fenómeno. En parte, la tensión entre lo local y lo nacional es algo que siempre existe en todo proceso político nacional, más aún en un país federal -aunque sea un federalismo sui generis- de importantes dimensiones territoriales.
Habría que ver si lo que Escolar y Calvo llamaron territorialización de la política, más que una desvinculación parcial del sentido de la acción política por parte de partidos locales con respecto de la Nación, no es más una crisis de las estructuras de mediación partidarias producto de la confluencia de estas prácticas neocorporativas y el efecto de una clase política deseosa de conquistar cargos públicos inmediatos. Si las elecciones se vuelven un fin en si mismo y no un medio para la implantación del bien público, es obvio que las alianzas nacionales se limitarán al corto plazo de las elecciones.
El proyecto de reforma
Desde hace poco más de una década, el tema de la reforma política apareció en la agenda política. Sus ejes básicamente giraron en torno de la modificación del régimen electoral -especialmente la eliminación de la lista sábana-, la reducción del costo económico de la política, el control sobre la clase política y el acercamiento entre gobernantes y gobernados (Quiroga, 2004:66. Las cursivas son nuestras)3. En términos generales, el clima de época neoliberal condicionó la mayoría de ejes de discusión concentrándolos en torno del cuestionamiento de la política en tanto costo económico. El registro neoliberal del diagnóstico se mantuvo aún luego de la designación de Duhalde como presidente de la Nación el primero de enero del 20024. Los puntos ajenos dicho registro fueron la renovación total del Congreso y de las legislaturas provinciales cada cuatro años (requería reforma constitucional); eliminar gastos reservados; apertura de la lista sábana; límite de 30 días a la extensión de las campañas políticas; y fijar la obligatoriedad de internas abiertas y simultáneas (Quiroga, 2004:64)5. Si como lo reseña Quiroga (2004:65), “la reforma política exhibe ya una extendida historia de proyectos inconclusos. (…) La clase política -o la mayoría de ella- se volvió homogénea y solidaria en su resistencia”, ¿cómo explicar entonces que un proyecto de ley como el actual haya sido impulsado desde el gobierno, cuando incluso algunos de los nombres propios que lo integran formaban parte de quienes una década atrás se resistían?
Para ello primero destacaremos los puntos que consideramos más importantes del proyecto de reforma actual tal como quedó reformado tras la media sanción que recibió en la Cámara de Diputados6. 1.) La realización de primarias internas, simultáneas y obligatorias. Además se prohibe a quienes pierdan en las primarias de competir en la elección nacional. Para hacerlo las internas partidarias deberán superar el 1.5% del padrón del distrito; 2.) la mantención del 2% de la votación por distrito para poder competir; 3.) eliminación de las listas colectoras y espejos; 4.) La publicidad de las campañas será financiada únicamente por el Estado. Adicionalmente, los espacios en radio y televisión serán regulados del mismo modo que la financiación: 50% equitativamente y 50% en función de la última elección; 4.) el financiamientos de los partidos se repartirá un 50% de manera igualitaria entre todos, y el 50% restante en función del total de electores; 5.) para conservar la personería jurídica los partidos políticos necesitan el 4 por mil de afiliados de un distrito -anteriormente la cifra era del 4 por mil de adhesiones, hay un cambio cualitativo; 6.) las alianzas entre partidos podrán durar un máximo de 90 días después de cada elección y luego de ese período deberán formalizarse como confederaciones.
En términos generales, y retomando el análisis esbozado desde el inicio, las reformas reducen los incentivos que los políticos profesionales tendrán de actuar por fuera de las estructuras partidarias. Al establecer por ley requisitos más elevados para acceder al derecho de la competencia electoral -pisos de afiliados cuantitativamente superiores al piso de adhesiones anteriormente existente y piso de votación electoral cuantitativamente superior para el sostenimiento de la personería jurídica-, aumentan considerablemente los costos de oportunidad y los costos de transacción que los miembros de la clase política encuentren en una estrategia de ruptura y armado de un partido nuevo. En este sentido y haciendo un análisis particular de la historia reciente, el actor político más beneficiado será la UCR, partido que tendrá mayores márgenes de negociación con los líderes de partidos políticos que se escindieron de su seno en la década anterior y que se verán obligados a regresar hacia a su partido madre para competir electoralmente, construyendo vínculos que superen una superflua relación de alianza electoral. Desde una mirada más general, la elevación de los requisitos contendrá la proliferación de partidos políticos organizados con la finalidad de ser meras empresas electorales.
Otra de las modificaciones sustanciales, cuyos efectos no pueden entenderse al margen de la descrita en primer lugar, es la introducción de elecciones internas, abiertas, simultáneas y obligatorias. En términos más generales, las internas partidarias son beneficiosas porque democratizan el funcionamiento de los partidos: “incentivan la pertenencia partidaria de los candidatos, desestimulan el cuentapropismo político de quienes saltan de un partido a otro de modo incesante, y obligan a los partidos a someter sus propuestas de candidaturas al juicio de la sociedad” (Mocca, Página|12, 08/11/2009).
Adicionalmente, y de acuerdo al análisis que hemos venido realizando, esta disposición tendrá dos efectos distintos al interior de los partidos y que dependerán del grado de antagonismo existente entre las corrientes internas en competencia. En primer lugar, un antagonismo reconciliable conducirá al acatamiento negociado de la disciplina y la obediencia hacia los cuadros políticos que resulten ganadores de ella, situación en la que en últimos términos se verá fortalecido el caudal electoral de votos así como también el capital político del partido. Mientras más cuadros políticos convivan al interior del mismo, mayor será el capital social a través del cual el partido se relacione con las distintas organizaciones de la sociedad civil. En un segundo escenario, una interna entre corrientes políticas irreconciliables puede conducir a esciciones partidarias en tanto y en cuanto las dimensiones del partido puedan soportarlo. Examinando particularmente, ambos escenarios son plausibles de suceder en la disputa interna del Partido Justicialista entre el Frente Para la Victoria y el Pj disidente -el mote “disidente” es un indicador de su precario nivel de construcción identitaria, más no de su capacidad de movilización y acumulación de capital político.
Las expectativas en torno a lo que sucederá son altas y variadas7.Entre uno de los posibles efectos de las reformas, Mocca (Revista Debate 30/10/2009) ha mencionado que la reforma resultará en “un fortalecimiento de los partidos realmente existentes” pero que contiene un “dispositivo con fuerte sesgo bipartidista”8. Analizaremos ambas afirmaciones. Por un lado el fortalecimiento de los partidos políticos realmente existentes, tal como lo explicamos anteriormente, sería producto del desincentivo a la proliferación de partidos electorales y del reordenamiento de estructuras jerarquizadas de acción al interior de los partidos, cuestiones dirimidas a través de la competencia interna. Ambos efectos conducirían a la reaparición, en la tipología Weberiana que venimos empleando, del rasgo ideológico de los partidos políticos y de su interés por inscribir sus directivas en el marco del bien común. Aunque no pretendemos caer en el fetichismo como señala Mocca de que una reforma legal per sé lo compondrá a todo, creemos que hay motivos para pensar que la reforma conduce a un recentramiento de la política en torno a los partidos. En los últimos dos años, los conflictos de mayor importancia han ocurrido a través de prácticas de representación corporativa. La famosa “mesa de enlace” de las entidades agrarias fue en el llamado “conflicto con el campo” la instancia de representación de los productores central del conflicto político. Cuando la clase política se hizo cargo del mismo y pretendió resolverla al interior de las estructuras de representación del Estado como el Congreso y el Senado, el rol de los partidos políticos que representaron los intereses de la mesa de enlace apareció subordinado al rol de la mesa agropecuaria. Para tener una sociedad cuya probabilidad de participar democráticamente en la dirección de las políticas de Estado vía mecanismos de participación intra-partidarios, es necesario que los partidos políticos sean estructuras lo suficientemente fortalecidas como para poder imponer en la mesa de negociaciones con los distintos poderes corporativos de facto, al menos un relativo predominio del interés común por sobre la representación directa de sus intereses. Dicho de otra manera, la recentralización de los partidos políticos conduce a una mayor democratización de la política.
Con respecto a la posibilidad del retorno al bi-partidismo, es necesario recordar que en el marco de una legislación similar con respecto a las internas partidarias, el Frente Amplio de Uruguay quebró el dominio del escenario político uruguayo compartido históricamente por el Partido Blanco y el Partido Colorado. Pensar que el fortalecimiento partidario posicionará automáticamente al PJ y la UCR como dos polos de atracción es algo difícil de fundamentar. Como demuestra Artemio López (Ramble Tamble, 10/29/2009) “en rigor restaurar el bipartidismo al evitar el despliegue de alternativas radicales y peronistas por fuera de las alternativas oficiales, significa angostar electoralmente a la UCR y el PJ y abrir posibilidades a terceras fuerzas de volumen nacional”, a lo que añade “el caso del peronismo es claro: Desde el año 2003 en adelante, dividido en tres ofertas, obtiene en sus diferentes alternativas nacionales el 60% de los votos. Tras la reforma el PJ unificado difícilmente superará el 45% de los votos nacionales liberando al menos 15 puntos”.
La verdad, felicitaciones al autor de la nota. Esta muy lograda. Especialmente me gustó el análisis de los costos de oportunidad y de transacción que afrontan ahora los partidos políticos. Visto desde esa óptica, me parecen saludables las restricciones aún que queda por ver como se implementan.
Mi pregunta es sencilla pero requiere una pequeña introducción. Decís que la política perdió su ideología y que tanto ella como los partidos quedaron presa entonces de «políticos profesionales», que son oportunistas y dispuestos a cambiar la piel tantas veces como cambie la tapa de Clarin. Coincido y Menem quien prometió recuperar las Malvinas a «Sangre y fuego» y terminó con una foto con la Reina es el mejor y más claro ejemplo. También coincido que esa perdida de poder de los partidos es lo que hoy nos lleva a que parte del debate sobre la cosa pública pase por el almuerzo de Mirtha o entre números musicales de Tinelli.
Pero lo que no entiendo es como crees vos que esta reforma cambiará el panorama ¿Basta conque los partidos grandes recuperen poder para que recuperen protagonismo? ¿Por qué debería desaparecer el «politico profesional»? Yo no estoy muy esperanzados. A nivel mundial los partidos pierden relevancia y en muchos países donde ello sucede los partidos son «fuertes».
Me encantaría saber que pensas de eso.
Hola Francisco, gracias por tu comentario. Me dejaste pensando, es verdad, creo que no hay como estar seguros de que un fortalecimiento de los partidos políticos y una recentralización del ejercicio de la política en torno a ellos va a ideologizar de por sí a la clase política. Pero creo que el asunto de las primarias obligatorias abre una oportunidad a que se vuelvan a reconstruir identidades políticas entre ciudadanos y partidos, y en la medida en que ello ocurra los partidos tendrán que interpelarnos con algo más que con meras encuestas de opinión, algo que se pueda sostener con mayor estabilidad en el tiempo. La ambivalencia está, Weber la vió hace casi 100 años, no va a desaparecer, pero el nivel de autonomía que tienen los políticos hoy respecto a la necesidad de perfilar su discurso en nombre del bien común desde alguna tradición política determinada también se va a reducir en la medida en que no puedan montarse de la noche a la mañana una pymes electoral (como diría J. M. Abal Medina).
El «político profesional» para Weber es el político vocacional, es un error de traducción por que breuf en alemán tiene ese doble sentido o interpretación. Creo que sería mejor utilizar el concepto de funcionario (burocrático) para el sentido en el que se lo quiere utilizar.
Interesante la nota.