Llorás para adento -no les des el gusto de que te vean así- repetís una y otra vez, aunque el dolor es desgarrador. Tratás de afirmarte, de pararte erguido, pero sentís que te robaron el suelo. Querés cagar a trompadas a esos hijos de mil putas que no respetan nada. Te perdés entre conjeturas, tratando de marcar el rumbo entre tanta repentina incertidumbre. Puteas en silencio a todos los dioses, puteas a la vida misma por cada dictador, por cada vendepatria, por cada dinosaurio vivo… Y al final, poseído por una emoción extraña -pariente bizarra de la euforía- no sale más que un grito tan elocuente como absurdo: ¡Viva Nestor, carajo!