Anatomía de un cheque

El cheque que firmaron los empresarios, como muestra la imagen, era por 300.000 pesos moneda nacional; a valores de hoy, más de 7.500.000 pesos.
Cuando la madeja atrae el ojo periodístico, la mano se activa hacia la punta que asoma; verá el oficiante después hasta dónde tira.
La madeja que entonó el interés apareció formateada como carta de un lector al diario. Estaba datada en Missouri, Estados Unidos. Provenía del Departamento de Patología de la Escuela de Medicina de Saint Louis University. La firmaba un médico que con otras palabras preguntaba, al cabo de larga vida, si la nacion podía auxiliarlo en un tipo de autopsia extraña a las de su saber. La carta revelaba un irresuelto entripado de familia.
El doctor G.E. lo explicó así: «Durante la campaña electoral argentina de 1946, un cheque de suma alta fue depositado en un banco de Buenos Aires en apoyo de la coalición opuesta a Perón. Alguien hizo una copia de ese cheque y envió la copia a la organización de Perón. Cuando esto fue divulgado, favoreció a Perón en las elecciones. Tengo entendido que todavía no se sabe quién hizo y envió la copia».
La confesión se desnudó por completo en el párrafo siguiente: «P.V.M., mi abuelo materno, trabajó de cajero en el City Bank of New York de Buenos Aires por muchos años, incluyendo 1946. Desde 1946, mi familia entendió que él fue quien hizo y envió esa copia. Éste fue el secreto de nuestra familia por temor a que él perdiera su empleo bancario y por vergüenza para los miembros de la familia opuestos a Perón. Desde 1946, una fotografía autografiada de Perón en uniforme militar, con larga dedicatoria personal a mi abuelo, se veía colgada en su casa, Pasaje De las Ciencias., barrio de Parque Chacabuco, Capital Federal. No sabemos de ninguna otra cosa que mi abuelo pudiera haber hecho para merecer esa atención».
Solicitó preservar, en respetuosa reserva, el nombre del padre de su madre. «Yo lo quería mucho», dice. Hemos transcripto, pues, s??lo iniciales de nombres y apellidos y la indicación de una calle de Caballito sin la numeración recibida. Aquí comienza nuestra labor.
Los ecos del suceso de hace siete décadas han mermado en las tertulias políticas, pero están vivos en archivos y bibliografías, aunque con frecuencia de modo fragmentario y contradictorio. El primer impulso fue ubicar, por así llamarlo, el cuerpo del «delito». Resultó fácil. Había sido difundido desde el 31 de enero de 1946. Ese día, lo publicó La Época, diario de origen radical, reconvertido al peronismo.
Se trataba del cheque cruzado, no a la orden, número 446.653, girado en Buenos Aires el 18 de enero de 1946, contra una cuenta abierta en The National City Bank of New York, casa fundada en 1812, la misma que hoy opera como Citibank. Prescribía la suma de 300.000 pesos moneda nacional. Lo firmaban Raúl Lamuraglia, vicepresidente en ejercicio de la presidencia de la Unión Industrial Argentina, y el tesorero de la entidad, José L.L. Lombardi, figura secundaria en el enredo. Lombardi, empresario de la cromohojalatería, moriría poco después, según testimonios, atormentado por la repercusión de lo ocurrido.
El cheque contenía, a tres semanas de los comicios que llevaron al coronel Juan Perón a la Presidencia, pólvora suficiente para provocar un estruendo político: lo habían librado para financiar la campaña de la Unión Democrática, convergencia de oposición encabezada por la Unión Cívica Radical, con el acompañamiento de los partidos Socialista, Demócrata Progresista y Comunista.
José Rodríguez Goicoa, empresario minero que actuaba en la Unión Industrial Argentina, publicó en 1952 un libro desde el costado interno crítico de la cuestión. El título lo dice todo: El caso del cheque. y el problema creado a los industriales argentinos. Inhallable en la Biblioteca Nacional, a veces erróneamente citado como folleto, ese libro, de 210 páginas, que puede consultarse tanto en la biblioteca del Ministerio de Economía de la Nación como en las dos del Banco Central (Prebisch y Tornquist), es categórico al afirmar que el cheque no pertenecía a ninguna cuenta de la UIA. Lo corroboró en 1949, luego de confrontar sus libros con los del City, una comisión de la Cámara de Diputados, integrada por José E. Visca y Rodolfo Decker, que allanó la institución. Ésta se hallaba intervenida desde mayo de 1946 y sin personería jurídica desde un mes después de que asumiera Perón.
Rodríguez Goicoa retrata a Lamuraglia como «potro en una vitrina», sanguíneo. Dice que éste había constituido con gente de la UIA una comisión de apoyo financiero a la Unión Democrática y que por su honradez había abierto una cuenta bancaria a fin de que constaran debidamente los aportes que se recibían en medio de la fragorosa campaña. La virtud habría sido, en la exégesis del autor, la causa del embrollo. Debe creérsele, sobre todo por la perturbación de Rodríguez Goicoa de que el escándalo consumara, a su juicio, el aislamiento de la UIA del «grandioso movimiento justicialista».
Perón no era hombre que desperdiciara semejante oportunidad. Un día, la ciudad amaneció empapelada con copias del cheque y el asunto disputó por momentos la primacía, entre la serie de alborotos fogoneados por el candidato militar, a la habilidosa disyuntiva «Braden o Perón». Spruille Braden, que había sido apenas cuatro meses -de mayo a septiembre de 1945- embajador de los Estados Unidos en Buenos Aires, proseguía desde Washington, ahora como subsecretario de Estado, la dura ofensiva contra la política del gobierno militar argentino, a la que se denostaba por «nazifascista», y a Perón como principal animador.
«Braden o Perón» era la quintaesencia del reduccionismo posible en un eslogan. Desplazaba otras cuestiones esenciales de la campaña y tenía la eficacia de lo imbatible, tanto por las aristas internas como por las internacionales. Un último elemento potenció esa condición. Fue el lanzamiento del «Libro Azul», con el cual el Departamento de Estado pretendió rematar la ofensiva contra Perón, a escasos días de los comicios, señalando supuestas complicidades habidas con el Eje. Como derivación del comportamiento argentino durante la Segunda Guerra, el documento convergía, en una misma línea, con la política de la Unión Soviética, que se había opuesto en 1945, en San Francisco, a la incorporación de la Argentina a la naciente Organización de las Naciones Unidas. Habíamos sido excluidos en 1944 de Bretton Woods, donde se trazaron las directrices de la política monetaria y financiera mundial para los decenios posteriores. La Argentina pagaba el precio por la rectificación del rumbo de la revolución de 1943, implícito en la renuncia de quien había sido su jefe y presidente de la Nación por 48 horas, el general Arturo Rawson, detenido en 1945 tras haber participado, un año antes, de las celebraciones pro aliadas en la plaza Francia, por la liberación de París.
La chispa marrullera de los epígonos del coronel-candidato alcanzaba, mientras tanto, para otros fuegos de artificio propagandístico: «Sube la papa,/sube el carbón,/ y el 24/ sube Perón». Modo festivo de contestar las denuncias por la inflación, pero desdeñoso de los efectos perversos de un fenómeno que, salvo contados interregnos, se ha hecho sentir hasta el presente. Aquella lumbre ardió gozosa cuando trascendió la contribución de industriales a la oposición encarnada en la fórmula José P. Tamborini-Enrique Mosca, ambos radicales. Un nuevo estribillo atronaría en los mítines oficialistas: «Cheque,/cheque,/cheque;/ chorros,/chorros,/chorros».
Hay quienes han dicho que fue por el empleado del Banco Nación Raúl Margueirat que una copia del cheque por los 300.000 pesos accedió al comando de campaña de quien hasta octubre de 1945, cuando pidió la baja del Ejército, había sido vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra, ministro de Trabajo y presidente del Consejo Nacional de Posguerra. Aquel nombre coincide con el de otro Raúl Margueirat, complacido, en los primeros gobiernos de Perón, con una influencia que excedió a su condición de director de Ceremonial de Estado.
Otros se han aferrado a la versión de que la perdiz había saltado, en rigor, en el Banco Central. Rodríguez Goicoa se hace cargo de esa hipótesis. Dice que empleados de la oficina de clearing de la entidad llevaron el cheque a un retrete y lo fotografiaron (para una versión en Xerox hubieran debido esperar, hasta que se inventara la fotocopiadora, trece años). Rodríguez Goicoa comenta, sin más especificación, que Raúl Rodríguez de la Torre, tesorero de la UCR, fue el endosante.
También se ha afirmado que el cheque habría sido presentado al cobro en el Banco Francés del Río de la Plata y ha habido referencias sobre la posibilidad, no desdeñable, de que la filtración se hubiera urdido en una oficina del City. El más relevante de esos datos surge entre las nueve entrevistas con Lamuraglia que, en 1971, sostuvieron miembros de un equipo configurado por el Instituto Di Tella y la Universidad de Columbia a fin de legar, como cantera para futuros trabajos, una «Historia Oral» de los argentinos.
En esas confidencias, reveladas hoy por LA NACION, Lamuraglia admite que se firmaron numerosos cheques para los partidos de la UD. En cuanto al documento del escándalo, asegura que «fue copiado por un empleado del City Bank of New York». Si ha habido alguien en este mundo interesado en saber cómo había sido el trasfondo del suceso que lo tuvo por protagonista no pudo haber sido otro que el fundador de Lamuraglia SA Comercial, Industrial y Financiera, con inversiones en la industria textil, en minería, finanzas y producción avícola. O sea, el hombre que se exiliaría en Uruguay por su compromiso con la revolución frustrada del general Benjamín Menéndez, del 28 de septiembre de 1951, y cuya única hija, Noemí «Bigi» Lamuraglia, se casó en 1957 con Jorge Batlle -divorciada de él hace treinta años-, futuro presidente de Uruguay e hijo del también presidente colorado Luis Batlle Berres (1947-1951).
Si la palabra de Lamuraglia no convenciera para prevalecer como hipótesis, restaría probar una última puerta: que la exposición pública del interrogante planteado suscite nuevos alegatos que propendan a calmar la perplejidad del patólogo de Saint Louis.
Podría tranquilizarse alguna inquietud culposa por extensión familiar haciéndose notar que los procedimientos electorales de aquella época estaban regidos por el decreto 11.976/45, que en modo alguno prohibía una contribución como la que firmaron Lamuraglia y Lombardi. Otra cosa hubiera sido la comprobación de aportes de países extranjeros. Los peronistas denunciaron hasta el cansancio que había habido un cheque importante de la embajada de Estados Unidos para la Unión Democrática, algo que nunca probaron y en lo que acaso nunca creyeron.
Hoy, la legislación electoral impide las donaciones anónimas, los aportes de empresas concesionarias de servicios u obras públicas, de funcionarios o empleados de la administración estatal y de organizaciones obreras y empresarias. Establece, además, que esos dineros deben depositarse en cuentas en el Banco Nación e impone topes a los montos, según se trate de partidos nacionales o de distrito. La violación de las normas puede acarrear la pérdida de los aportes para los partidos y responsabilidades individuales, hasta de orden penal. La justicia electoral está habilitada para identificar los gastos de campaña con el concurso de auditores, pero los jueces experimentados saben que es en extremo difícil constatar violaciones. Los cheques sensibles ya no se cruzan.
La lucha por los votos del 24 de febrero de 1946 había arrancado con violencia. La primera gran concentración de lo que sería la Unión Democrática, forjada más en la espontaneidad de las tribunas compartidas del antifascismo que en conciliábulos de cúpulas, fue la del 8 de diciembre de 1945. La atacó un grupo de matones nacionalistas emboscados en Solís, Ceballos, Alsina, Mitre y otras calles. Hubo cuatro muertos y veintiocho heridos, luego de que hablara, entre otros, Alicia Moreau, viuda de Juan B. Justo. En ese ambiente electrizado, de balaceras frecuentes de un lado y otro, un hecho de naturaleza parecida al que involucraría después a Lamuraglia y Lombardi sacudió semanas más tarde a la opinión pública.
Félix Luna lo recuerda, en su clásico El 45 : «A fines de diciembre, un avisado empleado de banco descubrió que en la cuenta particular del general Ramón Albariños -interventor de Buenos Aires- se había depositado un cheque por $ 420.000 -¡de aquella época!- firmado por el presidente del Jockey Club de La Plata y que sobre ese depósito Albariños había girado varios cheques destinados a publicaciones afectas a Perón».
Luna consigna que un periódico de los estudiantes reformistas de La Plata hizo la denuncia y Albariños debió renunciar por presiones del comandante electoral y de otros jefes militares. Nada cambió, en el fondo, para la oposición, pues el presidente, general Edelmiro J. Farrell, designó a Albariños al frente de la Guarnición de Campo de Mayo, cargo aun de mayor relevancia en ese tiempo. Es probable que Perón hubiera extraído del episodio más jugo que el que obtuvieron sus adversarios: el Jockey Club de La Plata estuvo presidido, entre 1934 y 1953, nada menos que por Uberto F. Vignart, tres veces legislador provincial, tres veces diputado nacional y figura asociada, descarnadamente, al fraude electoral del conservadurismo bonaerense en la década del treinta.
Cuando a fines de enero estalló en sus manos lo del propio cheque, Lamuraglia fue a verlo a Tamborini, enfervorizado con una propuesta. Le sugirió que la Unión Democrática imprimiera afiches con los dos cheques, «el de la UIA a la Unión Democrática y el cheque del Jockey Club de La Plata al general Albariños». Así lo narra en la «Historia Oral» del Instituto Di Tella, hoy en el acervo de la Universidad Di Tella. Lamuraglia quería demostrar que el cheque espurio era el del Jockey, como que estaba en blanco. Tamborini lo contuvo con un decepcionante: «Lamuraglia, no necesitamos de eso, déjelos que se pierdan ellos…».
En las grabaciones de 1971, Lamuraglia tenía 66 años y menos pelos en la lengua que nunca. Memora que los aportes recolectados para la campaña debían ser de 100.000 pesos. Cuando cierta compañía de electricidad le entregó, por manos de un alto directivo, un cheque por 30.000 pesos, lo devolvió. Sabía que esa misma persona había entregado 100.000 pesos para la campaña de Perón. «Esa empresa -avanza, en alusión a la CADE- siempre fue calificada de comprar voluntades.»
La CADE había sido denunciada por sobornar en 1936 a numerosos concejales a fin de obtener la prórroga a su favor de la concesión de servicios eléctricos en la ciudad. Quedaron afectadas, salvo el socialismo y el incipiente radicalismo intransigente, varias corrientes políticas. El informe de la comisión investigadora, presidida por el coronel Matías Rodríguez Conde, fue cajoneado por Perón y sólo conocido al cabo de su derrocamiento, en 1955.
Félix Luna, citado en el trabajo de Jorge Schvarzer «Del noviazgo a la ruptura» ( Todo es Historia , 1991), barrunta que acaso haya sido René Brossens quien gravitó en el silenciamiento dispuesto por Perón. Brossens era el funcionario de Sofina, accionista principal de la CADE, a quien Perón había mencionado en su carta a Eva Perón desde Martín García cuando estuvo preso, entre el 12 y el 17 de octubre de 1945, como la persona indicada para socorrerla en caso de necesidad.
En las confesiones a historiadores del Di Tella, Lamuraglia habla de la excelente relación que los industriales habían establecido con el coronel Domingo Mercante y reconstruye una entrevista con Perón, en la que éste pide la cabeza de don Luis Colombo, el presidente de la UIA con licencia durante los graves episodios del verano de 1946. Perón exigía que la generación que por más de veinte años había conducido la UIA pasara, habían sido sus palabras, «a cuarteles de invierno». Acaso no imaginaba que Colombo mitigaría más adelante sus prevenciones respecto de la etapa política que se afianzaba.
La UIA terminó siendo liquidada en 1953, poco después de la constitución definitiva de la Confederación General Económica, y desapoderada de los bienes. Reaparecería a la caída de Perón. El grupo de dirigentes industriales que había integrado desde el gobierno de Farrell funciones oficiales -Miguel Miranda, Rolando Lagomarsino, Ernesto Herbin- se acrecentó, tras los comicios de 1946, con los andróginos que en todo tiempo se acomodan al vaivén de las olas, como los guijarros a orillas del mar.
Los estatutos sindicales, las vacaciones pagas y el aguinaldo formaban, es cierto, parte de un cambio drástico en la política social prenunciado décadas antes, en particular por el socialismo, para el que no estaba preparada una gran franja empresarial. Pero tanto como eso influyó en el enfrentamiento con el gobierno militar y su candidato una política de Estado corporativista, empeñada en no transar en la necesidad de contar con sindicatos y organizaciones empresarias que se armonizaran, como en el fascismo, con las orientaciones dictadas por el poder político, que las quería tener bajo los talones.
Lamuraglia fue un defensor de la autonomía en las decisiones de los industriales y rechazó el tutelaje oficial, aunque en 1945 se encontró con Perón, en larga y cálida charla, en las oficinas en las que éste atendía, en Viamonte y Callao. Libró batallas con estilo temerario, impulsivo; también, con la generosidad con la cual ayudó en el exilio la actividad de compatriotas en la adversidad, como Américo Ghioldi, uno de los líderes del P.S. Lamuraglia falleció en 1984.
La voluntad de atemperar la ansiedad del doctor G.E. no puede extenderse más en este espacio, excepto por la aportación de un cálculo, lo más exacto posible, sobre lo que significaban aquellos controvertidos 300.000 pesos a valores de hoy. Consultamos con especialistas de primer orden, los del equipo del economista Orlando Ferreres. La respuesta razonada a la requisitoria partió de comparar, sobre la base de 1999 = 100, los índices de precios de 1946 y 2013. Se obtuvo una variación del 26.199.719.976.613 por ciento (sic). Omitimos el registro pormenorizado de los siguientes pasos a fin de evitar nuevas perplejidades. Será suficiente con decir que aquellos 300.000 pesos moneda nacional equivalen a 7.859.916 de curso legal.
Así las cosas, la respuesta a la carta datada en Saint Louis ha devenido en resultados más terminantes, como disección del prolongado delirio inflacionario de los argentinos, que la voluntariosa autopsia de un cheque y del contexto en que fue emitido.
Ha sido así porque la historia es menos asible y precisa que la ardua y confiable matemática.
© LA NACION .

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