Aunque se parezcan en algo, el 15-M está lejos del 19 y 20-D

¿Cómo conciliar el ensordecedor estallido de frustración y repudio a la clase política que se dejó ver en la última semana en las plazas de las principales ciudades de España con el resultado de las elecciones municipales y autonómicas de ayer? Finalmente, lo ocurrido es de manual: voto castigo a los responsables del actual desastre económico, José Luis Rodríguez Zapatero y el Partido Socialista, y triunfo categórico de la principal alternativa, el conservador Partido Popular. Para más, la no concurrencia a votar fue menor ayer que hace cuatro años, cuando la crisis aún no había comenzado (33,86% contra 36,73%) y los votos en blanco y nulos apenas si superaron los niveles de 2007 (2,55% contra 1,94% y 1,68% contra 1,18%, respectivamente). ¿Se sobreestimó entonces el fenómeno de los «indignados»? Seguramente no; lo que se exageró probablemente sean los puntos en común entre los acampes del movimiento del 15-M (15 de mayo, cuando se inició) y el «que se vayan todos» de la explosión argentina del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Los puntos de contacto entre ambas experiencias son reales, pero también lo son las diferencias. La primera, de estado de ánimo: la Argentina de hace diez años era un volcán furioso, mientras que la España de hoy es un país que aún no ha perdido del todo los estribos.
Si el desempleo, la falta de oportunidades y el caer en la pobreza tanto trabajando como sin hacerlo son factores comunes a ambas situaciones, la confiscación de depósitos y el «corralito», la virtual extinción de ese lubricante de las relaciones sociales que es el dinero, hecho inédito, marcan los contrastes más salientes.
Desempleo
Los «indignados» españoles son mayormente jóvenes, tanto sobrecalificados como «ni-ni» (ni trabaja ni estudia), entre quienes el desempleo general del 21% trepa al 43%. También los que, aunque privilegiados por poder trabajar, lo hacen con contratos «basura», sin derechos ni indemnización posible. Y, por último, los «mileuristas», incapaces de costearse un techo y, encima, comer. Mientras, en la Argentina se había juntado una coalición explosiva y mucho más amplia de desocupados, pobres, clase media venida a menos y ahorristas estafados.
Así, aquel «que se vayan todos» es en la España actual un «no nos representan». El resentimiento terminal que conocimos en nuestro país es allí, todavía, un llamado a la reflexión, un ruego por restablecer el vínculo de la representación. Proclama antisistema, lo primero; denuncia de una democracia que se ha extraviado y que urge recobrar, lo segundo. «Democracia real ya» es lo que reclaman.
La crisis que se desató en 2008 en el mercado financiero estadounidense debido a la incobrabilidad de las hipotecas «subprime» (de baja calidad) se contagió al resto de la economía a través de la explosión de gasto público y endeudamiento en que incurrieron George W. Bush y Barack Obama para evitar el colapso del sistema.
A esa fase de la crisis siguió su globalización, contagio financiero mediante, y el estallido de las burbujas de endeudamiento privado y consumo que la propia Europa supo conseguir, con España en primer lugar. El salvataje de los bancos derivó también allí en déficits fiscales y niveles de endeudamiento insostenibles.
Las opciones por el ajuste a rajatabla (España), y por el ajuste sumado a «planes de rescate» (Grecia, Irlanda y Portugal) generaron en mucha gente el sentimiento de que sus dirigentes, aquellos a quienes se había votado para velar por versiones más o menos progresistas o conservadoras del interés general, se habían convertido en meros gerentes de las grandes finanzas. Es evidente que no hay economía que pueda sostenerse con déficits fiscales del 10% o del 15% del Producto, o con ratios deuda/PBI del 100% o del 150%; lo llamativo es que a ninguno de aquellos se le haya ocurrido que el ahorro incluyera esfuerzos más compartidos y, sobre todo, una renegociación con quitas y extensión de plazos de pago de los pasivos.
Esa omisión, una traición según los descontentos reunidos en la Puerta del Sol, tiene todavía un agravante: los excesos de la integración europea. Esta tendió a restar a los Estados atribuciones para concentrarlas en burocracias transnacionales, carentes de sensibilidad política, contacto con los pueblos y representatividad. La moneda común, el euro, es la expresión más acabada de esa demasía, que restó a los gobiernos que vota la gente la primera herramienta de la soberanía: una divisa propia.
Objetivos
Sin posibilidad de devaluar, el círculo vicioso de ajuste, desempleo y caída del consumo no son subproductos dolorosos pero inevitables de una política que busca corregir desequilibrios sino los verdaderos objetivos de un esquema destinado a restaurar como sea la competitividad extraviada. Una desventaja en relación con la Argentina de 2001 que privará a esos países de un rebote rápido e intenso de la actividad.
La porfía de los acampados del 15-M persistirá, dicen éstos, al menos una semana más. Los analistas que vaticinan su pronta disgregación probablemente acierten, como todo el que dice algo obvio. Es natural que tarde o temprano deban regresar a su búsqueda infructuosa de empleo o a sus trabajos precarios.
Pero los vencedores de ayer, los que huelen en el horizonte cercano (marzo de 2012 o aun antes) su retorno al poder, harían muy mal en ningunear su testimonio. La fractura entre representantes y representados permanecerá, silenciosa, hasta que algún dirigente audaz se dé cuenta de que pateando el tablero puede llevarse todas las fichas de la mesa.

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