Durante el año se estrenaron 130 largometrajes argentinos, pero sólo cinco o seis consiguieron cifras de espectadores aceptables. El debate que se abre ante esas cifras. Las más vistas fueron Dos más dos y Elefante blanco.
Según cifras oficiales, durante el año se estrenaron 300 largometrajes en las salas de cine de todo el país. De acuerdo con las estadísticas difundidas por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, 130 de esos 300 largos fueron argentinos. Ni Francia ni Corea del Sur, dos de los escasísimos países donde el cine local pelea de igual a igual con el de Hollywood, logran porcentajes similares de cartelera en relación con el total de estrenos. De guiarse por esos números, en el año que termina el cine argentino habría rozado una cifra casi digna del Guinness. Pero claro, a esa ecuación le está faltando un pequeño detalle: de nada sirve producir en cantidades astronómicas un producto que no se vende. O que se vende muy poco. Y eso es lo que sucede, desde hace años, con el cine argentino.
De esas 130 películas, sólo cinco o seis redondearon cifras de concurrencia entre buenas y aceptables. Y punto. La porción argentina con respecto a la torta total del mercado continuó empequeñeciéndose, como lo viene haciendo año tras año. En 2009, El secreto de sus ojos mediante, esa porción alcanzó un 15 por ciento. En 2010 bajó al 12 por ciento, en 2011 al 9 por ciento y este año estuvo ligeramente por debajo de ese porcentaje. La conclusión es de Perogrullo: el cine argentino produce cada vez más películas para cada vez menos espectadores. Teniendo en cuenta que se trata de una actividad subvencionada por el Estado (como sucede en todos los países del mundo, salvo los Estados Unidos), un cálculo económico elemental aconsejaría repartir el monto total de créditos y subsidios oficiales entre menos comensales. Que se filmen menos películas con mayores valores de producción, para que resulten más atractivas y para que, a la vez, la cantidad de films producidos mantenga una correlación algo más lógica con las demandas de mercado.
A esa concentración parecerían apuntar las medidas anunciadas por Cristina Fernández de Kirchner a mediados de año, cuando junto con la fundación del Polo Audiovisual se difundió un aumento de topes que venía siendo largamente reclamado por el grueso de la industria. Claro que ese aumento de topes, que da la posibilidad de aumentar el rédito industrial, beneficia a las grandes productoras, que solas o en asociación están en condiciones de cubrir esos costos (ver columna de opinión de Juan Vera). No sucede lo mismo con las medianas o pequeñas, que podrían producir cine de calidad de presupuesto medio, si esos topes no se cortaran por encima de sus posibilidades de inversión (ver columna de Agustina Llambí Campbell).
Hecha la ley…
Un caso paradigmático de la categoría Productor mediano de películas de calidad es el de Hernán Musaluppi, alma mater de Rizoma Films, compañía que a lo largo de la última década produjo desde Los guantes mágicos hasta Medianeras, pasando por Whisky, No sos vos, soy yo, Un novio para mi mujer y El custodio. A mediados de año, Musaluppi publicó un libro llamado El cine y lo que queda de mí, que por su honestidad brutal causó mucho revuelo en el ambiente. Allí, Musaluppi denuncia el estado de soledad y las trabas de todo tipo con que un productor mediano (animado, como él, de las mejores intenciones) debe lidiar película a película, en la Argentina de hoy. Es llamativo que su colega Agustina Llambí Campbell manifieste exactamente lo mismo en la columna que acompaña esta nota.
En El cine y lo que queda de mí Musaluppi hace otra denuncia, y es grave: año a año, una enorme cantidad de películas argentinas se producen por razones espurias. Amparados por la Ley de Cine vigente, que asigna un monto fijo a cualquier película filmada en 35 mm que se estrene en una sala del circuito oficial (por obra del llamado subsidio de medios electrónicos), a muchos productores les basta con conseguir una sala por una semana para hacer un lindo negocio. Aunque la película terminen viéndola treinta o cuarenta incautos. Sobre todo si previamente se inflaron los costos, otra práctica inmemorial de la industria cinematográfica criolla. De resultas de ello, casi todas las semanas se estrenan, en una o dos salas de capital y/o interior del país, películas que no reúnen las condiciones mínimas exigibles.
Obviamente no es ése el caso de Tierra de los padres, El etnógrafo, El Impenetrable, Abrir puertas y ventanas, La araña vampiro, Los salvajes, El notificador o La casa (que, estando entre las mejores del año, tampoco llevaron precisamente multitudes a las salas), sino de esa clase de estrenos subrepticios, de los que en más de una ocasión ni los propios críticos de cine se enteran a tiempo. No sea cuestión de que se difundan. Para poner algunos ejemplos, ¿alguien recuerda de qué trataban, cuándo se estrenaron o quiénes actuaban en películas como Pastora, No te enamores de mí o Un amor de película? ¿Alguien vio El circuito de Román, Hombre bebiendo luz o La mala verdad? ¿Hay quien sepa qué son Uteros: Una mirada sobre Elsa, SMO, el batallón olvidado o El provocador, primeiro film en portuñol?
¿A quién beneficia que todos los años se produzca y se estrene medio centenar de películas que nadie recuerda, nadie va a ver, nadie sabe siquiera que existen? Hay quienes se benefician: ésa es la cuestión.
El país de las películas-fantasma
Esas películas benefician a unos pocos y perjudican al conjunto. Basta que un solo espectador se clave una tarde viendo una película argentina impresentable para que de allí en más se limite a ver sólo las que le ofrecen garantía absoluta de que, al menos, van a estar bien producidas, actuadas, escritas y narradas.
En otras palabras, las que cuentan con estrellas que el espectador conoce y aprecia, las que están dirigidas por uno de los tres o cuatro realizadores que supieron ganarse un nombre o, con muchísima suerte, las que logran hacerse un boca en boca, en ocasiones palanqueadas por algún premio o nominación. Repásese el listado de las diez más vistas y se verá que todas ellas desde Dos más dos hasta Todos tenemos un plan, pasando por Elefante blanco, ¡Atraco! o Infancia clandestina responden a uno o varios de estos prerrequisitos. De la décima para abajo, ajo y agua. A joderse y a aguantarse. Trátese de los dinosaurios que ya nadie traga (Soledad y Larguirucho), los lanzamientos de aspiraciones comerciales que terminan siendo poco comerciales (La pelea de mi vida) o las películas con atractivos potenciales, que no llegan a generar el boca en boca que necesitarían (Días de vinilo, El último Elvis, Diablo).
Se impone, como siempre en estos casos, una aclaración: muchas de las que quedan por debajo (muy por debajo, a veces) de las 10 o 20 más vistas no aspiran a la masividad (es el caso de las mencionadas unos párrafos más arriba, a las que bastaría sumarles el minisuperéxito de Papirosen para tener las mejores del año). Esas películas aspiran, sí, a ser vistas por la mayor cantidad de espectadores posibles. Lo cual no se hace nada fácil, teniendo en cuenta que el mercado local sólo cuenta con bocas de expendio masivas, las de las multisalas, careciendo casi por completo de un circuito comprometido con el cine de calidad, de no ser por el Malba, la Lugones y el Cosmos. Salas que, además y curiosamente, el Incaa no reconoce como oficiales, producto de una Ley de Cine que pide a gritos una actualización.
Al amparo de esa ley, tampoco pueden aspirar a subsidio oficial alguno las películas argentinas estrenadas en soporte digital, en momentos en que ese soporte está por sustituir definitivamente al celuloide. ¿Un ejemplo? Cómo no: El estudiante, batacazo por excelencia de la temporada 2011. Salta a la vista que son muchas tuercas las que quedan por ajustar, si se quiere que el cine argentino empiece a funcionar como debería.
Según cifras oficiales, durante el año se estrenaron 300 largometrajes en las salas de cine de todo el país. De acuerdo con las estadísticas difundidas por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, 130 de esos 300 largos fueron argentinos. Ni Francia ni Corea del Sur, dos de los escasísimos países donde el cine local pelea de igual a igual con el de Hollywood, logran porcentajes similares de cartelera en relación con el total de estrenos. De guiarse por esos números, en el año que termina el cine argentino habría rozado una cifra casi digna del Guinness. Pero claro, a esa ecuación le está faltando un pequeño detalle: de nada sirve producir en cantidades astronómicas un producto que no se vende. O que se vende muy poco. Y eso es lo que sucede, desde hace años, con el cine argentino.
De esas 130 películas, sólo cinco o seis redondearon cifras de concurrencia entre buenas y aceptables. Y punto. La porción argentina con respecto a la torta total del mercado continuó empequeñeciéndose, como lo viene haciendo año tras año. En 2009, El secreto de sus ojos mediante, esa porción alcanzó un 15 por ciento. En 2010 bajó al 12 por ciento, en 2011 al 9 por ciento y este año estuvo ligeramente por debajo de ese porcentaje. La conclusión es de Perogrullo: el cine argentino produce cada vez más películas para cada vez menos espectadores. Teniendo en cuenta que se trata de una actividad subvencionada por el Estado (como sucede en todos los países del mundo, salvo los Estados Unidos), un cálculo económico elemental aconsejaría repartir el monto total de créditos y subsidios oficiales entre menos comensales. Que se filmen menos películas con mayores valores de producción, para que resulten más atractivas y para que, a la vez, la cantidad de films producidos mantenga una correlación algo más lógica con las demandas de mercado.
A esa concentración parecerían apuntar las medidas anunciadas por Cristina Fernández de Kirchner a mediados de año, cuando junto con la fundación del Polo Audiovisual se difundió un aumento de topes que venía siendo largamente reclamado por el grueso de la industria. Claro que ese aumento de topes, que da la posibilidad de aumentar el rédito industrial, beneficia a las grandes productoras, que solas o en asociación están en condiciones de cubrir esos costos (ver columna de opinión de Juan Vera). No sucede lo mismo con las medianas o pequeñas, que podrían producir cine de calidad de presupuesto medio, si esos topes no se cortaran por encima de sus posibilidades de inversión (ver columna de Agustina Llambí Campbell).
Hecha la ley…
Un caso paradigmático de la categoría Productor mediano de películas de calidad es el de Hernán Musaluppi, alma mater de Rizoma Films, compañía que a lo largo de la última década produjo desde Los guantes mágicos hasta Medianeras, pasando por Whisky, No sos vos, soy yo, Un novio para mi mujer y El custodio. A mediados de año, Musaluppi publicó un libro llamado El cine y lo que queda de mí, que por su honestidad brutal causó mucho revuelo en el ambiente. Allí, Musaluppi denuncia el estado de soledad y las trabas de todo tipo con que un productor mediano (animado, como él, de las mejores intenciones) debe lidiar película a película, en la Argentina de hoy. Es llamativo que su colega Agustina Llambí Campbell manifieste exactamente lo mismo en la columna que acompaña esta nota.
En El cine y lo que queda de mí Musaluppi hace otra denuncia, y es grave: año a año, una enorme cantidad de películas argentinas se producen por razones espurias. Amparados por la Ley de Cine vigente, que asigna un monto fijo a cualquier película filmada en 35 mm que se estrene en una sala del circuito oficial (por obra del llamado subsidio de medios electrónicos), a muchos productores les basta con conseguir una sala por una semana para hacer un lindo negocio. Aunque la película terminen viéndola treinta o cuarenta incautos. Sobre todo si previamente se inflaron los costos, otra práctica inmemorial de la industria cinematográfica criolla. De resultas de ello, casi todas las semanas se estrenan, en una o dos salas de capital y/o interior del país, películas que no reúnen las condiciones mínimas exigibles.
Obviamente no es ése el caso de Tierra de los padres, El etnógrafo, El Impenetrable, Abrir puertas y ventanas, La araña vampiro, Los salvajes, El notificador o La casa (que, estando entre las mejores del año, tampoco llevaron precisamente multitudes a las salas), sino de esa clase de estrenos subrepticios, de los que en más de una ocasión ni los propios críticos de cine se enteran a tiempo. No sea cuestión de que se difundan. Para poner algunos ejemplos, ¿alguien recuerda de qué trataban, cuándo se estrenaron o quiénes actuaban en películas como Pastora, No te enamores de mí o Un amor de película? ¿Alguien vio El circuito de Román, Hombre bebiendo luz o La mala verdad? ¿Hay quien sepa qué son Uteros: Una mirada sobre Elsa, SMO, el batallón olvidado o El provocador, primeiro film en portuñol?
¿A quién beneficia que todos los años se produzca y se estrene medio centenar de películas que nadie recuerda, nadie va a ver, nadie sabe siquiera que existen? Hay quienes se benefician: ésa es la cuestión.
El país de las películas-fantasma
Esas películas benefician a unos pocos y perjudican al conjunto. Basta que un solo espectador se clave una tarde viendo una película argentina impresentable para que de allí en más se limite a ver sólo las que le ofrecen garantía absoluta de que, al menos, van a estar bien producidas, actuadas, escritas y narradas.
En otras palabras, las que cuentan con estrellas que el espectador conoce y aprecia, las que están dirigidas por uno de los tres o cuatro realizadores que supieron ganarse un nombre o, con muchísima suerte, las que logran hacerse un boca en boca, en ocasiones palanqueadas por algún premio o nominación. Repásese el listado de las diez más vistas y se verá que todas ellas desde Dos más dos hasta Todos tenemos un plan, pasando por Elefante blanco, ¡Atraco! o Infancia clandestina responden a uno o varios de estos prerrequisitos. De la décima para abajo, ajo y agua. A joderse y a aguantarse. Trátese de los dinosaurios que ya nadie traga (Soledad y Larguirucho), los lanzamientos de aspiraciones comerciales que terminan siendo poco comerciales (La pelea de mi vida) o las películas con atractivos potenciales, que no llegan a generar el boca en boca que necesitarían (Días de vinilo, El último Elvis, Diablo).
Se impone, como siempre en estos casos, una aclaración: muchas de las que quedan por debajo (muy por debajo, a veces) de las 10 o 20 más vistas no aspiran a la masividad (es el caso de las mencionadas unos párrafos más arriba, a las que bastaría sumarles el minisuperéxito de Papirosen para tener las mejores del año). Esas películas aspiran, sí, a ser vistas por la mayor cantidad de espectadores posibles. Lo cual no se hace nada fácil, teniendo en cuenta que el mercado local sólo cuenta con bocas de expendio masivas, las de las multisalas, careciendo casi por completo de un circuito comprometido con el cine de calidad, de no ser por el Malba, la Lugones y el Cosmos. Salas que, además y curiosamente, el Incaa no reconoce como oficiales, producto de una Ley de Cine que pide a gritos una actualización.
Al amparo de esa ley, tampoco pueden aspirar a subsidio oficial alguno las películas argentinas estrenadas en soporte digital, en momentos en que ese soporte está por sustituir definitivamente al celuloide. ¿Un ejemplo? Cómo no: El estudiante, batacazo por excelencia de la temporada 2011. Salta a la vista que son muchas tuercas las que quedan por ajustar, si se quiere que el cine argentino empiece a funcionar como debería.
Tal cual, otra muestra de la corrupción K.
Para los amigos del gobierno: crédito para hacer películas que nadie ve, auténticos “planes trabajar” para la fracasada “colonia artística” kirchnerista.