Chocolate laxante

Por José Natanson *
Más conocido que leído, famoso por sus incursiones políticas, su manera acalorada y un poco rústica de pronunciar el inglés y sus romances (fue pareja de la modelo argentina Analía Hounie y de ¡Lady Gaga!), Slavoj Zizek es sin embargo un filósofo inspirado, capaz de combinar a Marx con Lacan con Hegel con Badiou, y a todos ellos con ejemplos tomados de la cultura pop, la vida cotidiana en las grandes ciudades y el cine de Hollywood, aunque la radicalidad de sus propuestas no siempre esté a la altura de la agudeza, filosa como un tramontina, de sus diagnósticos.
En El acoso de las fantasías (Editorial Akal), Zizek identifica como uno de los rasgos más característicos de la posmodernidad la ilusión de que es posible obtener lo que se quiere sin sufrimiento. Para ello recurre a la figura, inelegante pero expresiva, del chocolate laxante, muy popular en las farmacias de Estados Unidos. “Si estás estreñido –cita Zizek–, ¡come más de este chocolate!, aunque sea el chocolate lo que provoca el estreñimiento.” La metáfora se aplica también a la cerveza sin alcohol, la Coca-Cola sin azúcar y el café descafeinado: la idea de que es posible obtener dosis de placer sin pagar a cambio ningún costo gracias a la magia de productos que llevan dentro de sí el agente de su propia autocontención, como sucede cada vez más con las publicidades de alimentos, que titubean entre promocionar lo que el producto en cuestión contiene –sabor, color, textura– o lo que no –azúcar, conservantes, grasas trans.
La idea se aplica también a los autos que prometen velocidad sin riesgos y remite al famoso monólogo de Jerry Seinfeld sobre los cascos. “La invención del casco demuestra que el ser humano se involucra en actividades que a menudo resultan en fracturas de cráneo. Pero en vez de evitarlas, preferimos desarrollar unos sombreritos de plástico y seguir rompiéndonos la cabeza. Lo único más estúpido que el casco es la ley que obliga a usar casco. O sea: ¡es obligatorio proteger un cerebro que funciona tan mal que ni siquiera intenta evitar que el cráneo en el que reside se rompa!”
Llevando la metáfora al campo de la política, Zizek sostiene que el espejismo posmoderno de las democracias occidentales es el capitalismo sin pobres que, junto a una armónica convivencia multicultural, está en la base del discurso de los líderes socialdemócratas de Europa. Crítico despiadado del consenso democrático-liberal, Zizek pone en cuestión el multiculturalismo propio de lo que aquí llamaríamos progresismo. “El idealizado otro que baila danzas fascinantes y tiene un ecológico acercamiento legítimo con la realidad, mientras que rasgos como el golpear a sus esposas permanecen fuera de la vista”, escribe.
Pero el ejemplo más rotundo de esta ilusión posmoderna es la posibilidad de matar sin morir que habilita esa enorme novedad técnica que son los vehículos artillados no tripulados, los drones, el símbolo de la guerra del siglo XXI. Controlados desde la base de la CIA en Langley por un operador que disfruta tranquilamente de su café mientras maneja el joystick, los drones permiten eliminar al enemigo sin riesgos y, al hacerlo, concretan el viejo anhelo de separar, en este caso por miles de kilómetros, el arma del blanco. Y por eso no es casual que se hayan convertido en el arma favorita del gobierno de Obama, cuya campaña a la presidencia, recordemos, se basó en la promesa de retirar las tropas norteamericanas de Afganistán e Irak. En el marco de la nueva estrategia de lucha contra el terrorismo, los drones identifican y matan silenciosamente, totalmente al margen del derecho internacional, por supuesto, y a menudo en países con los que Estados Unidos mantiene relaciones diplomáticas supuestamente amistosas, como Pakistán, pero sin la necesidad de enviar tropas, declarar la guerra o alimentar con más presos la cárcel de Guantánamo. Los drones borran la línea que separa la guerra de la paz.
Detengámonos ahora en la Argentina. No resulta difícil, siguiendo una idea de Pablo Stefanoni, identificar en la ilusión posmoderna de que es posible obtener placer sin sufrir dolor el tono que está asumiendo la campaña electoral y, en particular, la estrategia de los “políticos commodity” estilo Scioli, Massa e Insaurralde (aunque no sólo de ellos: Macri también intenta recorrer este camino, aunque por momentos no pueda evitar, casi inconscientemente, definiciones más sinceras). ¿A qué me refiero? A las promesas de Asignación Universal sin aumentar los impuestos, más poder a la policía sin torturas en las comisarías, 82 por ciento móvil bajando retenciones y Ganancias, más calidad educativa sin pelearse con los gremios, baja inflación sin ajuste…
Maestros en el arte de eludir definiciones fuertes, los políticos-commodity pueden, como Scioli, visitar el stand de Clarín el sábado y homenajear a Zaffaroni el miércoles, prometen, como Massa, cambiar lo malo dejando lo bueno, o directamente dudan entre jugar de un lado o del otro, como Insaurralde. Si los drones difuminan la línea que separa la guerra de la paz, ellos sobrevuelan con asombrosa agilidad la frontera entre gobierno y oposición que el kirchnerismo tanto se esfuerza en subrayar. Y al hacerlo suscriben la línea de Zizek de que la ideología de la posmodernidad es la no-ideología, versión global de la famosa frase que Fabio le hace decir a Gatica (“yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”) y que la galaxia nac&pop nunca se priva de citar.
Se trata, como señalamos en otra oportunidad, de dirigentes pertenecientes a una generación que nació en los ’90 y creció durante el kirchnerismo, que combinan astutamente política, espectáculo y deporte y que, con la plasticidad de un contorsionista, practican el peronismo axiomático: un peronismo que no se proclama ni se justifica; se ejerce (contra lo que a veces se dice, el peronismo, al menos en su fase posmoderna, demanda una carga ideológica bastante relativa. Como Cualquiera puede cantar, el enorme disco de Los Auténticos Decadentes, hoy cualquiera puede ser peronista, mientras que la exigencia ideológica del otro gran partido popular, el radicalismo, se ha hecho mayor: tal vez porque es una fuerza a la defensiva, no cualquiera puede ser radical).
Pero no nos desviemos. Lo que quiero subrayar aquí es el tono general que está asumiendo la campaña, la ilusión de placer sin dolor. En el fondo, lo que se esconde detrás de esto es la pregunta de hasta qué punto el kirchnerismo opera como un sistema cerrado, si es posible descomponerlo en piezas buenas y piezas malas y lograr que, ya mejorado, siga funcionando. ¿Será posible? Por un lado, asumirlo como un todo incriticable, como núcleo compacto que sólo puede ser tomado o rechazado en su conjunto equivale obviamente a negar cualquier corrección, incluso las que el mismo Gobierno ensaya y que sólo son defendidas por el kirchnerismo sunnita una vez que han sido anunciadas. Es la idea del kirchnerismo esférico: un kirchnerismo sin dobleces, contradicciones ni ángulos escondedores. Pero también hay que reconocer que existen algunas líneas estructurales que resultan difíciles de alterar. Por ejemplo, la que conecta a las políticas sociales, que exigen un gran esfuerzo fiscal del Estado, con las retenciones a las exportaciones, que hoy explican el 11 de la recaudación, a ellas con la soja, y a la soja con el glifosato: el hilo rojo que va de la Asignación Universal a Monsanto.
Por supuesto, ningún candidato hace campaña prometiendo penurias. Pero la idea de una ausencia total de efectos secundarios crea la ilusión de un mundo dorado en donde las decisiones políticas no generan ganadores ni perdedores, un paraíso win-win tan seductor como inverosímil.
* Director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur, www.eldiplo.org

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