Criaturas de la noche: quiénes están detrás del street art porteño

Se hacen llamar vandals. Pintan los vagones de subte de manera clandestina, burlando la seguridad o escapando de ella. Entre el arte urbano y la ilegalidad, lo que los motiva es el riesgo. Después de leer esta nota, vas a ver sus diseños por todos lados.
Por Malén Vázquez
Fotos de Nicolás Janowski
Durante tres meses Soer fue al mismo lugar. Bajó al subte y miró cómo entraban los trabajadores, a qué hora cerraban las puertas, qué días estaba la policía. Caminó por los andenes pensando cómo entrar cuando cerrara el servicio, cómo huir, cuánto tiempo iba a poder quedarse antes de que lo descubrieran. Un día decidió que ese era un buen lugar. Y esa misma noche pintó su nombre en letras rojas cubriendo tres vagones enteros de la línea D.
Pintar grafitis clandestinos es hacer bombing: cubrir la ciudad con letras veloces, como una mecha encendida, que brotan de las paredes y bajan por las escaleras mecánicas hasta cubrir por completo los vagones del subte. Cuando el gobierno nacional trasladó el servicio de subterráneos a la ciudad, la vigilancia en las estaciones se suspendió durante semanas. Fue entonces cuando los vagones empezaron a aparecer cubiertos de grafitis. Los grafiteros vieron que sus obras perduraban y se entusiasmaron.
Hoy todas las líneas, excepto la H y la A -las más vigiladas-, están pintadas. En Buenos Aires hay unos diez grupos de grafiteros activos que pintan subtes: es decir que pintan entre dos y cinco veces por semana. Pintan a lo largo de casi cincuenta kilómetros de túneles sobre vagones que transportan más de un millón y medio de personas por día.
Soer gastó mil ochocientos pesos en su grafiti clandestino de la línea D. Y quedó satisfecho.
– Vos pintás una pared en una esquina de un barrio cualquiera y la ven sesenta personas. Pintás en la esquina de Cabildo y Juramento y la ven cinco mil personas. Pintás el subte y lo ven un millón y medio de personas por día. La imagen queda en la retina. Es como una bombita que explota -dice Soer y mueve las manos haciendo un gesto de explosión.
Soer es alto y de espaldas anchas. Está vestido con un buzo Lacoste naranja y azul eléctrico. Cuando ríe, se le achinan los ojos y se le notan algunas cicatrices finas en el rostro y en los nudillos. Tiene veinticinco años, pero pinta desde los quince. Al principio rayaba vidrios con un amigo a escondidas para que su madre no se enterara. Iba a Easy y compraba unas pocas latas de aerosol Kuwait. Después se dio cuenta de que podía robar, así que se metía tres latas en la panza y salía. Después se dio cuenta de que podía robar más, así que se llevaba una calza y robaba seis. Después se dio cuenta de que podía robar un poco más, y empezó a llevarse bolsos con treinta aerosoles.
En Argentina una lata de industria nacional -marca Kuwait- sale unos veinticinco pesos. La marca preferida por todos es la Montana -industria española-, pero cada lata cuesta cuarenta y no siempre es fácil importarla.
– Hoy gano bien, soy un pibe grande y me doy el gusto de no robar porque me parece muy estúpido caer por robar un aerosol -dice Soer, que creció en Palermo y estudió Diseño Gráfico en la UBA durante un año y medio. Ahora trabaja en el negocio familiar y recibe encargos de un estudio de diseño para hacer trabajos relacionados con el grafiti.
El bombing vandal empezó en Estados Unidos. Los jóvenes del Bronx que crearon el hip-hop encontraron en el aerosol un arma para dejar su huella en una Nueva York que intentaba desplazarlos. Los grafiteros neoyorquinos se llamaban a sí mismos «escritores» y empezaron a pintar el metro como un juego de provocación entre bandas. Cada bomba era -y sigue siendo- una marca que dice yo estuve aquí.
– El grafiti es para los grafiteros -dice Soer. Es una competencia. Hoy todos los grafiteros saben que si encuentran un lugar vacío en su barrio tienen que pintarlo esa misma noche. Si no se pinta rápido, otro grupo va a pintar en ese spot. Y ningún grafitero quiere que le pinten su barrio. Soer suelta nombres raros con notable naturalidad. Habla de bomba, panel, tag. Y, en algún momento, explica. Para hacerlo, escribe su nombre en un cuaderno de tres maneras diferentes en menos de un minuto. No se detiene a pensar lo que está haciendo. Explica que una bomba es como un grafiti rápido que no lleva más de dos colores.
– Alguien que sabe lo hace en un minuto y medio. La bomba es tu firma maximizada. Después está el flop, que es lo mismo, pero solo la estructura. Después tenés el tag, que es la firma. Y, dentro del tag, vos podés tener varias agrupaciones. Yo soy de B2 y 031. Esas son mis crews, mis grupos -dice mientras agrega detalles con sombras y gotas que alteran las dimensiones de la hoja en blanco. Cuando termina sonríe disconforme, devuelve el cuaderno y dice «masomenos».
Para pisar -tapar- el grafiti de otro y seguir siendo respetado hay que cumplir con los códigos: una bomba puede taparse con un cromo, que lleva relleno plateado. Un cromo puede taparse con una pieza, que es un grafiti con colores y más elaborado. Y una pieza puede cubrirse con un end to end, un grafiti que va de punta a punta del vagón. Un end to end puede pisarse con un whole car -vagón entero-. Y un whole car, con un whole train -tren entero- o triple whole car -tres vagones enteros-. Lo que hizo Soer en la línea D es un triple whole car. Una hazaña que apuntala su reputación entre los grafiteros vandals.
– Te tenés que hacer respetar. Si te dejás pintar la cabeza, cagaste.
Ahora es de noche y la ciudad está en penumbras. Un chico alto, rapado y de buzo holgado se para frente a una pared. Tiene un aerosol en la mano. Lo agita, lo presiona y no lo vuelve a soltar. Marca el contorno de unas letras en imprenta. Se agacha, estira el brazo. No se detiene. No deja de apretar el aerosol. En menos de cuarenta y cinco segundos deja un grafiti naranja y azul que dice TRANE.
Trane no es real. Es el protagonista de un videojuego, el Getting Up. Cuando Trane termina un grafiti recibe puntos extra por no haber chorreado, por haber pintado un buen spot y por haber pisado los grafitis de otras crews rivales. También recibe puntos extra cada vez que golpea a uno de los trabajadores del subte que vienen a enfrentarlo con cascos amarillos. El Getting Up se desarrolla en una ciudad gobernada por un alcalde que recorta el presupuesto artístico, descuida los barrios pobres y solo gobierna para las clases altas que viven en el centro de la ciudad. El objetivo del juego es aumentar la reputación de Trane, ayudarlo a pasar de ser un toy -un principiante- a ser el rey de la ciudad.
– Yo empecé a grafitear por el Getting Up. Me puse a jugar y al otro día le dije a papá que quería salir a taggear. Tenía catorce -dice Rulek, que es amigo de Soer. Ahora tiene dieciséis. Se sienta en la mesa con Soer y se saludan con un beso y un choque de puños. Rulek salió del colegio hace un rato. Ahora abre su mochila negra y muestra unas quince latas de varios colores. Tiene las uñas manchadas con pintura negra. Un mechón teñido cae sobre su frente en forma de rulo.
Rulek dice que, al principio, escribía su verdadero nombre hasta que conoció a Bela -una grafitera muy activa y respetada-, que solía quedarse con amigos rapeando a la salida del colegio. Ella le explicó cómo grafiteaban y uno de sus amigos bautizó al grupo que hoy es la crew de Rulek: SAPS.
-Viene de sapiens. Pensadores. Somos dos amigos, mi novia y yo -dice Rulek. Con ella se acaba de comprometer con alianzas y todo. Dice que no quiere que salga a pintar sola porque los grafiteros son todos pajeros. Y, además, porque sabe que es peligroso.
Una noche Rulek estaba pintando en la línea B con un amigo. Quiso ayudarlo subiéndolo sobre sus hombros y pisó una una superficie oscura y rectangular que le serviría para afianzarse. Era un «patín», una especie de pedal que transmite corriente eléctrica. Rulek estuvo un minuto gritando en la oscuridad del túnel en la madrugada. Su amigo le pegaba para que se callara porque los iban a descubrir, pero Rulek no respondía. Después lograron salir.
– ¿Estoy vivo? -le preguntó Rulek a su amigo. Después marcó el número de su casa.
– ¿Estoy vivo? -le preguntó Rulek a su mamá. Después marcó el número de un amigo.
– ¿Estoy vivo?
Rulek explica que para entrar al subte de noche muchas veces tienen que cortar candados. Si hay cartoneros durmiendo en la entrada les piden permiso y les compran cigarrillos. Aunque a veces los mismos cartoneros llaman a la policía, porque los dejan dormir ahí con la condición de que no aparezcan nuevos grafitis. Pero la seguridad privada o los serenos son rivales más dignos que la policía. Rulek recuerda una mañana en la que estaba pintando el ferrocarril Roca con unos amigos cuando vieron aparecer hombres de negro.
– Tenían perros. Así que tuvimos que correr.
Treparon una escalera y uno a uno fueron saltando la tapia que los separaba de los empleados de seguridad. Pudieron saltar porque Rulek les hacía pie, pero él se quedó atrás. Y se cayó. La pierna se le enganchó a un caño que lo salvó de estrellarse contra el piso. No podía salir. Sus amigos le gritaban que se apurara y los empleados de seguridad le tiraban piedras. Los perros ladraban.
– Yo gritaba que no había hecho nada y pedía que no me lastimaran, medio llorando. Al final me levanté, les grité putos y me fui.
Rulek sabía que si lo agarraban podía tener todo tipo de problemas. No solo legales. A un compañero lo agarraron los serenos de la línea Mitre y le pintaron el culo con aerosol plateado.
– Después le metieron la lata en el culo -dice Rulek-. Y le hicieron decir que era una Barbie.
Por cosas como esa, Rulek no quiere verse a sí mismo como un artista.
– Esto no puede ser arte, porque yo sé que lo que hacemos está mal. Es vandalismo. Y a mí me gusta la adrenalina que me da. La fama me gusta un toque, pero astilla -dice.
Como Rulek, Soer también se encoje de hombros cuando escucha la palabra «artista». Pintó más de un mural en el Centro Cultural Recoleta con su crew Bastardos, pero no quiere dejar de definirse como vandal. Aunque sabe que ahora el grafiti está de moda y que mucha gente piensa que pintar con aerosol es legal, y hasta bello.
– Hoy el grafiti está en todos lados: en la ropa, en las zapatillas, en los perfumes importados. Está de moda hacerse el rebelde -dice.
En los últimos meses trabajó para Nike, Personal y DirecTV. Dice que eso no es grafiti verdadero, pero esos son los trabajos que le dan plata para poder comprar aerosoles y seguir grafiteando subtes. Pintar subtes es una adicción. Quiere ver hasta qué niveles puede llegar. Sabe que ya pasaron diez años desde su primer grafiti, pero dice que no lo va a dejar nunca. Conoce algunos pocos grafiteros mayores que él que siguen bajando a los andenes.
– Y eso que tienen hijos, perro y todo -dice Soer.
– Es que una vez que empezás a pintar subtes no podés parar -dice Soid, sentado en un banco de la estación Agüero. Tiene que gritar porque el tren se está deteniendo y chilla como una ballena atrapada en el caño de un desagüe. En el andén todo huele mal.
– Me encanta sentarme horas en el subte y mirar. Busco nuevos grafitis, miro los viejos. Puedo pasarme horas acá -dice. Explica que cada línea huele diferente y él puede reconocerlas a todas.
Soid tiene diecisiete, es de Vicente López, tiene un título de dibujante y estudia Publicidad. Pinta desde que empezó el colegio secundario. A diferencia de Rulek y de Soer, él no pertenece a ninguna crew.
– Prefiero pintar solo. Confío en mí mismo. Siempre me da un poco de miedo, pero es una barrera que hay que pasar. El miedo motiva -dice.
Soid cree que el grafiti es una forma de vida. Dice que es una forma de expresión, un tipo de arte popular. Aunque es, sobre todo, vandalismo.
– Es lo que le da sabor. Si fuera legal no me atraería. Nosotros nos jugamos nuestra libertad cuando pintamos.
Ahora se detiene un vagón y Soid señala un panel con su nombre.
– Este es mío -dice. Le gusta que lo respeten por haber pintado un vagón entero él solo. No le interesa que lo admiren en el colegio porque dice que los compañeros que no son grafiteros no lo entienden.
– En los cursos siempre está el canchero, el que dice que tiene más calle. Y yo, sin creérmela, sé que tengo más calle que ellos. Salgo solo de noche, una vez pinté en una villa. Yo sé lo que es salir de una estación a la madrugada estornudando verde o plateado. Pero prefiero no decir nada -dice.
Pasa otro vagón con un grafiti que dice SOID. Esta vez no todas las letras están rellenadas y algunos contornos tienen apenas un trazo fino. Es un grafiti partido: una pieza incompleta porque el sereno o la policía descubrió a su autor antes de que pudiera terminarlo.
– Ese no lo voy a retocar. Prefiero dejarlo así para poder verlo. Lo miro para que no me vuelva a pasar. Esto es progreso. Es como un aprendizaje.
Soid tiene un álbum de fotos con el primer y el último tren que pintó. Los compara para registrar su progreso. Muchos grafiteros fotografían sus obras y arman álbumes que luego suben a Facebook o atesoran en silencio. Rulek y Soer también habían compartido las fotos que tenían en sus cámaras. Soer deslizó tomas de los tres vagones enteros que había pintado hacía unos días. Las sacó con una cámara réflex digital semiprofesional en las cocheras de la línea D. Las fotos mostraban a Soer hablando con una chica rubia y con un empleado de Metrovías.
Fui con una amiga que estudia fotografía y le dijimos al tipo que estábamos haciendo un proyecto para la Facultad para juntar firmas en contra del grafiti. Y el pajero compró. Nos llevó a la cochera y yo le dije que nunca habíamos visto un grafiti así, y el tipo nos movió la formación para que lo pudiéramos ver mejor -dijo Soer riendo-. Lo más loco es que a ese tipo yo una vez le pegué. Y no me reconoció.
A Soid no le gusta mostrar sus fotos, solo las comparte con las personas en quienes más confía.
– Si alguien quiere ver lo que pinto, que venga al subte -dice. Esta es mi galería.
Va a tomar clases de aerografía para poder hacer cuadros y mejorar su técnica. Pero no va a dejar de pintar subtes.
– No me van a parar -dice con la mirada en el túnel-. Mi meta empezó siendo un vagón. Ahora quiero pintar un tren. Y después voy a querer pintar todos los trenes de la Argentina. Y del mundo.
Cuando Soid se va, se detiene un vagón, y cuando abren las puertas se ve cómo un hombre con una guitarra desvencijada grita el estribillo de «El témpano» de Baglietto mientras otro deposita DVD en los regazos de los pasajeros.
– Tus películas son truchas -grita el de la guitarra.
– Tus canciones también -grita el de las películas.
Soer tiene un anillo de plata con una B y el número dos: Bastardos. Se toca el anillo y sonríe. Dice que son sus amigos de toda la vida. Los Bastardos son un colectivo artístico: bailan, pintan, tatúan y hacen hip-hop.
– B2 nació como una crew de vandals, pero eso cambió. Ahora hacen murales.
El grafiti real, dice Soer, es el vandal. Los murales se pueden hacer a la luz del día y pidiendo permiso. Y ya no se trata de marcar un territorio escribiéndole el nombre, sino de dibujar algo que fue diseñado con anterioridad y que puede pintarse lentamente. Aunque no le guste el muralismo, Soer reconoce que cuando está pintando una pared y aparece el dueño de casa le dice que está haciendo una intervención artística.
– El muralismo está bien visto. Si le decimos a la señora de la casa que somos estudiantes de arte y que estamos tratando de renovar el muro, se convence y nos trae algo para tomar.
– Es verdad -dice Alfredo «Pelado» Segatori unos días después. El muralismo está bien visto.
En la esquina de Bullrich y Libertador hay un mural suyo hecho con aerosoles: Gardel canta y los caballos del hipódromo se disputan la carrera sobre un fondo rojo lleno de bocas que también son ojos. Unos metros a la derecha, justo en la pared que linda con el local de McDonald’s, una boca gigante abre sus dientes. Ese mural aún no está firmado.
– Va a ser una hamburguesa gigante que se come a la gente -dice Segatori, entre risas, mientras ceba un mate pintado con aerosoles de colores. Está sentado en el taller de su casa y tiene un mameluco azul y bigotes mostacholes. Más tarde volverá a Bullrich para quitarle algunos fierros a la pared y seguir pintando. El dueño de la pared no le había dado permiso. Pero él llevará su camioneta, su mameluco azul, sus andamios y sus bigotes. Cuando empiece a pintar nadie le dirá nada.
– Me considero un muralista urbano. Ni siquiera te digo que soy del street art, que es como un término cool. Yo soy un muralista de Buenos Aires. Un artista urbano que se manifiesta en las paredes de la ciudad -dice.
Quiere dejar en claro que respeta a los vandals porque cree que el grafiti es una necesidad de expresión.
– Estoy poniendo la semillita para que Buenos Aires sea el paraíso del arte urbano -dice. Después se irá a limpiar la boca que estaba pintando. La cepillará y le quitará la mugre que había en las canaletas de los fierros que solían fijar carteles publicitarios. Trabajará durante horas. Y cuando termine lo firmará con su tag: Pelado. Y, después, a buscar otra pared.
Ice es otro muralista reconocido de Caballito. También empezó haciendo tags vandals, pero nunca se animó a pintar un subte. Dice que la adrenalina no es para él. Su último grafiti está en el Patio de los Tilos del Centro Cultural Recoleta. Es un mural con un hombre de camisa y corbata dentro de una pileta inflable que tiene decenas de televisores en lugar de cabeza. Esta es la cuarta vez que Ice pinta en el Festival Ciudad Emergente, organizado por el Gobierno de la Ciudad. Las otras tres veces lo hizo como invitado de la Bastardos, la crew de Soer.
– Nos pagaban seiscientos pesos a cada uno por estar pintando cinco días durante ocho horas. Pero nos daban la pintura y esta vez el motivo lo elegí yo. Con mi compañero Oz lo titulamos -dice Ice sentado en un banco en el patio de su taller del barrio de Caballito. Ice hizo un curso con Segatori y empezó a pintar cada vez más murales. Se toma varios días, a veces meses, para terminar una pieza. Le gusta poder analizar la pared, estar encima de la obra. Trabaja mucho con paisajes.
– Me llevo bien con la parte más street art y también con la parte hip-hop. Eso hace que me respeten en muchos lugares adonde voy. Por eso no te digo que Soer es simplemente un vandal. Para mí, el loco tiene unos huevos increíbles. Es un zarpado. Ojalá yo me animara a trepar tres pisos en el medio de una avenida y ponerme a pintar a las dos de la mañana. Pero no me sale -dice.
Ice cree que las diferencias entre vandals y muralistas crecen cuando los grafiteros dejan la adolescencia y empiezan a tener otras prioridades.
– Si vos tenés quince años le pedís guita a tu vieja, te comprás un aerosol y te metés en un tren. Si tenés treinta y querés vivir de lo que hacés, entonces ya no es tan fácil. Tenés que tratar de construir un nombre para poder tomar buenos trabajos.
Ice recuerda cuando empezó a pintar: desplegaba sus materiales y se quedaba horas trabajando en una pared. Cuando los autos pasaban le gritaban su veredicto bajando la ventanilla. ¡Qué bueno! ¡Horrible! A veces, Ice sentía un nudo en el estómago. Pero ahora ya no le pasa. Dice que eso es el desapego del grafiti: pintar e irse.
Antes de salir corriendo, muchos grafiteros del subte dejan frases al lado de sus nombres: «El que no tiene por qué morir no debería vivir», «Date el gusto, no vivas muerto», «Feliz cumpleaños, Pitu» o «Mamá, te amo tanto». Soer tiene una que dice «Putas por dokier».
– Había tenido un problema con chicas y me salió eso -dijo. Cree que las mujeres no están hechas para el grafiti. El grafiti está hecho para la calle. Para las cosas violentas. Las mujeres, muchas veces, son dependientes y, si pasa algo, hay que estar pensando en ellas. Unos días después, Marina Zumi escucha esta opinión y se enfurece. Habla y mueve las manos. Tiene un anillo de plata que le da tesón y delicadeza a cada uno de sus gestos.
– La inspiración no tiene sexo. Decir que el grafiti es una actividad de hombres es típico del machoman latinoamérica. ¿Por qué pensás que me tenés que cuidar si yo me puedo cuidar a mí misma? Come on, yo tengo el mismo derecho de tener el spray en la mano que cualquier otra persona. Y también he tenido que correr en la calle por taggear -dice. Como Soer, ella también empezó haciendo vandal, pero ahora trabaja en una galería de arte y fabrica accesorios de diseño. Pinta murales con osos panda de color violeta y juncos turquesas que se inclinan sobre puertas y ventanas. Empezó a pintar hace diez años cuando estudiaba Diseño de Indumentaria. Ahora vive en San Pablo y está de visita en Buenos Aires. Habla con palabras en portugués y en inglés, mezclando el acento de San Pablo con el de Río Cuarto y Villa Crespo. Es muralista. Pero no le importa el rótulo.
– Hoy yo prefiero salir a la luz del día y decir que soy artista. Trato de educar para que se entienda que el arte callejero suma, porque para restar están las megapublicidades: las hamburguesas tamaño ómnibus y los cuerpos desnudos de media cuadra. Todo eso es mucho más violento que el vandal.
Marina se acuerda del primer grafiti que le llamó la atención. Fue un momento bisagra, porque cuando se observa un grafiti comienzan a verse miles. Se reconocen los nombres, se rastrean los estilos. La ciudad se abre como una vidriera que todas las noches cambia las piezas en exposición. Por eso Marina se acuerda. Estaba caminando por Rivadavia y en la esquina de Olivera vio una persiana que decía «Pinto y me voy».
– Muchos años atrás esa persona entendió todo. Ese grafiti está desapegado del sexo y de la legitimidad. En ese momento supe que podía quedarme en mi casa o salir a pintar.
Al final la libertad es eso, dice. Pintar e irse.
Después de pintar el triple whole car de la línea D Soer se fue. Viajó a Europa para escribir su nombre en los trenes y subtes de Inglaterra, Francia, España y Alemania junto con sus amigos de la crew 031. Ese es el viaje de coronación para cualquier grafitero vandal: conseguir un boleto InterRail y pintar los trenes que suelen ver por YouTube.
Cuando vuelva, solo tendrá fotos. Pero habrá dejado una marca.
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