Democracias en pugna en América latina

La elección presidencial del pasado 7 de octubre en Venezuela concitó un enorme interés, seguramente por el sentido simbólico que se le asignaba dentro de la región. El pueblo venezolano ejerció una vez más su derecho al sufragio, pilar básico de cualquier sistema que aspire a ser considerado una democracia, y decidió la continuidad del gobierno del presidente Hugo Chávez. Es oportuno, entonces, reflexionar sobre el significado, sustancia y evolución de los sistemas democráticos en América latina.
No hay uniformidad de pareceres dentro de los estudiosos respecto de los requerimientos que un sistema político debe reunir para ser calificado como una democracia. Simplificando groseramente, se puede decir que existen aquellos, conocidos bajo la etiqueta de schumpeterianos (en honor al economista austro-estadounidense), que definen una democracia simplemente por su capacidad de proveer elecciones regulares (constitucionalmente definidas), libres (pocas y bajas barreras para ingresar a la arena electoral, la existencia de por lo menos un partido opositor y un campo de competencia racionalmente equilibrado entre el gobierno y la oposición), significativas (que quienes accedan al poder puedan efectivamente ejercerlo) y justas (autoridades electorales independientes, elegidas mediante procedimientos transparentes y previsibles). Por otro lado, se encuentra una perspectiva más ambiciosa del sistema democrático. Aquellos que defienden esta visión definen como democracias liberales a los regímenes que no sólo realizan elecciones sino que también respetan el Estado de Derecho, el pleno y libre ejercicio de las libertades individuales, de los derechos civiles y políticos, sociales, culturales y económicos. Esta definición, además, requiere de mecanismos de rendición de cuentas (accountability) horizontales y verticales, garantías de acceso ciudadano a la información pública, un sistema judicial independiente y no corrompido, mecanismos claros y previsibles de selección de autoridades públicas y libre ejercicio de derechos de todas las minorías, entre otros.
En 1974, cuando se inició con la Revolución de los Claveles en Portugal «la tercera ola de democratización global», como la denominó Samuel Huntington, menos del 30% de los países del mundo eran considerados democracias. En el año 1991, el 48% lo era y para 2005 la cifra alcanzó el 62%. En cuanto a nuestro continente, es destacable que 28 de 33 países son actualmente democracias. Sin embargo, desde comienzos del siglo XXI, como entre otros afirma Larry Diamond, el mundo, y América latina en particular, ha comenzado a vivir una recesión democrática, caracterizada por estados de derecho débiles, corruptos, impunes e imprevisibles, hiperpresidencialismos que incumplen o modifican a piacere las constituciones, restringen el poder de los parlamentos y de la sociedad civil, generan profundas divisiones en la sociedad, instituciones políticas inefectivas y falta de desarrollo económico equitativo y sustentable. Steven Levitsky y Lucas Way han acuñado recientemente un término para referirse a este tipo de regímenes, que no encuadran ni como democracias liberales ni electorales, denominándolos «autoritarismos competitivos», ya que si bien convocan a elecciones limpias y en ellas ponen en juego su continuidad, su respeto por las garantías y tipos de procedimientos que caracterizan a las democracias constitucionales o democracias liberales es casi nulo.
En todos los supuestos se observa una concentración y personalización del poder casi absoluta; los congresos pierden fortaleza y son herramientas dóciles del Poder Ejecutivo; la justicia carece de independencia, la libertad de expresión sufre duros embates, no hay rendición de cuentas y se advierte una elevada corrupción estatal.
Veamos algunos pocos ejemplos. En Ecuador, el presidente Rafael Correa promovió al momento de su asunción una reforma de la Constitución (llevada a cabo tras la destitución de varios miembros del Tribunal Constitucional) que concentró los poderes en la presidencia y redujo drásticamente los del Parlamento, mientras que lanzaba una feroz campaña contra la prensa que incluyó una denuncia contra los directores de un diario no oficialista. Similares circunstancias ha vivido Bolivia con el presidente Evo Morales, que impuso al asumir una nueva Constitución que le permitió nombrar a la mayor parte de los jueces del país; mantiene una dura disputa con los medios de comunicación y ordenó enjuiciar a numerosos dirigentes opositores, incluyendo a cuatro ex presidentes y cinco gobernadores regionales.
Aunque no es el único, el caso venezolano se destaca por la intensidad de su viraje hacia el autoritarismo competitivo a partir de la llegada a la presidencia de Hugo Chávez. La justicia venezolana está empapada de sospechas de compromiso político y corrupción, la libertad de expresión se ve groseramente limitada por el masivo aparato de propaganda oficial, han existido hechos de violencia durante actos políticos y es innegable que el presidente ha abusado flagrantemente de los recursos del Estado para llevar adelante su campaña. Para evitar incluso el control internacional, increíblemente Venezuela ha denunciado la Convención Americana de Derechos Humanos. En otras palabras, es el caso paradigmático en América del Sur.
Las sociedades prosperan, se desarrollan y consolidan como democracias sólo cuando se respeta la división de poderes, la libertad de expresión y los derechos de todos los ciudadanos. Un poder limitado, un Estado de Derecho robusto, respeto a la diversidad ideológica y condiciones para un debate plural son los elementos para una democracia de mejor calidad. No podemos aceptar el surgimiento de regímenes que no contemplen estas condiciones irrenunciables que hacen a la definición más amplia y exigente de la democracia. Mientras celebramos que los comicios venezolanos hayan transcurrido en paz, dentro del marco legal y con un resultado surgido de la voluntad popular que fue aceptado por todos los actores políticos, no podemos dejar de resaltar los enormes desafíos que tiene Venezuela por delante para volver a ser una democracia completa.
Es nuestra obligación como ciudadanos estar atentos a las crecientes señales de debilitamiento de las instituciones en nuestra región, de lo que Venezuela es un caso emblemático. Esto no es «fetichismo institucional», esto es la defensa de la causa por la que miles de personas han muerto, otras han arriesgado sus vidas y otros hacemos de ella nuestra manera de concebir la vida en sociedad.
© LA NACION.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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