Luego de las elecciones presidenciales de 2003, entre mi aversión a los personalismos y la esperanza de que el presidente que me sucediera renovara la política y consolidara la recuperación que se había iniciado el año anterior bajo mi gobierno, resolví llamarme a silencio sin beneficio de inventario.
Algunos me reprocharon que, a poco de haber asumido, las nuevas autoridades hablaran de los progresos en curso como si fueran logros propios, salidos como por obra de magia de una galera. Me incitaban a decir públicamente la verdad: que lo que se estaba haciendo correctamente y auguraba una etapa de progreso sostenido para nuestra patria era, en realidad, fruto de los cimientos de un programa que habíamos elaborado a fines de los 90 -cuando advertíamos que la convertibilidad estaba agotada-, pero pusimos en funcionamiento en las peores condiciones, en enero de 2002.
También me motivó a guardar silencio el hecho de que alguna prensa me presentara como el titiritero que movía los hilos de un Chirolita. Lo cierto es que la imagen resultaba denigrante para la figura del nuevo presidente, tanto que, el mismo día de su asunción decidí alejarme del ajetreo diario y viajar por varios meses.
Callé, pese a que tenía mucho que decir. Podría haber recordado a los olvidadizos un hecho elemental: que fui el único que se atrevió a hacerse cargo de la más alta magistratura cuando la ciudadanía gritaba en las calles «que se vayan todos», ese reclamo más desesperado que anárquico que de a poco fue cediendo. Contra todos los pronósticos y la tendencia prevaleciente, cuando convocamos a elecciones -en las que voluntaria y claramente me autoexcluí desde el día de mi asunción- esos mismos ciudadanos votaron masivamente.
El 25 de mayo de 2003, el traspaso democrático fue una fiesta popular. Gracias a la acción de millares que se convocaron en el Diálogo Argentino (Iglesia, asambleístas, empresariado, trabajadores, profesionales, intelectuales, gremios, sociedad civil), en poco más de un año saltamos del repudio a la política, a la madurez cívica en la que las grandes mayorías pedían participar.
Una de las debilidades de mi gobierno fue afrontar la crisis con minoría en ambas cámaras legislativas. Por eso, quiero destacar con nombre y apellido la responsabilidad democrática de Raúl Alfonsín, quien, desde el Congreso Nacional, contribuyó significativamente para que se ratificaran las medidas que aseguraron la gobernabilidad.
Claro está que, para comprender este completo cambio de actitud hacia la vida política, este giro copernicano en la expectativa ciudadana, es preciso hacer una breve reseña de la acción de la administración que me tocó encabezar y que el actual gobierno se atribuye, falseando la historia.
Sin una sola denuncia de corrupción, acompañado por un equipo de patriotas con verdadera vocación de servicio, el 2 de enero de 2002 enterramos el modelo financiero, rentístico y usurero que alcanzó su cenit con las políticas del Consenso de Washington. Inauguramos, entonces, un virtuoso modelo basado en la alianza entre trabajadores y empresarios para poner de pie y en paz a la República. A partir de esa inamovible convicción, se fueron conjugando las decisiones políticas y económicas que devolvieron a los argentinos un país normal en pocos meses.
En honor a la verdad histórica, creo que la conmemoración del grito de libertad de 1810 es oportunidad para que desenmascaremos el relato mentiroso.
Cuando dicen «recibimos un país incendiado», deberían decir: «recibimos un país que crecía al 7%, con superávit fiscal y comercial, progresivo crecimiento de reservas, 3% de inflación anual y sin manifestaciones violentas».
Cuando dicen «salimos del default con una quita del 70%», deberían decir: «a fines de 2002 el gobierno anterior firmó un acuerdo con el FMI para salir del default, e inmediatamente después presentó en Washington la única propuesta de canje de deuda viable entre la Argentina y los bonistas particulares, con quita del 70%, que fue lo que finalmente aceptaron en 2005».
Cuando dicen «logramos rescatar las cuasimonedas emitidas por las provincias durante la crisis de la convertibilidad», deberían decir: «el 9 de mayo de 2003, el anterior gobierno convirtió en ley el rescate de bonos provinciales y títulos Lecop emitidos por el Estado nacional».
Cuando dicen «devolvimos la confiscación del 13% a empleados públicos y jubilados que instaló la Alianza», deberían decir: «por Decreto 1819/2002, se estableció que a partir del 1° de enero de 2003, las retribuciones fueran íntegramente abonadas sin la reducción ordenada por el decreto 896/2001 y la ley 25.453».
Cuando dicen «impusimos un tipo de cambio competitivo», deberían decir que «en 2002 el gobierno de emergencia asumió el costo que significó ponerle la firma al certificado de defunción de la convertibilidad, y alentó la competitividad con un tipo de cambio flexible y estable».
Cuando dicen «tenemos superávits gemelos inéditos en nuestro país tras una historia signada por los déficits que ningún gobierno pudo evitar», deberían decir que «dos de los pilares del modelo económico instalado en enero de 2002 -superávit fiscal y comercial- fueron abandonados luego de la renuncia del equipo económico heredado».
Cuando, a partir del reclamo de todas las fuerzas políticas y sociales, luego de seis años de gobierno, dijeron «instalamos una verdadera revolución para combatir la pobreza, la Asignación Universal por Hijo», deberían haber dicho que «en 2002 se creó el Derecho Universal de Inclusión Social, materializado a través del Plan Jefas y Jefes de Hogar, que cobijó a más de dos millones y medio de familias con un ingreso superador de lo que el Indec consideraba entonces la línea de indigencia».
Cuando dicen «creamos la prescripción de medicamentos por nombre genérico», deberían decir que «el 28 de agosto de 2002 se sancionó la ley 25.649 de prescripción de medicamentos por su nombre genérico».
Cuando dicen «entregamos gratuitamente medicamentos a millones de personas mediante el programa Remediar», deberían decir que «el plan Remediar nació en abril de 2002 para cubrir las necesidades de 15 millones de personas mediante botiquines de medicamentos que cubrían la casi totalidad de las patologías ambulatorias por dos años, hasta 2004».
Cuando reivindican como propia la creación de la Unasur, deberían decir que «desde la conducción de Duhalde en el Mercosur, con la colaboración protagónica de Lula da Silva y Chávez, el 9 de diciembre de 2004 concretamos la unidad de nuestros pueblos».
No quisiera seguir abrumando con refutaciones. Sólo destacar que los objetivos del programa -liberar los depósitos, recuperar la moneda, acordar con los organismos internacionales, crear estímulos a la producción, al empleo y a la inversión, frenar la inflación, reestructurar las deudas con las provincias y atender la urgencia social extrema- fueron alcanzados hace ya una década, luego de atravesar la mayor crisis social, económica y política como nación.
¿Por qué es preciso desenmascarar el relato desde sus mismos orígenes? Porque con las mentiras nada duradero puede construirse. La mentira envilece, angustia, causa desconfianza y desesperanza. Hace daño. En cambio, la verdad ayuda a restañar las heridas de todos y alimenta la confianza.
Y esto hoy está a la vista: la mitomanía oficialista no ha resuelto los problemas estructurales de nuestra sociedad. Los intentos de sometimiento a los sectores productivos, a la Justicia y a la prensa; el condicionamiento de nuestros hermanos más humildes a la politiquería clientelar, y la presión tributaria récord sin redistribución equitativa, entre otros dislates, repliegan y desandan la posibilidad de que los argentinos asumamos una ciudadanía plena. Se reemplazó el modelo del encuentro, del diálogo y la participación por el enfrentamiento estéril que llevó a la fractura generalizada de nuestra comunidad.
Las mentiras encadenadas que intentaron vanamente ocultar una cultura hueca, falsamente progresista, son las responsables del actual desasosiego. El oficialismo ha abandonado el neoliberalismo sólo en su discurso, desperdiciando la década dorada, la más promisoria de la Argentina -y de Sudamérica toda- desde la declaración de la Independencia.
© LA NACION.
Algunos me reprocharon que, a poco de haber asumido, las nuevas autoridades hablaran de los progresos en curso como si fueran logros propios, salidos como por obra de magia de una galera. Me incitaban a decir públicamente la verdad: que lo que se estaba haciendo correctamente y auguraba una etapa de progreso sostenido para nuestra patria era, en realidad, fruto de los cimientos de un programa que habíamos elaborado a fines de los 90 -cuando advertíamos que la convertibilidad estaba agotada-, pero pusimos en funcionamiento en las peores condiciones, en enero de 2002.
También me motivó a guardar silencio el hecho de que alguna prensa me presentara como el titiritero que movía los hilos de un Chirolita. Lo cierto es que la imagen resultaba denigrante para la figura del nuevo presidente, tanto que, el mismo día de su asunción decidí alejarme del ajetreo diario y viajar por varios meses.
Callé, pese a que tenía mucho que decir. Podría haber recordado a los olvidadizos un hecho elemental: que fui el único que se atrevió a hacerse cargo de la más alta magistratura cuando la ciudadanía gritaba en las calles «que se vayan todos», ese reclamo más desesperado que anárquico que de a poco fue cediendo. Contra todos los pronósticos y la tendencia prevaleciente, cuando convocamos a elecciones -en las que voluntaria y claramente me autoexcluí desde el día de mi asunción- esos mismos ciudadanos votaron masivamente.
El 25 de mayo de 2003, el traspaso democrático fue una fiesta popular. Gracias a la acción de millares que se convocaron en el Diálogo Argentino (Iglesia, asambleístas, empresariado, trabajadores, profesionales, intelectuales, gremios, sociedad civil), en poco más de un año saltamos del repudio a la política, a la madurez cívica en la que las grandes mayorías pedían participar.
Una de las debilidades de mi gobierno fue afrontar la crisis con minoría en ambas cámaras legislativas. Por eso, quiero destacar con nombre y apellido la responsabilidad democrática de Raúl Alfonsín, quien, desde el Congreso Nacional, contribuyó significativamente para que se ratificaran las medidas que aseguraron la gobernabilidad.
Claro está que, para comprender este completo cambio de actitud hacia la vida política, este giro copernicano en la expectativa ciudadana, es preciso hacer una breve reseña de la acción de la administración que me tocó encabezar y que el actual gobierno se atribuye, falseando la historia.
Sin una sola denuncia de corrupción, acompañado por un equipo de patriotas con verdadera vocación de servicio, el 2 de enero de 2002 enterramos el modelo financiero, rentístico y usurero que alcanzó su cenit con las políticas del Consenso de Washington. Inauguramos, entonces, un virtuoso modelo basado en la alianza entre trabajadores y empresarios para poner de pie y en paz a la República. A partir de esa inamovible convicción, se fueron conjugando las decisiones políticas y económicas que devolvieron a los argentinos un país normal en pocos meses.
En honor a la verdad histórica, creo que la conmemoración del grito de libertad de 1810 es oportunidad para que desenmascaremos el relato mentiroso.
Cuando dicen «recibimos un país incendiado», deberían decir: «recibimos un país que crecía al 7%, con superávit fiscal y comercial, progresivo crecimiento de reservas, 3% de inflación anual y sin manifestaciones violentas».
Cuando dicen «salimos del default con una quita del 70%», deberían decir: «a fines de 2002 el gobierno anterior firmó un acuerdo con el FMI para salir del default, e inmediatamente después presentó en Washington la única propuesta de canje de deuda viable entre la Argentina y los bonistas particulares, con quita del 70%, que fue lo que finalmente aceptaron en 2005».
Cuando dicen «logramos rescatar las cuasimonedas emitidas por las provincias durante la crisis de la convertibilidad», deberían decir: «el 9 de mayo de 2003, el anterior gobierno convirtió en ley el rescate de bonos provinciales y títulos Lecop emitidos por el Estado nacional».
Cuando dicen «devolvimos la confiscación del 13% a empleados públicos y jubilados que instaló la Alianza», deberían decir: «por Decreto 1819/2002, se estableció que a partir del 1° de enero de 2003, las retribuciones fueran íntegramente abonadas sin la reducción ordenada por el decreto 896/2001 y la ley 25.453».
Cuando dicen «impusimos un tipo de cambio competitivo», deberían decir que «en 2002 el gobierno de emergencia asumió el costo que significó ponerle la firma al certificado de defunción de la convertibilidad, y alentó la competitividad con un tipo de cambio flexible y estable».
Cuando dicen «tenemos superávits gemelos inéditos en nuestro país tras una historia signada por los déficits que ningún gobierno pudo evitar», deberían decir que «dos de los pilares del modelo económico instalado en enero de 2002 -superávit fiscal y comercial- fueron abandonados luego de la renuncia del equipo económico heredado».
Cuando, a partir del reclamo de todas las fuerzas políticas y sociales, luego de seis años de gobierno, dijeron «instalamos una verdadera revolución para combatir la pobreza, la Asignación Universal por Hijo», deberían haber dicho que «en 2002 se creó el Derecho Universal de Inclusión Social, materializado a través del Plan Jefas y Jefes de Hogar, que cobijó a más de dos millones y medio de familias con un ingreso superador de lo que el Indec consideraba entonces la línea de indigencia».
Cuando dicen «creamos la prescripción de medicamentos por nombre genérico», deberían decir que «el 28 de agosto de 2002 se sancionó la ley 25.649 de prescripción de medicamentos por su nombre genérico».
Cuando dicen «entregamos gratuitamente medicamentos a millones de personas mediante el programa Remediar», deberían decir que «el plan Remediar nació en abril de 2002 para cubrir las necesidades de 15 millones de personas mediante botiquines de medicamentos que cubrían la casi totalidad de las patologías ambulatorias por dos años, hasta 2004».
Cuando reivindican como propia la creación de la Unasur, deberían decir que «desde la conducción de Duhalde en el Mercosur, con la colaboración protagónica de Lula da Silva y Chávez, el 9 de diciembre de 2004 concretamos la unidad de nuestros pueblos».
No quisiera seguir abrumando con refutaciones. Sólo destacar que los objetivos del programa -liberar los depósitos, recuperar la moneda, acordar con los organismos internacionales, crear estímulos a la producción, al empleo y a la inversión, frenar la inflación, reestructurar las deudas con las provincias y atender la urgencia social extrema- fueron alcanzados hace ya una década, luego de atravesar la mayor crisis social, económica y política como nación.
¿Por qué es preciso desenmascarar el relato desde sus mismos orígenes? Porque con las mentiras nada duradero puede construirse. La mentira envilece, angustia, causa desconfianza y desesperanza. Hace daño. En cambio, la verdad ayuda a restañar las heridas de todos y alimenta la confianza.
Y esto hoy está a la vista: la mitomanía oficialista no ha resuelto los problemas estructurales de nuestra sociedad. Los intentos de sometimiento a los sectores productivos, a la Justicia y a la prensa; el condicionamiento de nuestros hermanos más humildes a la politiquería clientelar, y la presión tributaria récord sin redistribución equitativa, entre otros dislates, repliegan y desandan la posibilidad de que los argentinos asumamos una ciudadanía plena. Se reemplazó el modelo del encuentro, del diálogo y la participación por el enfrentamiento estéril que llevó a la fractura generalizada de nuestra comunidad.
Las mentiras encadenadas que intentaron vanamente ocultar una cultura hueca, falsamente progresista, son las responsables del actual desasosiego. El oficialismo ha abandonado el neoliberalismo sólo en su discurso, desperdiciando la década dorada, la más promisoria de la Argentina -y de Sudamérica toda- desde la declaración de la Independencia.
© LA NACION.