Discutiendo con el kirchnerismo

A propósito de un polémico ensayo del director de la Biblioteca Nacional
Lunes 13 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
Por los tiempos que corren, por las implicancias históricas y políticas del momento, no es posible comentar el reciente y extraordinario ensayo que el director de la Biblioteca Nacional acaba de publicar sin bajar las cartas. Soy ochentista, y siempre me molestó la gendarmería ideológica que los setentistas ejercieron sobre nosotros, tirándonos sus muertos y tratando de disciplinarnos cuando intentábamos corrernos un centímetro de su relato.
No puedo negar que he votado al peronismo en varias ocasiones, por lo que el mote de gorila me resulta infantil y ajeno, aunque es cierto que hoy detecto en ese movimiento triunfante rasgos de un corporativismo inaceptable y el hecho paradójico de haberse convertido, con el ejercicio absoluto y repetido del poder, en una oligarquía política y económica que detenta el Estado, los feudos provinciales y municipales, la hegemonía partidaria y la más oscura burocracia sindical, y que condiciona en consecuencia a toda la gobernabilidad democrática. También es cierto que hoy me siento, como dijo Beatriz Sarlo, un «socialdemócrata sin partido, un alma en pena». Y finalmente soy, a su vez y por encima de todo, un periodista, con todo lo que eso implica para Carta Abierta. Pertenezco, según la propia definición de Horacio González, a «la coalición periodística internacional». Es decir, me interesa denunciar la impostura del Gobierno (sus grandes mentiras), la captura de negocios (el capitalismo de amigos) y la corrupción de ésta y de cualquier otra administración pública. A los intelectuales kirchneristas todos estos temas les parecen preocupaciones de la derecha.
Se puede leer esta curiosa teoría en la página 31 de Kirchnerismo: una controversia cultural , el libro en cuestión, que publica Colihue y que resulta la exacta contracara de La audacia y el cálculo , el ensayo de Sarlo que tanta polvareda ha levantado.
La obra de González, aunque salpicada de frases académicas y a veces un tanto abstrusas, posee la virtud de estar escrita con hondura y honestidad intelectual, rasgos que no abundan en el mundo de la propaganda oficialista. Al revés de José Pablo Feinmann, que rompió su carnet peronista a principios de los años 90, González se quedó dentro del movimiento que había refrendado el indulto y sufrió en los cafés de la avenida Corrientes el giro neoliberal del menemismo. La sorprendente entrada en escena de Néstor Kirchner le devolvió el alma al cuerpo y le recordó por qué razón era peronista. Tragarse sapos había valido la pena.
González es, por más discrepancias que se puedan tener con él, un erudito deslumbrante. Su desafortunado operativo contra Mario Vargas Llosa no borra de ningún modo que se trata de uno de los pensadores más importantes de la Argentina. Y el libro que intentamos reseñar es una muestra acabada de su pericia. Desde el prólogo mismo, el autor asegura que el principal problema de su indagación radica en la palabra «kirchnerismo», que a veces consigue explicarse, y que en otras ocasiones produce «turbación, perplejidad y apuesta».
A lo primero que se aboca es a despejar el vínculo entre política y negocios que rodea al ex presidente. Reconoce la vieja máxima setentista: «La política y el poder se fundamentan en el dinero y las armas». Pero culpa, entre otros, al «periodismo de investigación» por presentar a Kirchner como un hotelero (por El Calafate), es decir: un hombre de fortuna. Nos recuerda, a propósito, que Sarmiento explica los modales y las políticas de Rosas a partir de su condición de estanciero, es decir: a partir de su ética del latifundista empresarial. Más adelante, volverá con el tema citando una frase que Sergio Acevedo le dijo a Luis Majul: «El kirchnerismo dejó de ser un proyecto político con apoyo económico para transformarse en un proyecto económico que usa como excusa a la política».
González merodea entonces lo espinoso: la fortuna de Néstor y Cristina, y admite que la compra de hoteles y de terrenos en El Calafate mientras ejercían a pleno el poder «con no ser un hecho desatinado, muchos hubieran preferido que no sucediera». No se sabe si el sociólogo de Carta Abierta se siente incluido entre quienes tienen ese pudor, pero lo cierto es que menciona el punto como una fatalidad (acusa a los antagonistas de intentar desmoralizar con ese hecho al kirchnerismo) y relativiza luego con ejemplos históricos e internacionales la gravedad de que un dirigente acumule un fuerte patrimonio con ayuda de la política. Desinfla ese pecado recortándolo sobre un paisaje más amplio, donde el financiamiento de los partidos y los enjuagues de las empresas son también enormes agujeros negros, y donde la constitución de candidatos democráticos se hace sumamente difícil. Por ello, González asevera que había en Kirchner «una vocación política neta, con hipótesis setentista acurrucada, considerando la obtención de un respaldo autónomo para la acción política, lo que incluía una hipótesis de emprendimientos económicos particulares. Y esto, en los términos de los tratos reales y las proporciones posibles en el país, en cuanto a la esfera del mercado y la vida comercial o productiva habitual». Dice González que eso proviene de las tradiciones caudillistas, y se pregunta si podría Yrigoyen ser considerado «un invernador ganadero por encima de lo que realmente era».
El libro avanza en la defensa de las credenciales ideológicas de Kirchner como «setentista acurrucado» y trata de protegerlo de otra acusación: su oportunismo con respecto a la política de derechos humanos. Lo salva de una foto de 1982 en la que aparece junto a militares de la última dictadura. Es interesante porque, para hacerlo, necesita tirar abajo el concepto «nadie resiste un archivo», por arbitrario y maniqueísta. Recordemos que es el concepto rector de la televisión kirchnerista y al mismo tiempo el modus operandi de muchos periodistas oficiales, que sacan a relucir documentos del pasado de sus enemigos, pero cuando son víctimas de la misma práctica acusan a los denunciantes de llevar a cabo «políticas de prontuario» y «caza de brujas».
La idea es desbaratar una acusación del periodismo crítico: Kirchner jamás se ocupó de los derechos humanos hasta que empezó a gobernar y a necesitar a esos organismos como escudo ideológico y como anzuelo para ganarse a la progresía. Hay numerosas pruebas de la indiferencia que le despertaba a Néstor Kirchner esa temática. Militantes de izquierda y de esos organismos de Santa Cruz testimonian largamente su desidia. Nada de esto se encuentra en el ensayo de González, pero como se trata de un hombre honesto no puede dejar de señalar ese mismo déficit en un libro poco leído y recordado: Después del derrumbe , una larga entrevista preelectoral que le realizó su inminente secretario de Cultura, Torcuato Di Tella. Allí el candidato Kirchner anticipa sus intereses políticos. «El Gobierno luego iría mucho más allá en muchos temas, sobre todo en materia de derechos humanos, tema que no es tocado en la charla», confiesa González. Subrayo: tema que no es tocado en la charla.
Para desmontar la certeza de que es grave practicar un «capitalismo de amigos», el autor lo contrapone con el «capitalismo serio», con el objeto de desacreditar a éste y dejar por lo tanto en relativa buena posición al primero, que vendría a llenar la antigua fosa vacía que dejó la «burguesía nacional». Sin embargo, no es tan lineal su razonamiento: propugna la necesidad de incluir a empresarios asociados al proyecto en lo que denomina un «frente libertario de transformación nacional» y de inmediato se hace cargo de las contradicciones que perviven dentro del planeta kirchnerista. Lo hace con un espíritu marxista en lo que respecta a la descripción del capitalismo. Espíritu que abandona de vez en cuando para entrar de nuevo en el cuerpo del peronismo («combatiendo al capital») y en un cierto nacionalismo de izquierdas, barrio donde se crió.
Su ensayo se vuelve realmente brillante cuando abandona las defensas de los puntos vulnerables del kirchnerismo y se adentra en las personas y entidades que, aun desde la crítica más dura, ayudaron a construirlo. Es así como se detiene, capítulo a capítulo, en políticos, periodistas y escritores. También en Carta Abierta y en 6,7,8 . Son retratos políticos dictados sobre la cartografía kirchnerista, que para González se despliega sobre el país y lo cambia todo. Viejos amigos son reconocidos y criticados con buena fe, pero sin aceptar los chantajes del afecto, como ocurre con los casos de Pino Solanas y Beatriz Sarlo, a quienes González claramente quisiera en su propio barco. Cuenta sus encontronazos con Vargas y con Caparrós, lucha dialécticamente con Fontevecchia, Morales Solá y Lanata. Admira a Tomás Abraham, pero afirma que piensa «la política a los martillazos». Y homenajea con pena a David Viñas y con devoción a Nicolás Casullo. No deja afuera, por supuesto, a León Rozitchner, Horacio Verbitsky, Ernesto Laclau, Ricardo Forster ni a Feinmann mismo. Son las caras que danzan alrededor del fenómeno que Horacio González describe. Cada una de ellas enhebra, abre o encarna debates de la cultura política de hoy.
La visión de González es efectivamente cultural y política, y no voy a caer en la tentación ni en la descortesía de discutir todos sus argumentos. Sí opino que falta en Kirchnerismo: una controversia cultural el impacto de la economía concreta. Es, por ejemplo, más convincente Héctor Recalde acerca de la importancia del modelo «nacional y popular» que Horacio González, puesto que éste sólo se propone iluminar discusiones ideológicas o pulseadas simbólicas entre el Estado, los partidos, los empresarios y la prensa. Pocas veces desciende de esa simbología a los números y avatares de la inflación, a las paritarias, las privatizaciones, la brecha entre pobres y ricos, y el fango. Es justamente en esa área donde el debate sobre el kirchnerismo se hace aún más fascinante, puesto que su modelo ha refutado durante estos años a la ortodoxia economicista y ha demostrado que por ahora sobrevive a las aves agoreras. Es la economía, estúpido, lo que hace ganar o perder elecciones, y no las guerras teóricas por la palabra ni el control de los medios, podría uno decirse en estos tiempos electorales en los que asoma un claro triunfo del kirchnerismo. A veces hay que repetir los lugares comunes, sobre todo en épocas en las que los saberes parecen diluidos o artificialmente reinventados.
González también se saltea el otro punto nodal de la troica kirchnerista: el peronismo. Le dedica pocas líneas y muestra sólo la punta del iceberg, pero esconde bajo el agua aceitosa las miserias corporativas, las mañas del aparato y las mafias comiciales y gremiales que el viejo movimiento del general Perón mantiene. Ese corpus, que al principio la transversalidad intentó arrasar, pero al que luego Kirchner se entregó con cierta resignación, funciona a golpes de caja disciplinadora. Muchos de sus impresentables caciques y capitanejos brillan por su ausencia en estas páginas. Con semejante ocultamiento, el kirchnerismo intelectual elude también ponerle el pecho a la historia trágica y turbia de esa fuerza todopoderosa.
Haciendo esas salvedades, la lectura de este tratado sobre el partido del poder, esta autobiografía carnal de los kirchneristas auténticos, este lúcido rompecabezas de una fuerza que vino para quedarse, se hace igualmente imprescindible para cualquier lector, incluso para aquel que se encuentre en las antípodas del pensamiento de Carta Abierta. Esta «filosofía del presente», como González define su praxis, seguirá por eso leyéndose y discutiéndose en el futuro.
© La Nacion

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