Don Guillermo, ¿y si pide disculpas?

¿Por qué no rinde en la política argentina pedir disculpas? O como se dice vulgarmente, ¿por qué no “garpa” en la actividad pública animarse a decir “perdón, me equivoqué”?
Algunos creen que este elemental gesto de una persona bien educada, bien aprendida para ser precisos, es una muestra de debilidad que el ejercicio de la función de gobierno no tolera. Pero qué pasaría entre nosotros si los inquilinos del poder (todos) se habituaran a reconocer que marraron y asumieran públicamente que fue involuntario, no querido y se mostraran dispuestos a enmendar el fallo. Imagino un efecto revolucionario, nacional y popular, si un mandatario dijera algo así: “Con toda franqueza, pido disculpas por actos inaceptables de funcionarios públicos. No siento vergüenza en reclamar perdón por aquello en lo que me he equivocado”. Es cierto que esa frase ya fue dicha en la política. Luis Inazio Lula da Silva la dijo ante los periodistas en mayo de 2005 cuando empezaron a aparecer las denuncias por corrupción de dirigentes cercanos a su gobierno. Su sucesora, la enorme presidente Dilma Roussef, se animó a más y descabezó casi una decena de ministerios y empresas estatales ante la sospecha fundada de corrupción y “renunció” a los presuntos responsables. Si hay pruebas para sospechar, apenas indicios, pase a retiro. Si luego la Justicia los encuentra inocentes, serán repuestos en sus cargos. Los dos, son los dirigentes con mayor popularidad y afecto de la comunidad brasilera.
Pedir disculpas no es abdicar de las convicciones. Es sólo conceder que en la defensa de lo que uno piensa comete errores que, si enmendados, permiten bajar un escalón en la concreción de lo soñado para poder seguir subiendo. Claro: de movida, hay que saberse falible. No admitir ningún fallo es pretender evitar la escalera entera del debate y elegir el ascensor del autoritarismo para llegar a la cima, cueste lo que cueste.
Dicen que el secretario de Comercio Guillermo Moreno es poco afecto a trepar escalón por escalón en el ejercicio democrático de su función. Será como afirma el ex ministro Roberto Lavagna que algunos le tienen “miedito” o será como sugieren los que en sus empresas manejan millones y millones y toleran que los amedrente con armas sobre escritorios o con insultos fálicos. Ya se sabe que para que haya un sádico tiene que haber un masoquista. Pero es de este mundo y no de la ficción imaginar que el mandatario de todos nosotros (eso es un secretario de Estado) pueda llamar a la despachante de aduanas Paula de Conto y pedirle disculpas por el exabrupto cometido. Con enorme valentía, esta madre de dos criaturas de 5 y 7 años que se gana la vida favoreciendo el comercio internacional, denunció a Moreno ante la Justicia por haberla amenazado telefónica y personalmente al límite de la grosería. La causa sorteada (se ve que con el viejo método de la “bolilla helada”) fue a dar en el juzgado de Norberto Oyarbide y ahora parece que rebota de manera muy irregular agregando más incredulidad al sistema.
Nadie pide que Moreno no siga luchando por lo que él cree es la proliferación de las empresas fantasmas que importan nada y exportan divisas. Ninguno espera sanamente que no se combata la evasión ni que, siquiera, no se defienda un sistema de control de cambios propio de los años 50, vetusto para el siglo XXI pero apoyado en el juego democrático con el 54% de los votos. Para ello se cuenta con las herramientas republicanas: la Justicia, la investigación administrativa y las eventuales sanciones. En ningún lado civilizado se le suman como método la falta de educación y la prepotencia ejercidas, sobre todo, ante una mujer. Un gobierno que se precia de defender la igualdad de género no debería admitir la patoteada a una dama. Porque eso es igualar en lo peor. Y una disculpa es lo único que se impone.
Supongamos que tal acto implicaría una humillación en los términos de los que entienden la política únicamente bajo el prisma del binomio “amigo-enemigo”. Alcanzaría, don Guillermo, con que levantase un teléfono parecido al que importa la despachante de aduana y le ratificara que está dispuesto a desmenuzar cómo ella trabaja a la hora del pago de impuestos, del cumplimiento de sus obligaciones tributarias y legales pero que ha reconocido que su proceder personal excedió el más elemental respeto y eso merece una disculpa. ¿No “garparía”, a usted y a su gobierno? ¿No cree que si eso pasara, todos podrían mirar con atención su política económica y no su política de relacionamiento a los sopapos con los contribuyentes? ¿No le da curiosidad bajar un escalón para ver cómo es la cosa?
De Conto y unos cuantos millones de ciudadanos argentinos más sentiríamos que enfrente habría lugar para alguien que sólo piensa distinto. No un espacio para rotular a los gritos a un opositor que merece el insulto, el desprecio y hasta el deseo de la inexistencia.
¿Es mucho pedir, don Guillermo?

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