El cantinero sabía

El ascenso del ahora teniente general César Milani es un grave error político. Pero afirmar que ello invalida la política de derechos humanos de la última década revela un sesgo deliberado. No por casualidad, esa pretensión no proviene de quienes han luchado por la memoria, la verdad y la justicia, sino de aquellos que siempre se opusieron o al menos fueron indiferentes a todo avance en esa dirección. El debate en el Senado no contribuyó a clarificar lo que estaba en juego. La oposición descalificó a Milani como represor o genocida, dio por sentado que se había enriquecido en forma ilícita, que realizaba tareas prohibidas de inteligencia interior y que politizaba al Ejército al alinearlo con el gobierno. El oficialismo se limitó a señalar que le cabía la presunción de inocencia, ya que no había sido condenado ni imputado por la Justicia. Estas dos equivocaciones simétricas obedecen a la confusión entre un juicio penal y un trámite administrativo y político. Ya en marzo de 1986, Emilio Mignone le escribía a la Comisión de Acuerdos del Senado que “no existe en nuestro ordenamiento jurídico el derecho al ascenso, ni esa expectativa puede constituir nunca un derecho adquirido, del cual sólo se puede ser privado en virtud de sentencia judicial”. Para el presidente fundador del CELS, el ascenso “implica un reconocimiento a sus virtudes, un premio por su desempeño y una prueba de confianza administrativa. Cuando el ascendido es un oficial superior de las Fuerzas Armadas, esa confianza administrativa lo es también política, no en el sentido partidario pero sí en el sentido institucional, por cuanto es en aquellos hombres en quienes se depositan las armas de la República y, con ello, la suerte de la vida y la libertad de los argentinos”.
Lo que Milani haya hecho como subteniente es objeto de procesos judiciales, que determinarán si le corresponde una condena, a lo que nadie debe adelantarse. Lo que se debate desde que su pliego ingresó al Senado es su idoneidad como general y su apego a los principios democráticos imprescindibles para ocupar la jefatura de Estado Mayor del Ejército. Por eso, cuando Milani pidió formular su descargo, el CELS no lo interrogó sobre las causas penales sino respecto del contexto en que los hechos sucedieron y las valoraciones que hoy le merecen. Por propia voluntad agregó respuestas a preguntas que el CELS no le hizo.
– Milani dijo que en La Rioja la represión fue pasiva y de baja intensidad. Esto no es cierto. Mientras él estuvo allí fueron asesinados por militares y policías el obispo Enrique Angelelli, los sacerdotes Carlos Murias y Gabriel Longeville y el laico Wenceslao Pedernera.
– Como era muy joven y lo condicionaba la formación militar, “no tuve conocimiento sobre violaciones a los derechos humanos”. Esta afirmación es inverosímil en un hombre de familia política, con militancia en el justicialismo, que fue la primera fuerza en denunciar el carácter terrorista de la represión estatal. En esa unidad, en la que Milani comía y dormía, sólo revistaban 30 oficiales, lo cual descalifica su pretendida ignorancia.
– Desconoce la existencia de un Centro Clandestino de Detención en el Batallón 141 de Ingenieros. Nunca vio civiles detenidos en la unidad y sólo realizaba trabajo de ingeniería militar en construcciones. Los comunicados del jefe de Milani, coronel Osvaldo Héctor Pérez Battaglia, que el CELS aportó al Senado, invitaban a denunciar en el Batallón a los denominados subversivos y las causas judiciales falladas en el último año prueban que también allí iban a reclamar noticias los familiares de los secuestrados. Ningún oficial de la unidad podía desconocerlo.
– Sólo trasladó detenidos de la cárcel legal al juzgado legal. En esa cárcel funcionaba un Centro Clandestino donde la Justicia probó que se torturaba a los detenidos. Y el juzgado también cumplía una función en el circuito represivo, blanqueando el costado clandestino e ilegal, por lo cual hoy está detenido el entonces juez Roberto Catalán.
– Milani no conocía a quienes trasladaba ni qué se les reprochaba, ya que todo el trámite estaba a cargo de la policía. El sólo acompañaba al patrullero en una función técnica. Esta afirmación contradice la normativa vigente entonces, por la cual el Batallón 141 era el asiento del Area de Seguridad 314, que encabezaba la represión en La Rioja y que conducía operacionalmente a las demás fuerzas, provinciales y nacionales, como la Fuerza Aérea y las policías.
– El acta de deserción del soldado Alberto Agapito Ledo fue un procedimiento administrativo formal que le encargaron por ser el oficial de menor graduación en una subunidad distinta a la del conscripto. Sólo debía contener una sintética y clara descripción de la forma y circunstancia en la que se produjo el hecho. Pero según el Código de Justicia Militar y el reglamento que regían entonces, debía practicar todas aquellas diligencias que “mejor convengan al esclarecimiento de los hechos que se investigan y de sus circunstancias”. Esto incluía, por ejemplo, entrevistar a otros conscriptos, comunicarse con la familia de Ledo, o, al menos, dar cuenta de las posibles razones de la deserción. Lo confirmó el procesado oficial Esteban Sanguinetti en su declaración indagatoria, cuando dijo que había encargado a Milani “la investigación profunda del caso”.
En 1984, el cantinero del Batallón, Bartolomé Juan Mario Bonissone, declaró ante la Comisión Riojana de Derechos Humanos que en la unidad se comentaba que un soldado fue llevado a Tucumán y asesinado “por usar la bazuca a lo extremista”. En su exhaustiva investigación “El Escuadrón Perdido”, sobre los 129 soldados secuestrados y desaparecidos, el capitán José Luis D’Andrea Mohr sólo consigna el caso de un conscripto riojano, Alberto Agapito Ledo. Si el concesionario civil de la cantina sabía lo sucedido, ¿quién puede creer que lo desconociera el oficial que llevó a Ledo en comisión a Tucumán y que luego instruyó el acta falsa sobre su deserción? Por último, el 8 de julio de 1976, Pérez Battaglia exhortó a la ciudadanía a “combatir al delincuente que disfrazado de soldado destruye la vida de los defensores de nuestra nacionalidad”. El presunto candor de las respuestas del general Milani queda al desnudo a la luz de estas palabras, pronunciadas diez días después de que el subteniente Milani firmara el documento falso que encubrió la desaparición del único soldado riojano al que cuadraba la definición brutal de Pérez Battaglia.

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