Las designaciones del Poder Ejecutivo Nacional en la Agencia Federal de Inteligencia resultan desconcertantes y deberían ser reconsideradas
Las organizaciones de inteligencia y sus actividades tienen muy malos antecedentes y un tan triste como merecido desprestigio en nuestro país, consecuencia de nuestra compleja historia y de muchos funcionarios y dirigentes que no entendieron estas delicadas responsabilidades como una política de Estado, sino como instrumentos para obtener innobles ventajas de facción. De allí que resulte clave la presentación que hoy deben efectuar ante la Comisión de Acuerdos del Senado quienes han sido postulados por el Poder Ejecutivo Nacional para ocupar los cargos de director general y subdirectora general de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), al igual que las preguntas que los legisladores les formulen en virtud de los severos cuestionamientos que ambos candidatos, designados hasta hoy «en comisión», han recibido por parte de distintas asociaciones civiles.
La AFI, sucesora de la Secretaría de Inteligencia (SI), ha heredado un larguísimo proceso de degradación institucional, además del particular daño provocado por los arbitrarios y bruscos giros de las administraciones kirchneristas, que trataron de utilizar los organismos de inteligencia como un instrumento extorsivo o corruptor sobre dirigentes opositores, sectores sociales y miembros del Poder Judicial, con no poca eficiencia.
Frente a los nuevos y graves riesgos a los cuales nos expone el auge global del terrorismo fundamentalista y la necesidad de reconsiderar y revalorizar los compromisos de nuestra política doméstica y nuestras alianzas internacionales, resultan desconcertantes ciertas decisiones del presidente Mauricio Macri en la materia.
Es obvio que el titular o la cabeza del sistema de inteligencia debe contar con la total confianza del jefe del Estado. No sólo por el secreto, sino también por la particular relación entre el principal proveedor de información confidencial y quien posee el mandato republicano de decidir sobre ella. Lo contrario -la desconfianza entre ellos sería un absurdo. Pero también debería ser un requisito, en materia tan compleja, la idoneidad profesional.
Resulta por eso difícil entender la designación del escribano Gustavo Arribas como titular de la AFI y cabeza del supuesto sistema nacional de inteligencia. Es un escribano que estuvo radicado en Brasil hasta su designación, que se ha dedicado con prosperidad a la compraventa de jugadores de fútbol y a quien no se le conocen antecedentes en la especialidad.
Mucho más cuestionable resulta la designación de Silvia Majdalani como subdirectora general de la AFI. Habiendo sido diputada nacional en representación de Pro, fue integrante de la Comisión Bicameral de Fiscalización de Organismos y Actividades de Inteligencia, que se ha destacado en todos estos años por su llamativa falta de resultados y por no controlar nada de lo que debía controlar. En tal sentido, se le ha cuestionado una estrecha relación con Francisco Larcher, formalmente el segundo y en la práctica el jefe operativo de la inteligencia de Néstor y Cristina Kirchner.
No menos inquietantes resultan las denuncias presentadas por el legislador porteño y presidente de la Fundación La Alameda, Gustavo Vera, contra la propuesta subdirectora de la AFI. Se refieren a sospechas sobre el origen de los fondos de distintas sociedades comerciales integradas por Majdalani y detrás de las cuales podrían esconderse maniobras de lavado de dinero, corrupción y evasión tributaria, según Vera.
Otras designaciones han resultado cuestionables. Con el padrinazgo de Majdalani, fue designado director de Inteligencia sobre Delincuencia Económica y Financiera el fiscal federal Eduardo Miragaya, quien asumió sus funciones antes de ser autorizado por la Procuración. Cabe preguntarse cómo se relaciona esa dirección secreta con la Unidad de Información Financiera (UIF), en la que descansan las atribuciones y limitaciones legales en la materia.
Otros dos nombramientos objetables, los del director de Asuntos Judiciales, Sebastián De Stefano, y el director de Finanzas, Juan José Galea, son adjudicados a la directa influencia del empresario del juego y presidente de Boca, Daniel Angelici, denunciado por Elisa Carrió como «operador» del oficialismo sobre la justicia federal, aunque no haya expediente que pueda probar tal padrinazgo.
Galea ya ocupó esas funciones durante la presidencia de Fernando de la Rúa. Reporta desde entonces, política y casi fraternalmente, a Darío Richarte, quien fue segundo de la SIDE en aquellos años y, más tarde, letrado defensor de Amado Boudou, Claudio Uberti y el ahora celebérrimo ex secretario de Obras Públicas José López, entre otros. Richarte renunció a esas defensas cuando el ex espía Antonio Stiuso fue obligado a jubilarse. Siempre en los números, Galea fue sucesivamente contador de los empresarios periodísticos Daniel Hadad y Sergio Szpolski. Ahora regresó a manejar los dineros de la AFI.
Con alguna coherencia preocupante, en sincronía, el Presidente derogó el 9 de mayo último el decreto que establecía un protocolo de rendición de gastos para los fondos reservados de la AFI. Casi paradójicamente, esa norma había sido dictada por Cristina Fernández de Kirchner, en un intento por controlar a los espías que se le habían insubordinado en la etapa final de su mandato. Ahora el manejo de esos fondos vuelve a ser otra caja negra perdida en el mar.
El Gobierno no parece haber comenzado a recorrer el camino para construir el sistema de inteligencia que requiere el país y nos demanda el mundo. La escala virtuosa de la seguridad, en su acepción más amplia, como objetivo de una comunidad, requiere mucha prevención, mucha disuasión y la capacidad de represión física eficiente, en ese orden.
Pero la llamada inteligencia civil, crecientemente involucrada en la política interna durante nuestros gobiernos surgidos de la voluntad popular, ha sufrido deformaciones equivalentes a las de la inteligencia militar durante los gobiernos de facto. A tal extremo que, despojados de una inteligencia de seguridad entendida como conocimiento previo puesto al servicio de los decisores políticos para anticiparse a los costos de la experiencia, sufrimos dos gravísimos atentados terroristas, como los ataques contra la Embajada de Israel y la sede de la AMIA.
Es imprescindible reconocer esto para saldar la deuda institucional del Estado argentino con sus ciudadanos por no haberse previsto un sistema de inteligencia efectivo y republicano. No habrá soluciones mágicas, pero deben buscarse decisiones adecuadas, pensando en una efectiva renovación de los responsables del área y dejando de insistir en los mismos errores de los últimos años.
Las organizaciones de inteligencia y sus actividades tienen muy malos antecedentes y un tan triste como merecido desprestigio en nuestro país, consecuencia de nuestra compleja historia y de muchos funcionarios y dirigentes que no entendieron estas delicadas responsabilidades como una política de Estado, sino como instrumentos para obtener innobles ventajas de facción. De allí que resulte clave la presentación que hoy deben efectuar ante la Comisión de Acuerdos del Senado quienes han sido postulados por el Poder Ejecutivo Nacional para ocupar los cargos de director general y subdirectora general de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), al igual que las preguntas que los legisladores les formulen en virtud de los severos cuestionamientos que ambos candidatos, designados hasta hoy «en comisión», han recibido por parte de distintas asociaciones civiles.
La AFI, sucesora de la Secretaría de Inteligencia (SI), ha heredado un larguísimo proceso de degradación institucional, además del particular daño provocado por los arbitrarios y bruscos giros de las administraciones kirchneristas, que trataron de utilizar los organismos de inteligencia como un instrumento extorsivo o corruptor sobre dirigentes opositores, sectores sociales y miembros del Poder Judicial, con no poca eficiencia.
Frente a los nuevos y graves riesgos a los cuales nos expone el auge global del terrorismo fundamentalista y la necesidad de reconsiderar y revalorizar los compromisos de nuestra política doméstica y nuestras alianzas internacionales, resultan desconcertantes ciertas decisiones del presidente Mauricio Macri en la materia.
Es obvio que el titular o la cabeza del sistema de inteligencia debe contar con la total confianza del jefe del Estado. No sólo por el secreto, sino también por la particular relación entre el principal proveedor de información confidencial y quien posee el mandato republicano de decidir sobre ella. Lo contrario -la desconfianza entre ellos sería un absurdo. Pero también debería ser un requisito, en materia tan compleja, la idoneidad profesional.
Resulta por eso difícil entender la designación del escribano Gustavo Arribas como titular de la AFI y cabeza del supuesto sistema nacional de inteligencia. Es un escribano que estuvo radicado en Brasil hasta su designación, que se ha dedicado con prosperidad a la compraventa de jugadores de fútbol y a quien no se le conocen antecedentes en la especialidad.
Mucho más cuestionable resulta la designación de Silvia Majdalani como subdirectora general de la AFI. Habiendo sido diputada nacional en representación de Pro, fue integrante de la Comisión Bicameral de Fiscalización de Organismos y Actividades de Inteligencia, que se ha destacado en todos estos años por su llamativa falta de resultados y por no controlar nada de lo que debía controlar. En tal sentido, se le ha cuestionado una estrecha relación con Francisco Larcher, formalmente el segundo y en la práctica el jefe operativo de la inteligencia de Néstor y Cristina Kirchner.
No menos inquietantes resultan las denuncias presentadas por el legislador porteño y presidente de la Fundación La Alameda, Gustavo Vera, contra la propuesta subdirectora de la AFI. Se refieren a sospechas sobre el origen de los fondos de distintas sociedades comerciales integradas por Majdalani y detrás de las cuales podrían esconderse maniobras de lavado de dinero, corrupción y evasión tributaria, según Vera.
Otras designaciones han resultado cuestionables. Con el padrinazgo de Majdalani, fue designado director de Inteligencia sobre Delincuencia Económica y Financiera el fiscal federal Eduardo Miragaya, quien asumió sus funciones antes de ser autorizado por la Procuración. Cabe preguntarse cómo se relaciona esa dirección secreta con la Unidad de Información Financiera (UIF), en la que descansan las atribuciones y limitaciones legales en la materia.
Otros dos nombramientos objetables, los del director de Asuntos Judiciales, Sebastián De Stefano, y el director de Finanzas, Juan José Galea, son adjudicados a la directa influencia del empresario del juego y presidente de Boca, Daniel Angelici, denunciado por Elisa Carrió como «operador» del oficialismo sobre la justicia federal, aunque no haya expediente que pueda probar tal padrinazgo.
Galea ya ocupó esas funciones durante la presidencia de Fernando de la Rúa. Reporta desde entonces, política y casi fraternalmente, a Darío Richarte, quien fue segundo de la SIDE en aquellos años y, más tarde, letrado defensor de Amado Boudou, Claudio Uberti y el ahora celebérrimo ex secretario de Obras Públicas José López, entre otros. Richarte renunció a esas defensas cuando el ex espía Antonio Stiuso fue obligado a jubilarse. Siempre en los números, Galea fue sucesivamente contador de los empresarios periodísticos Daniel Hadad y Sergio Szpolski. Ahora regresó a manejar los dineros de la AFI.
Con alguna coherencia preocupante, en sincronía, el Presidente derogó el 9 de mayo último el decreto que establecía un protocolo de rendición de gastos para los fondos reservados de la AFI. Casi paradójicamente, esa norma había sido dictada por Cristina Fernández de Kirchner, en un intento por controlar a los espías que se le habían insubordinado en la etapa final de su mandato. Ahora el manejo de esos fondos vuelve a ser otra caja negra perdida en el mar.
El Gobierno no parece haber comenzado a recorrer el camino para construir el sistema de inteligencia que requiere el país y nos demanda el mundo. La escala virtuosa de la seguridad, en su acepción más amplia, como objetivo de una comunidad, requiere mucha prevención, mucha disuasión y la capacidad de represión física eficiente, en ese orden.
Pero la llamada inteligencia civil, crecientemente involucrada en la política interna durante nuestros gobiernos surgidos de la voluntad popular, ha sufrido deformaciones equivalentes a las de la inteligencia militar durante los gobiernos de facto. A tal extremo que, despojados de una inteligencia de seguridad entendida como conocimiento previo puesto al servicio de los decisores políticos para anticiparse a los costos de la experiencia, sufrimos dos gravísimos atentados terroristas, como los ataques contra la Embajada de Israel y la sede de la AMIA.
Es imprescindible reconocer esto para saldar la deuda institucional del Estado argentino con sus ciudadanos por no haberse previsto un sistema de inteligencia efectivo y republicano. No habrá soluciones mágicas, pero deben buscarse decisiones adecuadas, pensando en una efectiva renovación de los responsables del área y dejando de insistir en los mismos errores de los últimos años.