El único acuerdo amplio que existe entre los economistas argentinos es que la tasa de inflación es alta, con independencia de la vara con la que se mida. Ni en su tendencia, ni en las causas que la explican hay consenso. Es de esos temas que históricamente han dividido a la profesión, ya desde los lejanos ochentas, tanto en las propuestas de política económica como en la propia enseñanza de la macroeconomía.
Bajarla, y de qué forma, empieza a ser uno de los desafíos críticos en los próximos tiempos. La inflación no es neutral, aún en los niveles actuales, porque introduce ruido e incertidumbre en los precios relativos. Pero también es real que desde 2007 las familias, las empresas, los inversores, los trabajadores lograron adaptarse a estas variaciones anuales en los precios. ¿Por qué? Porque la inflación, si bien alta, fue estable. Y esta estabilidad, aunque subóptima, fue un mejor resultado que la espiralización de precios tantas veces pronosticada.
Pero el tiempo de actuar ha llegado. Las tensiones acumuladas entre precios, salarios, tipo de cambio y agregados monetarios son importantes. En 66 meses los salarios privados lograron ubicarse algunos escalones por encima de la inflación y la variación del M1, y todos claramente muy por arriba de la variación del dólar. Estas inconsistencias comienzan a reducir el horizonte de decisión, cuando es necesario ampliarlo para aumentar la inversión y el empleo.
En economía hay una tendencia natural a explicar fenómenos con recetas simples. La inflación no es la excepción. La visión de que es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario es una de ellas; se asume que los precios están asociados sólo a la cantidad de dinero, y que ésta puede ser totalmente controlada por el Banco Central, con independencia del momento del ciclo económico o de la situación fiscal.
Una leve variación de este enfoque monetarista es la posición de los fiscalistas, que postulan que aunque existe relación entre dinero y precios, la cantidad la define la política fiscal (léase, el gasto del gobierno). Si el Tesoro entra en déficit, y no tiene posibilidad de colocar deuda a tasas sustentables, deberá monetizarlo emitiendo dinero, aumentando la circulación no deseada y finalmente, elevando la tasa de inflación.
La literatura académica es contundente al indicar que los análisis puramente monetarios no explican por completo el fenómeno inflacionario, pero también es cierto que siempre cuando hay inflación, como en la Argentina, aumenta la cantidad de dinero. En consecuencia, cualquier intento que busque desinflar los precios debe atender lo fiscal y lo monetario.
El caso argentino muestra además que las expectativas sobre las conductas han determinado, y lo siguen haciendo, una parte del proceso inflacionario en estos años. En la recesión de 2009, aun cuando la inflación se redujo, siguió por encima de 10% anual. También se sabe que cuanto más intensa es la inflación (en nivel y persistencia) mayor es la incoherencia de expectativas y las decisiones erróneas, tanto privadas como públicas.
En la otra vereda, la de los enfoques de puja distributiva y de inflación estructural, los aumentos de precios no tienen origen monetario. En el primer caso, responden a los costos de producción: los precios de los bienes dependen de los precios de los factores productivos. En la visión estructural, la inflación es resultado de cambios en los precios relativos entre distintos sectores.
Los salarios, para algunas de estas teorías, se forman como resultado de la interacción de sindicatos y gobierno. Parece ser el caso local. Los aportes de economistas argentinos (Frenkel, Heymann) a estas visiones plantean que si además existe indexación salarial a la inflación pasada, ésta se traslada hacia adelante, generando inercia y una agudización de la puja distributiva. El resultado: aumentos acelerados en los precios.
Es obvio que si buena parte del problema fuese éste, las autoridades disponen de poco margen, porque enfriar la demanda sólo actuaría sobre las cantidades producidas y no sobre la formación de precios. Lo único que puede hacer el gobierno y su Banco Central en estos escenarios es adaptarse endógenamente, ser un seguidor de un sector privado líder…
La agenda de estabilización tendría que incorporar todos estos enfoques para bajar la inflación. La experiencia argentina nos dice que estabilizar implica tomar decisiones distributivas. No es un juego de suma cero. El gobierno debe resignarse a recaudar el impuesto inflacionario, por ejemplo. Pero estabilizar no significa ajustar ni redistribuir en contra de los sectores más vulnerables. Al contrario; bien entendido, equivale a sostener el aumento del poder real de compra de los trabajadores y los jubilados. Tampoco se requiere una terapia de shock, como sí era necesario en las intensas inflaciones ochentistas.
Gradualmente, con políticas de ingresos, tarifas y salarios adecuadas, que hagan consistentes los movimientos de precios y los niveles de demanda, el gobierno puede lograr bajar la inflación a 15% en 2013. En la transición, el Indec tendría que volver a tener un IPC creíble para que las expectativas también terminen convergiendo.
Bajarla, y de qué forma, empieza a ser uno de los desafíos críticos en los próximos tiempos. La inflación no es neutral, aún en los niveles actuales, porque introduce ruido e incertidumbre en los precios relativos. Pero también es real que desde 2007 las familias, las empresas, los inversores, los trabajadores lograron adaptarse a estas variaciones anuales en los precios. ¿Por qué? Porque la inflación, si bien alta, fue estable. Y esta estabilidad, aunque subóptima, fue un mejor resultado que la espiralización de precios tantas veces pronosticada.
Pero el tiempo de actuar ha llegado. Las tensiones acumuladas entre precios, salarios, tipo de cambio y agregados monetarios son importantes. En 66 meses los salarios privados lograron ubicarse algunos escalones por encima de la inflación y la variación del M1, y todos claramente muy por arriba de la variación del dólar. Estas inconsistencias comienzan a reducir el horizonte de decisión, cuando es necesario ampliarlo para aumentar la inversión y el empleo.
En economía hay una tendencia natural a explicar fenómenos con recetas simples. La inflación no es la excepción. La visión de que es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario es una de ellas; se asume que los precios están asociados sólo a la cantidad de dinero, y que ésta puede ser totalmente controlada por el Banco Central, con independencia del momento del ciclo económico o de la situación fiscal.
Una leve variación de este enfoque monetarista es la posición de los fiscalistas, que postulan que aunque existe relación entre dinero y precios, la cantidad la define la política fiscal (léase, el gasto del gobierno). Si el Tesoro entra en déficit, y no tiene posibilidad de colocar deuda a tasas sustentables, deberá monetizarlo emitiendo dinero, aumentando la circulación no deseada y finalmente, elevando la tasa de inflación.
La literatura académica es contundente al indicar que los análisis puramente monetarios no explican por completo el fenómeno inflacionario, pero también es cierto que siempre cuando hay inflación, como en la Argentina, aumenta la cantidad de dinero. En consecuencia, cualquier intento que busque desinflar los precios debe atender lo fiscal y lo monetario.
El caso argentino muestra además que las expectativas sobre las conductas han determinado, y lo siguen haciendo, una parte del proceso inflacionario en estos años. En la recesión de 2009, aun cuando la inflación se redujo, siguió por encima de 10% anual. También se sabe que cuanto más intensa es la inflación (en nivel y persistencia) mayor es la incoherencia de expectativas y las decisiones erróneas, tanto privadas como públicas.
En la otra vereda, la de los enfoques de puja distributiva y de inflación estructural, los aumentos de precios no tienen origen monetario. En el primer caso, responden a los costos de producción: los precios de los bienes dependen de los precios de los factores productivos. En la visión estructural, la inflación es resultado de cambios en los precios relativos entre distintos sectores.
Los salarios, para algunas de estas teorías, se forman como resultado de la interacción de sindicatos y gobierno. Parece ser el caso local. Los aportes de economistas argentinos (Frenkel, Heymann) a estas visiones plantean que si además existe indexación salarial a la inflación pasada, ésta se traslada hacia adelante, generando inercia y una agudización de la puja distributiva. El resultado: aumentos acelerados en los precios.
Es obvio que si buena parte del problema fuese éste, las autoridades disponen de poco margen, porque enfriar la demanda sólo actuaría sobre las cantidades producidas y no sobre la formación de precios. Lo único que puede hacer el gobierno y su Banco Central en estos escenarios es adaptarse endógenamente, ser un seguidor de un sector privado líder…
La agenda de estabilización tendría que incorporar todos estos enfoques para bajar la inflación. La experiencia argentina nos dice que estabilizar implica tomar decisiones distributivas. No es un juego de suma cero. El gobierno debe resignarse a recaudar el impuesto inflacionario, por ejemplo. Pero estabilizar no significa ajustar ni redistribuir en contra de los sectores más vulnerables. Al contrario; bien entendido, equivale a sostener el aumento del poder real de compra de los trabajadores y los jubilados. Tampoco se requiere una terapia de shock, como sí era necesario en las intensas inflaciones ochentistas.
Gradualmente, con políticas de ingresos, tarifas y salarios adecuadas, que hagan consistentes los movimientos de precios y los niveles de demanda, el gobierno puede lograr bajar la inflación a 15% en 2013. En la transición, el Indec tendría que volver a tener un IPC creíble para que las expectativas también terminen convergiendo.
Un comentario en «El Gobierno tiene herramientas para bajar la inflación a 15% en el 2013»