Un destacado catedrático de Harvard, el brasileño Roberto Mangabeira Unger, se pregunta cómo cambiar la historia de la Argentina, «el único país que logró subdesarrollarse». Hoy, parecería ser que este país sin remedio encontró una sociedad mayoritariamente dispuesta a tomar de su propia medicina, renovando por cuatro años una receta prescripta hace ocho. El kirchnerismo se ha convertido en un tratamiento prolongado sin medicina alternativa a la vista, en el que los opositores parecen marcas de remedio compitiendo con un genérico.
Los insaciables se construyen solos y cuando ya nada les alcanza para saciar su avidez, también solos superan el síndrome de abstinencia devorándose a sí mismos. Pero no se sienten suicidas sino mesías. Poseen la certeza de que devorando al hombre alimentan el mito, tal cual lo ha demostrado quien prestó su apellido al kirchnerismo y tal cual lo sigue prolongando quien lo heredó.
Los insaciables no miden el tiempo desde la eternidad del reloj, sino desde el instante del cronómetro. Y como carecen de eternidad para construir creencias individuales basadas en la consistencia entre el origen del ser y la legitimidad del hacer, saben que tienen los días contados para formar imaginarios colectivos sustentados en la relación entre lo que simboliza el hacer y la habilidad del parecer.
Los insaciables se despiertan abriendo la agenda pública y se duermen cerrando la agenda oculta. Se duermen soñando con el poder acumulado y se despiertan pensando en el poder que aún les resta obtener. No se preocupan por la legitimidad de origen porque saben que impondrán la legitimidad de gestión. Muestran sus garras en privado, aprietan su puño en las relaciones bilaterales y sobreactúan sus caricias en público. Tienen gran habilidad para medir sus palabras, que emplean para crear sentido de realidad y cuentan con una gran precisión para exacerbar sus tonos, que utilizan para resaltar las conductas públicas que quieren imponer y para esconder los incentivos privados que no pueden revelar.
No negocian, ordenan. No piden, exigen. No dialogan, monologan. No pierden, se repliegan. No se caen, se agachan para tomar impulso. Puede que cedan algún espacio, jamás poder. No participan, disputan. No se asocian, se alían. Sus vínculos no están definidos por el afecto hacia el aliado, sino por los efectos que el aliado produce en la realidad.
El líder instalado, por caso el presidente en ejercicio, debe ser capaz de construir tres tipos de legitimidades: de origen, de gestión y de contraste. El kirchnerismo se vio obligado a amasar el primero en simultáneo con el segundo, y al tercero lo construyó desde la fatalidad.
La legitimidad de origen le fue negada cuando Carlos Menem desertó de la segunda vuelta en las elecciones de 2003, hecho que terminó consagrando a Néstor Kirchner como el presidente menos votado de la historia. Pero supo rápidamente, desde el ejercicio del rol, incrementar meteóricamente los porcentajes de aceptación popular y logró construir, en simultáneo, legitimidad de origen y de gestión, a tal punto que convirtió la gestión en su origen.
La legitimidad por contraste llegó a partir de la muerte del propio Kirchner, lo que brindó la posibilidad, brillantemente aprovechada por el kirchnerismo, de no tener que buscar un contraste externo, sino que pudo crearlo dentro del propio espacio. Así, Cristina se vistió de viuda para despedir a su marido y dar la bienvenida a sí misma. Cuanto más recuerda a El desde la retórica, más se diferencia desde las formas. Logró distinguirse de su figura sin traicionarlo, porque al ungirlo como único, ella renunció a toda competencia. Si alguien busca apoyar un contraste a aquel kirchnerismo exacerbado y hostil, encontrará la opción en este kirchnerismo medido y amigable. En definitiva, Néstor y Cristina son dos nombres para un mismo apellido.
La ideología es una cosmovisión que organiza las ideas en pos del bienestar. El kirchnerismo es una construcción aggiornada que sabe que la sociedad define sus tendencias ya no a partir de principios -que requieren mucho tiempo para consolidarse-, sino desde estímulos, que responden a la inmediatez del golpe y efecto. Esta ideología del estímulo encuentra su expresión en la ideografía kirchnerista.
La ideología es racional, intangible, rígida y pretende enamorar. La ideografía es emotiva, icónica, plástica y aspira a seducir. La ideología busca causas. La ideografía, efectos. Por eso, el kirchnerismo no es una ideología que ordena ideas, sino una ideografía que visibiliza símbolos. Mientras que la ideología es la expresión retórica de la racionalidad, la ideografía es la expresión estética de la emoción, no necesita convencer sino impregnar sentido. Y lo hace desde una receta magistral: el kirchnerismo no es la expresión del abuso de poder, sino del poder simbólico abusivo y no apunta a la dominación tiránica de la plebe, sino a la creación tiránica de oportunidades.
En definitiva, una inyección (el insaciable ánimo de poder), una radiografía (convertirse en el propio contraste) y un remedio (la ideología de la ideografía) que explican el tratamiento: mientras los diversos referentes de la oposición se concentran en medir la temperatura, el kirchnerismo se dedica a informar la sensación térmica. Santo remedio, pues los habitantes de las sociedades modernas no reclaman datos rigurosos para diagnosticar realidades, sino que viven la realidad a partir de lo que los mensajes les hacen sentir.
Hace rato que el rigor fue reemplazado por la fruición. Es por eso que esta misma sociedad que en octubre pasado votó por la Presidenta, dos años antes castigó al ex presidente. Pero el kirchnerismo atendió el síntoma y comprendió a tiempo que los argentinos no están demandando al gobierno que garantice un Estado democrático, ni siquiera un Estado benefactor, sino apenas un estado de ánimo.
Por eso, cuando la Presidenta arrasó en las elecciones primarias dijo que «los votos no son de nadie». Que es otra manera de decir que los votos son y serán ya no de quien encarne la conciencia de un pueblo, sino de quien interprete el inconsciente colectivo.
© La Nacion.
Los insaciables se construyen solos y cuando ya nada les alcanza para saciar su avidez, también solos superan el síndrome de abstinencia devorándose a sí mismos. Pero no se sienten suicidas sino mesías. Poseen la certeza de que devorando al hombre alimentan el mito, tal cual lo ha demostrado quien prestó su apellido al kirchnerismo y tal cual lo sigue prolongando quien lo heredó.
Los insaciables no miden el tiempo desde la eternidad del reloj, sino desde el instante del cronómetro. Y como carecen de eternidad para construir creencias individuales basadas en la consistencia entre el origen del ser y la legitimidad del hacer, saben que tienen los días contados para formar imaginarios colectivos sustentados en la relación entre lo que simboliza el hacer y la habilidad del parecer.
Los insaciables se despiertan abriendo la agenda pública y se duermen cerrando la agenda oculta. Se duermen soñando con el poder acumulado y se despiertan pensando en el poder que aún les resta obtener. No se preocupan por la legitimidad de origen porque saben que impondrán la legitimidad de gestión. Muestran sus garras en privado, aprietan su puño en las relaciones bilaterales y sobreactúan sus caricias en público. Tienen gran habilidad para medir sus palabras, que emplean para crear sentido de realidad y cuentan con una gran precisión para exacerbar sus tonos, que utilizan para resaltar las conductas públicas que quieren imponer y para esconder los incentivos privados que no pueden revelar.
No negocian, ordenan. No piden, exigen. No dialogan, monologan. No pierden, se repliegan. No se caen, se agachan para tomar impulso. Puede que cedan algún espacio, jamás poder. No participan, disputan. No se asocian, se alían. Sus vínculos no están definidos por el afecto hacia el aliado, sino por los efectos que el aliado produce en la realidad.
El líder instalado, por caso el presidente en ejercicio, debe ser capaz de construir tres tipos de legitimidades: de origen, de gestión y de contraste. El kirchnerismo se vio obligado a amasar el primero en simultáneo con el segundo, y al tercero lo construyó desde la fatalidad.
La legitimidad de origen le fue negada cuando Carlos Menem desertó de la segunda vuelta en las elecciones de 2003, hecho que terminó consagrando a Néstor Kirchner como el presidente menos votado de la historia. Pero supo rápidamente, desde el ejercicio del rol, incrementar meteóricamente los porcentajes de aceptación popular y logró construir, en simultáneo, legitimidad de origen y de gestión, a tal punto que convirtió la gestión en su origen.
La legitimidad por contraste llegó a partir de la muerte del propio Kirchner, lo que brindó la posibilidad, brillantemente aprovechada por el kirchnerismo, de no tener que buscar un contraste externo, sino que pudo crearlo dentro del propio espacio. Así, Cristina se vistió de viuda para despedir a su marido y dar la bienvenida a sí misma. Cuanto más recuerda a El desde la retórica, más se diferencia desde las formas. Logró distinguirse de su figura sin traicionarlo, porque al ungirlo como único, ella renunció a toda competencia. Si alguien busca apoyar un contraste a aquel kirchnerismo exacerbado y hostil, encontrará la opción en este kirchnerismo medido y amigable. En definitiva, Néstor y Cristina son dos nombres para un mismo apellido.
La ideología es una cosmovisión que organiza las ideas en pos del bienestar. El kirchnerismo es una construcción aggiornada que sabe que la sociedad define sus tendencias ya no a partir de principios -que requieren mucho tiempo para consolidarse-, sino desde estímulos, que responden a la inmediatez del golpe y efecto. Esta ideología del estímulo encuentra su expresión en la ideografía kirchnerista.
La ideología es racional, intangible, rígida y pretende enamorar. La ideografía es emotiva, icónica, plástica y aspira a seducir. La ideología busca causas. La ideografía, efectos. Por eso, el kirchnerismo no es una ideología que ordena ideas, sino una ideografía que visibiliza símbolos. Mientras que la ideología es la expresión retórica de la racionalidad, la ideografía es la expresión estética de la emoción, no necesita convencer sino impregnar sentido. Y lo hace desde una receta magistral: el kirchnerismo no es la expresión del abuso de poder, sino del poder simbólico abusivo y no apunta a la dominación tiránica de la plebe, sino a la creación tiránica de oportunidades.
En definitiva, una inyección (el insaciable ánimo de poder), una radiografía (convertirse en el propio contraste) y un remedio (la ideología de la ideografía) que explican el tratamiento: mientras los diversos referentes de la oposición se concentran en medir la temperatura, el kirchnerismo se dedica a informar la sensación térmica. Santo remedio, pues los habitantes de las sociedades modernas no reclaman datos rigurosos para diagnosticar realidades, sino que viven la realidad a partir de lo que los mensajes les hacen sentir.
Hace rato que el rigor fue reemplazado por la fruición. Es por eso que esta misma sociedad que en octubre pasado votó por la Presidenta, dos años antes castigó al ex presidente. Pero el kirchnerismo atendió el síntoma y comprendió a tiempo que los argentinos no están demandando al gobierno que garantice un Estado democrático, ni siquiera un Estado benefactor, sino apenas un estado de ánimo.
Por eso, cuando la Presidenta arrasó en las elecciones primarias dijo que «los votos no son de nadie». Que es otra manera de decir que los votos son y serán ya no de quien encarne la conciencia de un pueblo, sino de quien interprete el inconsciente colectivo.
© La Nacion.