El monopolio de la palabra

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Cristina Kirchner volvió a hacer ayer profesión de fe en un dogma curioso: la idea de que la realidad se explica a través de una sola causa. Todo lo malo que sucede en el país se debe al periodismo. La inflación, la «sensación» de inseguridad, la fuga de capitales, la corrupción de los funcionarios, y, desde anoche, las desventuras de Miguel Galuccio en YPF.
Para corregir este mal, propuso el remedio que aplica en otras actividades en las que advierte inconsistencias: una mayor regulación del Estado. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual sería insuficiente. Ahora hace falta una «ley de ética pública» para encuadrar a los periodistas.
La estrategia no debe sorprender. La señora de Kirchner quiere proyectar sobre la sociedad las reglas que rigen en su gobierno. Ella supone que su administración funciona mejor en la medida en que se restringe la comunicación. Por esa razón no se ofrecen conferencias de prensa, se penaliza a los funcionarios que hablan con periodistas sin autorización superior, y se prohíben las entrevistas, salvo que se publiquen en órganos de propaganda. La ley de acceso a la información pública, perdió estado parlamentario por una orden de la Casa Rosada. Y una contribución de Néstor Kirchner como el decreto de Acceso a la Información dejó de cumplirse porque «viola la intimidad de los funcionarios» (Aníbal Fernández).
También están contraindicadas las reuniones de gabinete, para evitar el intercambio entre los miembros de la administración. Y eso ocurre porque para la concepción del poder que cultiva la Presidenta el mal no es el periodismo sino la comunicación. Salvo una: la del líder que habla al pueblo. El uso de la cadena nacional para difundir, día tras día, semana tras semana, una sola voz, es la versión defectuosa de ese sueño inalcanzable: el del monopolio presidencial de la palabra política. Este abordaje del problema complejo y crucial que constituye la comunicación para la democracia es ingenuo, es incoherente, y es autoritario.
La ingenuidad está a la vista. Amordazados y todo, los funcionarios se las ingenian para trasladar informaciones a la prensa. El caso que inquieta a Cristina Kirchner es un ejemplo: quienes filtran los problemas de Galuccio son integrantes del Gobierno afectados por Galuccio. Para contrarrestar esas operaciones, el ingeniero está privado del recurso elemental de expresarse ante la prensa. Esa primitiva interdicción es la agresión más grave a la imagen de YPF.
La Presidenta denunció una campaña negativa a su juicio motivada por un supuesto conflicto de intereses del periodista Marcelo Bonelli. Pero, ¿por qué la información que publica Bonelli aparece también en otras coberturas? La Presidenta también hablaba de campañas contra YPF cuando se consignaban irregularidades de la gestión Brufau-Eskenazi; las mismas irregularidades en las que más tarde justificó la estatización.
La ortopedia que se propuso ayer también es incoherente. La Presidenta reclamó a los medios transparencia sobre las cuentas publicitarias. La demanda es redundante porque la publicidad, por definición, es evidente. Además, expresó un prejuicio: que los avisos determinan la cobertura de los medios. De nuevo: si indagara en la gestión Brufau-Eskenazi podría encontrar alguna demostración en contrario. Pero está tan atada a esa creencia, que ella misma manipula la publicidad del Estado pensando en preservar su imagen. ¿A qué periodistas condicionan los avisos oficiales? Imposible saberlo. Información no disponible. Salvo en el caso de Daniel Scioli, que debe informar a La Cámpora los fondos que deriva a Clarín.
Es verdad que muchos periodistas están influidos por el origen del dinero que perciben. Pero ese vicio no se supera con un tribunal. Lleva en sí mismo su límite: la pérdida de credibilidad. La Presidenta lo sabe. Vuelca millonadas de pesos en empresas que repiten su voz, pero ninguna la retribuyó con un éxito editorial. ¿No habrá llegado la hora de que se pregunte si no la están robando?
La vocación por el control de los mensajes expresa un proyecto social autoritario. Su premisa es que existe una verdad sustantiva, susceptible de ser administrada. Esa verdad es la versión oficial de los hechos. El poder se asienta sobre ella, y por eso toda crítica es destituyente. En consecuencia, la estabilidad del Gobierno requiere de una ortodoxia.
La democracia se asienta en otra gnoseología. La verdad no es un ente. Es una construcción colectiva y provisoria, derivada de una deliberación interminable. No está «en». Está «entre». Es imposible encontrarla en el Gobierno. Es imposible encontrarla en la prensa. Aun cuando no esté contaminado, como muchas veces está, por la corruptela, el relato periodístico es imperfecto por su propio modo de producción, signado por la urgencia.
Inaugurar una inquisición es el peor método para eliminar esos defectos. Son males que se corrigen con más controversia, con más diálogo, con mayor pluralidad. Jefferson, a quien el ejercicio de la presidencia dejó algún escepticismo sobre las capacidades de los diarios, sentenció: «La libertad de prensa es un mal para el que no hay remedio, porque nuestra libertad depende de ella»..

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