Por Edgardo Mocca, para Revista Debate
Desde las primarias de agosto cunde una percepción generalizada de las flaquezas y la impotencia política de la oposición. De manera casi unánime se atribuye el fenómeno a la ausencia de liderazgos y a la falta de generosidad para abrir camino a alguna forma de reagrupamiento que pudiera superar su extrema fragmentación actual. Es innegable que hay pobreza dirigencial y mezquindades políticas en el elenco opositor. Sin embargo, es posible discutir si ésas son las razones de fondo capaces de explicar el inusual desbalance de fuerzas en la política argentina.
Hace un par de años, cuando estallaba la crisis financiera en Estados Unidos, Joseph Stiglitz aseguraba que la crisis financiera tendría para el fundamentalismo de mercado consecuencias análogas a las que la caída del Muro de Berlín había tenido para las izquierdas de todo el mundo. Era la crisis de un paradigma. Lo que equivale a decir una conmoción en la manera colectiva de mirar al mundo, algo así como la destrucción de los mapas cognitivos que nos permiten interpretar lo que ocurre. Durante varias décadas el mundo fue inteligible a partir de la lucha entre dos superpotencias, cada una de las cuales representaba un proyecto antagónico de sociedad. En esos tiempos una guerra entre dos naciones, un conflicto étnico o una disputa interreligiosa eran remitidas para su comprensión a su lugar en el conflicto central que definía al mundo. Todo podía ser explicado desde la pregunta por el significado que cada acontecimiento tenía en el contexto de la puja entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Ese mundo desapareció con la caída del Muro. El nuevo mapa construido entonces fue el del mundo unipolar en el que Estados Unidos era excluyente fuerza rectora y el capitalismo liberal el único sistema viable. Como todo nuevo paradigma, el neoliberalismo es también un lenguaje, con sus redes de significados y sus exclusiones. Por ejemplo, la palabra colonialismo quedó fuera del modo de hablar hegemónico: no tenía sentido en un mundo en el que las fronteras estatales eran irrelevantes dentro de un mundo gobernado por vertiginosos flujos económicos, financieros y culturales, en el que las soberanías nacionales eran meras reliquias del pasado.
Desde 2008, el paradigma de la globalización neoliberal ha entrado en una zona de profundas turbulencias. La crisis arrastra a todos los actores globales. El mundo desarrollado enfrenta las consecuencias devastadoras de la descontrolada financiarización de la economía. Las llamadas “potencias emergentes” ganan posiciones en un tablero mundial cambiante e incierto. Los organismos internacionales de crédito –hasta ayer indiscutidos administradores de la confianza en los estados nacionales- han entrado, ellos mismos, en un foco de desconfianza que ilumina no solamente el reiterado fracaso de sus recetas sino también la falsa neutralidad del lugar desde donde las elaboran.
A un amplio sector de la política argentina le está costando mucho rehacer su lenguaje y su mirada del mundo. Siguen considerando los años de kirchnerismo como una desdichada anomalía política que distanciaría a nuestro país de los grandes centros de poder mundial y nos expondría al castigo por la irresponsable osadía. Están encerrados en un pobre provincianismo, curiosamente enmarcado en los llamamientos a “entender el mundo en que vivimos”. Desde los pertinaces llamamientos a elaborar un nuevo “pacto de la Moncloa” que pudiera acercarnos a la realidad de la España posfranquista, hasta las exhortaciones a parecernos y relacionarnos prioritariamente con los “países serios”, pasando por la envidia de la democracia y el sistema educativo chileno, hemos experimentado en múltiples formas la pretensión de seguir haciendo política en una nueva situación con los giros y metáforas que servían para actuar en un mundo que ya no existe.
Aislados del mundo. Separados de Brasil y dependientes de Chávez. Envueltos en una innecesaria dialéctica confrontativa con los países centrales. Obsesionados por una “anacrónica” disputa con el Reino Unido por las islas Malvinas… El diagnóstico de las derechas mediático-políticas presenta a nuestro país como una expresión trasnochada de un tercermundismo setentista incapaz de insertar al país en el mundo actual. Fascinada por su propia fraseología, la derecha se resiste a reconocer que el mundo en el que creen vivir forma parte del pasado. Sus inmejorables modelos democráticos resultan ser estructuras políticas nacionales que no pueden decidir sobre el destino de sus propias sociedades. Los ciudadanos griegos, por ejemplo, no pueden destituir con sus votos a la dirección del Banco Central Europeo ni a la del FMI. Sin embargo, su futuro se resuelve en esas sedes, muy lejanas a la posibilidad de influencia organizada de la masa de la población. La fusión entre libremercado y democracia política –hasta ayer punto de llegada sistémico de la humanidad- se revela como un denso entramado de poderosos lobbys financieros que colonizan la vida pública. Como ha dicho el analista brasileño Rubens Ricupero para el caso de Estados Unidos, el verdadero gobierno lo ejerce el “complejo financiero-militar-industrial”. Esa crisis de las democracias liberales aparece ante nuestros ojos con un rostro muy parecido al que vimos en los días de nuestro propio incendio sociopolítico de diciembre de 2001.
La presidente Cristina Kirchner, en su discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas, lanzó preguntas muy comprometedoras a los líderes mundiales. Preguntó cómo puede justificarse el sistema de países con derecho a veto dentro del Consejo de Seguridad cuando ha desaparecido el tipo específico de equilibrio mundial que le dio vida. Preguntó cómo se explica que las resoluciones de las Naciones Unidas sean insistentemente incumplidas por uno de los miembros permanentes de ese Consejo, como ocurre con el Reino Unido en relación a Malvinas. Preguntó cuál es la lógica de una “lucha contra el terrorismo” que pretende librarse manteniendo la negación al derecho del pueblo palestino a constituirse como estado y alimentando así la retórica de los grupos más fundamentalistas. Preguntó por qué se insiste en enfrentar la crisis sobre la base de inyectar recursos en el sector financiero, sin la necesaria regulación y de restringir el consumo popular. No se trata de una intervención revolucionaria. El registro desde donde se hicieron las preguntas es el del deber ser de las democracias liberales, siempre que éstas no se entiendan como decorados formales del poder de los grupos económicos dominantes.
La oposición argentina –la de derecha y parte de la que se autodefine como “progresista”- sigue desconociendo esta doble mutación, la de los cambios mundiales y la de nuestra inserción dentro de esos cambios. Sigue creyendo ver antagonismos con el gobierno de Brasil, justamente en el momento histórico de mejor funcionamiento en la relación bilateral. Sigue sin valorar procesos como el de la construcción de la Unasur, como parte de una estrategia asociativa indispensable para alcanzar peso regional en la discusión del nuevo diseño de las relaciones de poder en el mundo. Asume como propio el discurso de los gobiernos centrales, inmersos en una crisis de época. Amplifica cada una de las críticas ideológicas que emite la burocracia del FMI contra nuestra política económica, aún en el contexto del inevitable reconocimiento de sus éxitos.
La derecha mediático-política juega sus cartas al fracaso, que, en este caso, no sería el fracaso de un gobierno de cierto color político, sino el de uno de los intentos más interesantes de replantear nuestro lugar en el mundo. Es casi inevitable que las épocas electorales provoquen impulsos diferenciadores en los partidos de la oposición. Lo que está en la raíz de la debacle opositora no es esa lógica diferenciación sino la explosiva mezcla de la sistemática negación de la nueva realidad mundial con una apuesta entusiasta a que todo lo que haga el gobierno salga mal; aunque ese resultado comprometa el interés del país como comunidad política y, por lo tanto, el de su pueblo.
El país, sin embargo, aparece fortalecido en su relación con los socios del Mercosur y particularmente con Brasil. Juega un papel relevante en la Unasur, como se expresó en que fuera Néstor Kirchner su primer secretario general. Lidera el G77 más China, que es un influyente bloque de países en desarrollo. Participa en el G20, que es la sede internacional en el que se discute la política global frente a la actual crisis económica. Ha recibido múltiples reconocimientos de la OIT por los avances en la recuperación del empleo y el mejoramiento de los salarios y las condiciones de trabajo. Tiene además mucho que aportar a la mirada sobre el futuro del mundo, después de haber vivido una catástrofe que, a la luz de los hechos de hoy, se revela como un temprano crujido de un paradigma agotado.
Desde las primarias de agosto cunde una percepción generalizada de las flaquezas y la impotencia política de la oposición. De manera casi unánime se atribuye el fenómeno a la ausencia de liderazgos y a la falta de generosidad para abrir camino a alguna forma de reagrupamiento que pudiera superar su extrema fragmentación actual. Es innegable que hay pobreza dirigencial y mezquindades políticas en el elenco opositor. Sin embargo, es posible discutir si ésas son las razones de fondo capaces de explicar el inusual desbalance de fuerzas en la política argentina.
Hace un par de años, cuando estallaba la crisis financiera en Estados Unidos, Joseph Stiglitz aseguraba que la crisis financiera tendría para el fundamentalismo de mercado consecuencias análogas a las que la caída del Muro de Berlín había tenido para las izquierdas de todo el mundo. Era la crisis de un paradigma. Lo que equivale a decir una conmoción en la manera colectiva de mirar al mundo, algo así como la destrucción de los mapas cognitivos que nos permiten interpretar lo que ocurre. Durante varias décadas el mundo fue inteligible a partir de la lucha entre dos superpotencias, cada una de las cuales representaba un proyecto antagónico de sociedad. En esos tiempos una guerra entre dos naciones, un conflicto étnico o una disputa interreligiosa eran remitidas para su comprensión a su lugar en el conflicto central que definía al mundo. Todo podía ser explicado desde la pregunta por el significado que cada acontecimiento tenía en el contexto de la puja entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Ese mundo desapareció con la caída del Muro. El nuevo mapa construido entonces fue el del mundo unipolar en el que Estados Unidos era excluyente fuerza rectora y el capitalismo liberal el único sistema viable. Como todo nuevo paradigma, el neoliberalismo es también un lenguaje, con sus redes de significados y sus exclusiones. Por ejemplo, la palabra colonialismo quedó fuera del modo de hablar hegemónico: no tenía sentido en un mundo en el que las fronteras estatales eran irrelevantes dentro de un mundo gobernado por vertiginosos flujos económicos, financieros y culturales, en el que las soberanías nacionales eran meras reliquias del pasado.
Desde 2008, el paradigma de la globalización neoliberal ha entrado en una zona de profundas turbulencias. La crisis arrastra a todos los actores globales. El mundo desarrollado enfrenta las consecuencias devastadoras de la descontrolada financiarización de la economía. Las llamadas “potencias emergentes” ganan posiciones en un tablero mundial cambiante e incierto. Los organismos internacionales de crédito –hasta ayer indiscutidos administradores de la confianza en los estados nacionales- han entrado, ellos mismos, en un foco de desconfianza que ilumina no solamente el reiterado fracaso de sus recetas sino también la falsa neutralidad del lugar desde donde las elaboran.
A un amplio sector de la política argentina le está costando mucho rehacer su lenguaje y su mirada del mundo. Siguen considerando los años de kirchnerismo como una desdichada anomalía política que distanciaría a nuestro país de los grandes centros de poder mundial y nos expondría al castigo por la irresponsable osadía. Están encerrados en un pobre provincianismo, curiosamente enmarcado en los llamamientos a “entender el mundo en que vivimos”. Desde los pertinaces llamamientos a elaborar un nuevo “pacto de la Moncloa” que pudiera acercarnos a la realidad de la España posfranquista, hasta las exhortaciones a parecernos y relacionarnos prioritariamente con los “países serios”, pasando por la envidia de la democracia y el sistema educativo chileno, hemos experimentado en múltiples formas la pretensión de seguir haciendo política en una nueva situación con los giros y metáforas que servían para actuar en un mundo que ya no existe.
Aislados del mundo. Separados de Brasil y dependientes de Chávez. Envueltos en una innecesaria dialéctica confrontativa con los países centrales. Obsesionados por una “anacrónica” disputa con el Reino Unido por las islas Malvinas… El diagnóstico de las derechas mediático-políticas presenta a nuestro país como una expresión trasnochada de un tercermundismo setentista incapaz de insertar al país en el mundo actual. Fascinada por su propia fraseología, la derecha se resiste a reconocer que el mundo en el que creen vivir forma parte del pasado. Sus inmejorables modelos democráticos resultan ser estructuras políticas nacionales que no pueden decidir sobre el destino de sus propias sociedades. Los ciudadanos griegos, por ejemplo, no pueden destituir con sus votos a la dirección del Banco Central Europeo ni a la del FMI. Sin embargo, su futuro se resuelve en esas sedes, muy lejanas a la posibilidad de influencia organizada de la masa de la población. La fusión entre libremercado y democracia política –hasta ayer punto de llegada sistémico de la humanidad- se revela como un denso entramado de poderosos lobbys financieros que colonizan la vida pública. Como ha dicho el analista brasileño Rubens Ricupero para el caso de Estados Unidos, el verdadero gobierno lo ejerce el “complejo financiero-militar-industrial”. Esa crisis de las democracias liberales aparece ante nuestros ojos con un rostro muy parecido al que vimos en los días de nuestro propio incendio sociopolítico de diciembre de 2001.
La presidente Cristina Kirchner, en su discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas, lanzó preguntas muy comprometedoras a los líderes mundiales. Preguntó cómo puede justificarse el sistema de países con derecho a veto dentro del Consejo de Seguridad cuando ha desaparecido el tipo específico de equilibrio mundial que le dio vida. Preguntó cómo se explica que las resoluciones de las Naciones Unidas sean insistentemente incumplidas por uno de los miembros permanentes de ese Consejo, como ocurre con el Reino Unido en relación a Malvinas. Preguntó cuál es la lógica de una “lucha contra el terrorismo” que pretende librarse manteniendo la negación al derecho del pueblo palestino a constituirse como estado y alimentando así la retórica de los grupos más fundamentalistas. Preguntó por qué se insiste en enfrentar la crisis sobre la base de inyectar recursos en el sector financiero, sin la necesaria regulación y de restringir el consumo popular. No se trata de una intervención revolucionaria. El registro desde donde se hicieron las preguntas es el del deber ser de las democracias liberales, siempre que éstas no se entiendan como decorados formales del poder de los grupos económicos dominantes.
La oposición argentina –la de derecha y parte de la que se autodefine como “progresista”- sigue desconociendo esta doble mutación, la de los cambios mundiales y la de nuestra inserción dentro de esos cambios. Sigue creyendo ver antagonismos con el gobierno de Brasil, justamente en el momento histórico de mejor funcionamiento en la relación bilateral. Sigue sin valorar procesos como el de la construcción de la Unasur, como parte de una estrategia asociativa indispensable para alcanzar peso regional en la discusión del nuevo diseño de las relaciones de poder en el mundo. Asume como propio el discurso de los gobiernos centrales, inmersos en una crisis de época. Amplifica cada una de las críticas ideológicas que emite la burocracia del FMI contra nuestra política económica, aún en el contexto del inevitable reconocimiento de sus éxitos.
La derecha mediático-política juega sus cartas al fracaso, que, en este caso, no sería el fracaso de un gobierno de cierto color político, sino el de uno de los intentos más interesantes de replantear nuestro lugar en el mundo. Es casi inevitable que las épocas electorales provoquen impulsos diferenciadores en los partidos de la oposición. Lo que está en la raíz de la debacle opositora no es esa lógica diferenciación sino la explosiva mezcla de la sistemática negación de la nueva realidad mundial con una apuesta entusiasta a que todo lo que haga el gobierno salga mal; aunque ese resultado comprometa el interés del país como comunidad política y, por lo tanto, el de su pueblo.
El país, sin embargo, aparece fortalecido en su relación con los socios del Mercosur y particularmente con Brasil. Juega un papel relevante en la Unasur, como se expresó en que fuera Néstor Kirchner su primer secretario general. Lidera el G77 más China, que es un influyente bloque de países en desarrollo. Participa en el G20, que es la sede internacional en el que se discute la política global frente a la actual crisis económica. Ha recibido múltiples reconocimientos de la OIT por los avances en la recuperación del empleo y el mejoramiento de los salarios y las condiciones de trabajo. Tiene además mucho que aportar a la mirada sobre el futuro del mundo, después de haber vivido una catástrofe que, a la luz de los hechos de hoy, se revela como un temprano crujido de un paradigma agotado.
brillante!
Opino lo mismo. El anacronismo de nuestra oposición (y medios) para entender el mundo de hoy: ése es un punto muy esclarecedor.
Ayer tuvimos un ejemplo: La Nación titula ‘Amenazó la Presidenta con cortar los vuelos a Malvinas’.
Ya no se trata de ser solamente opositores: salvo lo de ‘Malvinas’ ¡es un título de diario británico!
Menos mal que tenemos a Edgardo Mocca.Tan lejano de los efectos fáciles, de sorprender con gestos histéricos, tan sencillo y profundo.