En el frondoso mundo del antikirchnerismo hay ciertas personas que me acusan de cristinista. El asunto parece una exquisita ironía de Carlos Reymundo Roberts, pero no lo es. La recriminación se vincula con la exigua osadía de reconocerle a la señora algunos aciertos postelectorales y también con el imperdonable hecho de atreverme a ser contracíclico, ahora que la clase media que la votó comenzará progresivamente a defenestrarla, tocada en su víscera más sensible. Es decir, cuando sienta en el bolsillo el peso de las nuevas facturas de luz, agua y gas, y el aumento del transporte, los combustibles, los alimentos, la canasta navideña y las cuotas de los colegios privados. Cuando arriben, en definitiva, los idus de marzo.
En mis últimas columnas he fustigado distintos aspectos del discurso oficial, pero el antikirchnerismo no registra esas críticas: está tan enconado con el Gobierno que cualquier reconocimiento, aunque sea el de una verdad evidente, le parece escandalosamente injusto y sospechoso. Un periodista no debe caer nunca en la demagogia, y debe ser capaz incluso de contradecir la opinión del diario donde trabaja y a los lectores que lo siguen. No tengo ningún complejo con esto. Lo que escribo en esta página dominical, equivocado o no, está hecho con honestidad profesional y paz de conciencia. Pero no dejan de preocuparme, ya no por mí sino por la sociedad, los sesgos de ese feroz kirchnerismo al revés. Una creciente «manera de odiar» que, como en un sistema de espejos, es idéntica y funcional a la que despliegan los sectores más rancios del oficialismo. Los fanáticos de una trinchera construyeron fanáticos de otra, y ahí están jugando a la guerra y a las divisiones en un país que necesita cohesión y racionalidad.
Hace unos días, un respetable intelectual que ha acompañado valientemente a Elisa Carrió y por el que siento gran estima les preguntaba por Twitter a sus amigos qué me estaba ocurriendo. Allí conjeturaba que yo practicaba una política de apaciguamiento y que eso se debía a que tal vez estaba leyendo las memorias de Chamberlain. Se refería a Neville Chamberlain, primer ministro inglés que intentó llevar a cabo una política conciliadora con la Alemania nazi. Hasta que esa táctica resultó ostensiblemente errónea. «De modo que así están las cosas -pensé-. Cristina es Hitler, yo soy Chamberlain y Lilita es Winston Churchill.»
Le escribí al intelectual (no lo nombro para que las fieras no le caigan encima) y él me replicó con fría calentura. Me probó, en ese intercambio, que en lo particular tenía legitimidad de opinión, puesto que había admitido en su blog algunas medidas positivas de una administración que lleva ocho años y que acaba de ser plebiscitada por casi doce millones de argentinos. Le creí, pero como enseña la psicología: «soy donde no pienso.» Y en Twitter, que es el gatillo fácil de la comunicación, se expresa muchas veces sin filtro lo que se piensa realmente. En este caso, lo que piensan Carrió y algunos de los opositores de derecha e izquierda que tan desastrosa performance tuvieron el 23 de octubre. El kirchnerismo no es el Tercer Reich, y pasar a la resistencia parece una broma pesada. Alguien medianamente lúcido debe saber también que, salvo en sistemas extremos, ningún gobierno hace todo mal, ningún presidente desacierta en todo, y la vida tampoco se divide en héroes y canallas. A veces uno quiere simplemente tener razón, y acomoda y malforma cualquier hecho para no apartarse de su idea. A veces uno es cruelmente pueril y necio.
Cuento todo esto porque forma parte de un síntoma mayor donde se inscribe la frustración de los opositores. Que han fracasado por seguirles el juego dramático a sus adversarios y por maximizar las palabras, como si a una épica ficcional le quisieran oponer otra igualmente exagerada y apócrifa. Si tomamos el siglo XX no podremos menos que aceptar lo obvio: el peronismo triunfó y los no peronistas pocas veces lograron articular un proyecto perenne y fecundo.
Ni los gorilas ni los no peronistas (recuerden, compañeros, que no son lo mismo) capitalizaron las autocríticas del pasado. Sabemos que en los primeros años de Perón el país se partió en dos, y que hubo graves injusticias cruzadas en esa guerra civil de los espíritus. También que los dirigentes que se impusieron por la fuerza luego no pudieron armar un aparato cultural e ideológico que fuera capaz de mirar de frente al gran movimiento.
Sigue sin existir ese dispositivo. En parte porque el anti (peronismo, kirchnerismo) es una conveniente religión rencorosa e inoperante. Hay una clase dirigente que persiste en no digerir al peronismo: lo niega y lo combate, y es permanentemente revolcada por la historia. «El peronismo es tan indispensable como Borges», sostiene Beatriz Sarlo. No es una alabanza, es simplemente un reconocimiento. Hay que aprender a dialogar de alguna manera con esa fuerza de mayorías. Hay que dejar de odiarla; el que la odia pierde. Si la oposición persiste sólo en anatemas y no repiensa el fenómeno que tiene enfrente, si no logra construir a partir de esa pared una fuerza legítima y realista, nos seguirá gobernando un monopartido que cada vez se parece más a una oligarquía. Su reedición perpetua, inconscientemente propiciada por el antiperonismo cerril, nos abandona al destino de una república bananera. Triste paradoja..
En mis últimas columnas he fustigado distintos aspectos del discurso oficial, pero el antikirchnerismo no registra esas críticas: está tan enconado con el Gobierno que cualquier reconocimiento, aunque sea el de una verdad evidente, le parece escandalosamente injusto y sospechoso. Un periodista no debe caer nunca en la demagogia, y debe ser capaz incluso de contradecir la opinión del diario donde trabaja y a los lectores que lo siguen. No tengo ningún complejo con esto. Lo que escribo en esta página dominical, equivocado o no, está hecho con honestidad profesional y paz de conciencia. Pero no dejan de preocuparme, ya no por mí sino por la sociedad, los sesgos de ese feroz kirchnerismo al revés. Una creciente «manera de odiar» que, como en un sistema de espejos, es idéntica y funcional a la que despliegan los sectores más rancios del oficialismo. Los fanáticos de una trinchera construyeron fanáticos de otra, y ahí están jugando a la guerra y a las divisiones en un país que necesita cohesión y racionalidad.
Hace unos días, un respetable intelectual que ha acompañado valientemente a Elisa Carrió y por el que siento gran estima les preguntaba por Twitter a sus amigos qué me estaba ocurriendo. Allí conjeturaba que yo practicaba una política de apaciguamiento y que eso se debía a que tal vez estaba leyendo las memorias de Chamberlain. Se refería a Neville Chamberlain, primer ministro inglés que intentó llevar a cabo una política conciliadora con la Alemania nazi. Hasta que esa táctica resultó ostensiblemente errónea. «De modo que así están las cosas -pensé-. Cristina es Hitler, yo soy Chamberlain y Lilita es Winston Churchill.»
Le escribí al intelectual (no lo nombro para que las fieras no le caigan encima) y él me replicó con fría calentura. Me probó, en ese intercambio, que en lo particular tenía legitimidad de opinión, puesto que había admitido en su blog algunas medidas positivas de una administración que lleva ocho años y que acaba de ser plebiscitada por casi doce millones de argentinos. Le creí, pero como enseña la psicología: «soy donde no pienso.» Y en Twitter, que es el gatillo fácil de la comunicación, se expresa muchas veces sin filtro lo que se piensa realmente. En este caso, lo que piensan Carrió y algunos de los opositores de derecha e izquierda que tan desastrosa performance tuvieron el 23 de octubre. El kirchnerismo no es el Tercer Reich, y pasar a la resistencia parece una broma pesada. Alguien medianamente lúcido debe saber también que, salvo en sistemas extremos, ningún gobierno hace todo mal, ningún presidente desacierta en todo, y la vida tampoco se divide en héroes y canallas. A veces uno quiere simplemente tener razón, y acomoda y malforma cualquier hecho para no apartarse de su idea. A veces uno es cruelmente pueril y necio.
Cuento todo esto porque forma parte de un síntoma mayor donde se inscribe la frustración de los opositores. Que han fracasado por seguirles el juego dramático a sus adversarios y por maximizar las palabras, como si a una épica ficcional le quisieran oponer otra igualmente exagerada y apócrifa. Si tomamos el siglo XX no podremos menos que aceptar lo obvio: el peronismo triunfó y los no peronistas pocas veces lograron articular un proyecto perenne y fecundo.
Ni los gorilas ni los no peronistas (recuerden, compañeros, que no son lo mismo) capitalizaron las autocríticas del pasado. Sabemos que en los primeros años de Perón el país se partió en dos, y que hubo graves injusticias cruzadas en esa guerra civil de los espíritus. También que los dirigentes que se impusieron por la fuerza luego no pudieron armar un aparato cultural e ideológico que fuera capaz de mirar de frente al gran movimiento.
Sigue sin existir ese dispositivo. En parte porque el anti (peronismo, kirchnerismo) es una conveniente religión rencorosa e inoperante. Hay una clase dirigente que persiste en no digerir al peronismo: lo niega y lo combate, y es permanentemente revolcada por la historia. «El peronismo es tan indispensable como Borges», sostiene Beatriz Sarlo. No es una alabanza, es simplemente un reconocimiento. Hay que aprender a dialogar de alguna manera con esa fuerza de mayorías. Hay que dejar de odiarla; el que la odia pierde. Si la oposición persiste sólo en anatemas y no repiensa el fenómeno que tiene enfrente, si no logra construir a partir de esa pared una fuerza legítima y realista, nos seguirá gobernando un monopartido que cada vez se parece más a una oligarquía. Su reedición perpetua, inconscientemente propiciada por el antiperonismo cerril, nos abandona al destino de una república bananera. Triste paradoja..