Eduardo Iglesias Brickles, La dignidad, 2005 (gentileza del autor) enimos de Grecia. De ahí para abajo, todo estaba destinado a empeorar. Nos gusta insistir en esa tradición clásica, donde toda reflexión sobre el orden político es también una reflexión moral. Desde ese pedestal se sigue mirando Occidente, su idea de democracia, y también su ideal de líder político. De Platón a Maquiavelo, la idea del gobernante tiene a la ética como un a priori de la acción, con la vocación (cuando no con la religión) como guía para el bien común. No casualmente, Maquiavelo, el primero que separa la política de la ética, habrá de quedar del lado inmoral del mundo cuando la burguesía, ya afirmada con todo su poder tras la Revolución Industrial, prefiera “despachar al incómodo Maquiavelo (y a Hobbes) y retener al moderado y ponderado Locke (y Montesquieu), que le proporcionan un justificativo mucho más tranquilizador, más idealizado y elegante para su República de Propietarios: es decir, para su dominación de clase” ( 1 ). De ahí para abajo, o cumplimos o estamos destinados a la corrupción.
Desde la filosofía
“En Alcibíades , Platón desarrolla la idea de que para gobernar a los otros un líder primero tiene que poder gobernarse a sí mismo. Esa idea todavía está en la cuna de nuestro entender político”, explica el filósofo Darío Sztajnszrajber. “Para Platón, el ser humano es un conjunto de fuerzas en conflicto que interactúan, igual que en la sociedad. Un buen líder es el que logra encontrar el autodominio en la fuerza de la razón y a partir de allí gobierna a los otros, como un sabio”. En ese ideal platónico se asienta el origen de la política como vocación, como un propósito casi metafísico, capaz de guiar al gobernante hacia el bien común y alejarlo de las corrupciones, desde las sensibles (a las que incitan los instintos del cuerpo) hasta las materiales (que genera el gobierno). Por eso para Platón era fundamental la educación de los futuros gobernantes, haciéndoles creer su origen superior, su sangre azul, su proveniencia metafísica distinta al resto de los hombres. “Se aislaba a los niños de su familia y de su propiedad para llegar al poder desinteresado de dinero y ambición personal”, señala Sztajnszrajber. La educación del líder implicaba un camino de obstáculos, donde los jóvenes tenían que demostrar su resistencia a los engaños, a la violencia y a los placeres. Permanecer incorruptibles para ganar luego el lugar más alto. Y allí en la cima, sí, decidir todo, incluso mentirle al pueblo, guiados por su razón.
Para Sztajnszrajber, ese ideal tiene claras consecuencias hoy. “Todavía se vota a un gobernante priorizando su capacidad de gestión a sus principios políticos. Gobierna ‘el que sabe’, pero se pierde de vista que toda técnica supone una ideología, que de esa forma se invisibiliza”. Sobre esa suposición, seguir la vocación pública y separarla de la vida privada es todo lo que se necesita. Pero, metidos en el capitalismo, esos ideales suelen plantear otros problemas. El primero es que pensar algo “porque sí”, militar “porque sí”, o sin pretensión de ganancia, siempre presume algo oculto, un chanchullo. El segundo problema –entre muchos– es la escasa posibilidad de cambio. Un claro ejemplo es la vocación religiosa, donde un cura con deseo sexual –aunque no cometa ningún delito– se convierte automáticamente en un caso corrupto.
Pero en la percepción social no todo es tan blanco o negro. La gente ama a Maradona aunque sea misógino y se haya drogado hasta el cansancio. Silvio Berlusconi fue acusado repetidamente no sólo de corrupción y conexiones con la mafia sino de llevar una vida privada rayana con el actor porno, y sin embargo fue reelegido sucesivamente por el voto popular. Otras veces, un gobierno moderado con altas tasas de crecimiento permite perdonar hasta las tentaciones carnales, como sucedió con Bill Clinton, que siguió gobernando con un not guilty de la Justicia tras el caso Lewinsky. Y otras, una gestión que suma al bienestar popular pero no tiene la mejor imagen de transparencia también quiebra el idealismo: roban pero hacen.
Las encuestas lo demuestran: la corrupción no está entre los temas que más preocupan a la gente. El último Barómetro Global, publicado en julio de 2013, indica que el 72% de los encuestados cree que la corrupción aumentó en Argentina en los últimos dos años y que nuestro país tuvo la peor performance de la región. Sin embargo, en las encuestas nacionales de temas prioritarios en un año electoral primero aparece la inseguridad (45%), segundo el desempleo (20%) y tercera la inflación (12%), muy lejos del 5% de preocupación expresada por la corrupción ( 2 ). “La última vez que el nivel de preocupación estuvo alto fue entre 1997 y 1999, cuando empezó la Alianza, que se sumó al discurso anticorrupción”, dice el sociólogo Hernán Charosky, ex director ejecutivo de Poder Ciudadano. “Eran los últimos años del menemismo, con desgaste político, pero fue un año de crecimiento, lo cual descarta esa idea de la preocupación por la corrupción como emergente de momentos de crisis económica. Yo no coincido con esa visión”, señala Charosky, siguiendo también una vasta investigación económica sobre las causas y correlaciones materiales del fenómeno.
Desde la economía
A principios del siglo XX, los economistas no miraban la corrupción como un tema interesante. Estaban más preocupados por la eficiencia, y creían que la corrupción era un tema político, vinculado con la distribución: le saco a uno y le doy a otro, sin agrandar o achicar “la torta”. La explicación tradicional también se vinculaba con la tesis weberiana de que los empresarios nacidos bajo el protestantismo tenían un espíritu emprendedor más potente, que los diferenciaba culturalmente y los hacía más aptos para los negocios, además de hacerlos más honestos (la entrada al Cielo dependía de la riqueza, pero también de la ética para llegar a ella). “Es una tesis pésima. Está estudiado empíricamente que no hay correlación entre la corrupción y la cultura o el origen de los empresarios. Lo fue demostrando la inmigración de Estados Unidos: italianos, judíos y negros pudieron ser igual de buenos empresarios. Está estudiado y demostrado que la propensión a tomar riesgos pero también a ahorrar no dependen de la cultura”, explica desde Harvard el economista Rafael Di Tella, referente y pionero en investigaciones económicas sobre la corrupción. “De hecho, estos temas recién se hicieron interesantes académicamente cuando salió a la luz el Mani pulite en los 90, que confirmó que también en los países desarrollados la corrupción estaba presente. Entonces se empezaron a mirar las causas, y a través de mucha investigación con base en estadísticas llegamos a la conclusión de que lo relevante es el ambiente económico.”
Dentro de estas explicaciones macroeconómicas, y habiendo estudiado los casos de 75 países, Di Tella encontró que la inflación es una variable de altísima correlación con la corrupción ( 3 ). “Al no poder comparar precios debido a las oscilaciones propias de la inflación, no se sabe qué es caro o no, y por lo tanto no se pueden controlar los gastos del Estado. Por ejemplo, si hay muchísimos precios para un escritorio, y una dependencia estatal compra escritorios, ¿cómo demostrás que pagó de más? Eso también es un problema para las causas judiciales: en épocas de inflación, con mucha dispersión de precios, los peritos no tienen un parámetro para juzgar un sobreprecio.”
Estudios como los de Di Tella, basados en niveles de precios, ahorro, inflación y otros indicadores económicos proveyeron una base estadística más dura a las investigaciones sobre corrupción y un argumento para contrarrestar a los que decían que la percepción era un dato muy subjetivo para medir el problema (y por lo tanto deslegitimarlo). La economía avanzó en su diagnóstico y correlaciones, pero hay problemas que persisten. El primero es que, como todo dato de la “economía oculta”, la corrupción escapa a los registros oficiales. El segundo es que los organismos que se encargan de medirla son los mismos encargados de calificar, castigar o premiar a los países afectados por ella. Sorteando esos obstáculos, las ONG y los expertos hoy trabajan complementando estudios. “Transparencia Internacional publica todos los años, desde 1995, el Índice de Percepción de Corrupción, un ranking mundial que toma indicadores de otros organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo, The Economist , datos de seguridad jurídica, libertad de comercio y libertad de expresión de cada país. Transparencia hace como un mashup de todo eso y publica el ranking”, detalla Charosky. “En cambio, el Barómetro de Corrupción incluye también investigación primaria, con unos mil casos en el país, y preguntas interesantes como si usted cree que su gobierno está haciendo algo por controlar la corrupción.” Además de estos enfoques clásicos, hay otros estudios ( 4 ) que pueden contribuir, sobre todo para detectar la percepción de los ciudadanos sobre la corrupción sistémica, mucho más difícil de dar cuenta que la llamada petty corruption (pequeñas coimas, pagos para acelerar trámites o evitar una multa) porque está lejos de la vida cotidiana de la gente. Otro indicador muy interesante es el que produce Tax Justice Network, que mide la evasión impositiva en el mundo y devela que no siempre los países con bajos índices de corrupción son modelos en otras áreas. Un ejemplo es Singapur, un país muy bien posicionado en términos de corrupción pero que funciona como un paraíso fiscal que protege desvíos de dinero de las grandes corporaciones.
Desde las instituciones
La ciencia política, en especial el campo de la administración pública, también contribuyó a los análisis de la corrupción y al diseño de estrategias y políticas públicas para reducirla. Un primer grupo de investigadores, vinculados con el neoinstitucionalismo y la economía política, se abocaron a análisis más sistémicos del fenómeno, y los vincularon a las asimetrías de información en el Estado. “Esta línea trabajó sobre cómo reducir por ejemplo las asimetrías sobre los precios de las compras públicas, algo que ahora tiene su avance en la creación de sistemas de compras electrónicas centralizadas”, explica Charosky. Una de las académicas más destacadas en estos estudios, Susan Rose Ackerman, de la Universidad de Yale, investigó las interrelaciones entre Estado y mercado para crear una tipología que vincula sistemas políticos y sistemas económicos, de más a menos competitivos, para desde allí derivar mayores o menores oportunidades de corrupción. En su clásico La corrupción y los gobiernos: causas, consecuencias y reforma , publicado inicialmente en 1999 y traducido a 17 idiomas, Ackerman estudiaba los países en transición del socialismo y los ubicaba entre los más expuestos a la ineficacia y desigualdades económicas, y a partir de allí recomendaba una serie de reformas para reducir los beneficios materiales procedentes de los sobornos (sistémicamente, más allá de apartar a las “manzanas podridas” individualmente), y en estos procesos consideraba la implicancia de los dirigentes locales e internacionales como parte del proceso. La palabra “reforma” está presente en toda la obra, sin ninguna voluntad de ocultar su ideología ni su trabajo como consultora del Banco Mundial. Su perspectiva permite mirar casos cercanos: “El gobierno de Menem tuvo en los primeros años un grado de legitimidad y falta de competencia política que le permitió por ejemplo privatizar el mercado de los teléfonos y dejárselo a dos empresas en situaciones poco competitivas, de monopolio”, analiza Charosky.
También desde la ciencia política, otra serie de estudios se centró en los procesos organizacionales, para diseñar mecanismos de transparencia, canales para ampliar el acceso a la información de la ciudadanía y organismos de control. Dentro de este grupo, Robert Klitgart, de la Universidad de Harvard –también consultor de organismos internacionales y de la Rand Corporation ( 5 )–, creó a mediados de los 90 una fórmula que se convirtió en un clásico. La ecuación que explicaría la emergencia de la corrupción es simple: monopolio más discrecionalidad menos transparencia. Más cerca, y en ascenso en los últimos cinco años, el también harvardiano pero más joven Archon Fung propone que las intervenciones más efectivas para garantizar transparencia no son las macro sino las intervenciones sectoriales en políticas públicas y beneficiarios específicos. Su propuesta “sectorialista” es la que actualmente toman organismos como el BID y se centra en interceder en cada nivel particular para generar control y reducir la corrupción: salud, educación, infraestructura, transporte.
En el camino
Sea cual fuere la perspectiva, la buena noticia es que la corrupción ya no es analizada desde el prisma individual: los hombres racionales que escapan a las tentaciones privadas ya no son los mejor destinados para el gobierno. Tanto la economía como el estudio de las instituciones políticas, sumados a ONG, fueron generando en los últimos años evidencia de que las causas del problema son más bien sistémicas y no tienen relación con lo cultural. Esto es una buena noticia para descartar los prejuicios sobre las economías menos avanzadas y sus culturas. Sin embargo, todavía existe una preminencia, tanto en los estudios académicos como en los organismos internacionales, de la corrupción como tema, y por lo tanto de las recetas para controlarla. Y también hay una tendencia a hablar de la corrupción con rankings, efectivos para asignar lugares pero incompletos para entender los porqués. Quizá para entender la gris naturaleza del problema, ni tan racionalizable ni tan ligado a lo prohibido, haya que recorrer un camino más cercano al cambio, un poco más lejos de los ideales platónicos, un poco más cerca del común posible a cada sociedad en cada tiempo.
1. Eduardo Grüner, “La astucia del león y la fuerza del zorro”, en A. Borón (comp.), La filosofía política clásica , Clacso-Eudeba, 1999, pág. 255.
2. Management & Fit, julio de 2013.
3. Véase, entre otros: Miguel Braun y Rafael Di Tella, “Inflation, inflation variability and corruption”, Economics & Politics , Vol. 16, 2004.
4. Véase Germán Lodola, Cultura política de la democracia en Argentina, 2010 , Vanderbilt University/UTdT.
5. Considerado “el think tank que controla América”, por sus vínculos con la corporación militar estadounidense.
* Periodista y politóloga.
Desde la filosofía
“En Alcibíades , Platón desarrolla la idea de que para gobernar a los otros un líder primero tiene que poder gobernarse a sí mismo. Esa idea todavía está en la cuna de nuestro entender político”, explica el filósofo Darío Sztajnszrajber. “Para Platón, el ser humano es un conjunto de fuerzas en conflicto que interactúan, igual que en la sociedad. Un buen líder es el que logra encontrar el autodominio en la fuerza de la razón y a partir de allí gobierna a los otros, como un sabio”. En ese ideal platónico se asienta el origen de la política como vocación, como un propósito casi metafísico, capaz de guiar al gobernante hacia el bien común y alejarlo de las corrupciones, desde las sensibles (a las que incitan los instintos del cuerpo) hasta las materiales (que genera el gobierno). Por eso para Platón era fundamental la educación de los futuros gobernantes, haciéndoles creer su origen superior, su sangre azul, su proveniencia metafísica distinta al resto de los hombres. “Se aislaba a los niños de su familia y de su propiedad para llegar al poder desinteresado de dinero y ambición personal”, señala Sztajnszrajber. La educación del líder implicaba un camino de obstáculos, donde los jóvenes tenían que demostrar su resistencia a los engaños, a la violencia y a los placeres. Permanecer incorruptibles para ganar luego el lugar más alto. Y allí en la cima, sí, decidir todo, incluso mentirle al pueblo, guiados por su razón.
Para Sztajnszrajber, ese ideal tiene claras consecuencias hoy. “Todavía se vota a un gobernante priorizando su capacidad de gestión a sus principios políticos. Gobierna ‘el que sabe’, pero se pierde de vista que toda técnica supone una ideología, que de esa forma se invisibiliza”. Sobre esa suposición, seguir la vocación pública y separarla de la vida privada es todo lo que se necesita. Pero, metidos en el capitalismo, esos ideales suelen plantear otros problemas. El primero es que pensar algo “porque sí”, militar “porque sí”, o sin pretensión de ganancia, siempre presume algo oculto, un chanchullo. El segundo problema –entre muchos– es la escasa posibilidad de cambio. Un claro ejemplo es la vocación religiosa, donde un cura con deseo sexual –aunque no cometa ningún delito– se convierte automáticamente en un caso corrupto.
Pero en la percepción social no todo es tan blanco o negro. La gente ama a Maradona aunque sea misógino y se haya drogado hasta el cansancio. Silvio Berlusconi fue acusado repetidamente no sólo de corrupción y conexiones con la mafia sino de llevar una vida privada rayana con el actor porno, y sin embargo fue reelegido sucesivamente por el voto popular. Otras veces, un gobierno moderado con altas tasas de crecimiento permite perdonar hasta las tentaciones carnales, como sucedió con Bill Clinton, que siguió gobernando con un not guilty de la Justicia tras el caso Lewinsky. Y otras, una gestión que suma al bienestar popular pero no tiene la mejor imagen de transparencia también quiebra el idealismo: roban pero hacen.
Las encuestas lo demuestran: la corrupción no está entre los temas que más preocupan a la gente. El último Barómetro Global, publicado en julio de 2013, indica que el 72% de los encuestados cree que la corrupción aumentó en Argentina en los últimos dos años y que nuestro país tuvo la peor performance de la región. Sin embargo, en las encuestas nacionales de temas prioritarios en un año electoral primero aparece la inseguridad (45%), segundo el desempleo (20%) y tercera la inflación (12%), muy lejos del 5% de preocupación expresada por la corrupción ( 2 ). “La última vez que el nivel de preocupación estuvo alto fue entre 1997 y 1999, cuando empezó la Alianza, que se sumó al discurso anticorrupción”, dice el sociólogo Hernán Charosky, ex director ejecutivo de Poder Ciudadano. “Eran los últimos años del menemismo, con desgaste político, pero fue un año de crecimiento, lo cual descarta esa idea de la preocupación por la corrupción como emergente de momentos de crisis económica. Yo no coincido con esa visión”, señala Charosky, siguiendo también una vasta investigación económica sobre las causas y correlaciones materiales del fenómeno.
Desde la economía
A principios del siglo XX, los economistas no miraban la corrupción como un tema interesante. Estaban más preocupados por la eficiencia, y creían que la corrupción era un tema político, vinculado con la distribución: le saco a uno y le doy a otro, sin agrandar o achicar “la torta”. La explicación tradicional también se vinculaba con la tesis weberiana de que los empresarios nacidos bajo el protestantismo tenían un espíritu emprendedor más potente, que los diferenciaba culturalmente y los hacía más aptos para los negocios, además de hacerlos más honestos (la entrada al Cielo dependía de la riqueza, pero también de la ética para llegar a ella). “Es una tesis pésima. Está estudiado empíricamente que no hay correlación entre la corrupción y la cultura o el origen de los empresarios. Lo fue demostrando la inmigración de Estados Unidos: italianos, judíos y negros pudieron ser igual de buenos empresarios. Está estudiado y demostrado que la propensión a tomar riesgos pero también a ahorrar no dependen de la cultura”, explica desde Harvard el economista Rafael Di Tella, referente y pionero en investigaciones económicas sobre la corrupción. “De hecho, estos temas recién se hicieron interesantes académicamente cuando salió a la luz el Mani pulite en los 90, que confirmó que también en los países desarrollados la corrupción estaba presente. Entonces se empezaron a mirar las causas, y a través de mucha investigación con base en estadísticas llegamos a la conclusión de que lo relevante es el ambiente económico.”
Dentro de estas explicaciones macroeconómicas, y habiendo estudiado los casos de 75 países, Di Tella encontró que la inflación es una variable de altísima correlación con la corrupción ( 3 ). “Al no poder comparar precios debido a las oscilaciones propias de la inflación, no se sabe qué es caro o no, y por lo tanto no se pueden controlar los gastos del Estado. Por ejemplo, si hay muchísimos precios para un escritorio, y una dependencia estatal compra escritorios, ¿cómo demostrás que pagó de más? Eso también es un problema para las causas judiciales: en épocas de inflación, con mucha dispersión de precios, los peritos no tienen un parámetro para juzgar un sobreprecio.”
Estudios como los de Di Tella, basados en niveles de precios, ahorro, inflación y otros indicadores económicos proveyeron una base estadística más dura a las investigaciones sobre corrupción y un argumento para contrarrestar a los que decían que la percepción era un dato muy subjetivo para medir el problema (y por lo tanto deslegitimarlo). La economía avanzó en su diagnóstico y correlaciones, pero hay problemas que persisten. El primero es que, como todo dato de la “economía oculta”, la corrupción escapa a los registros oficiales. El segundo es que los organismos que se encargan de medirla son los mismos encargados de calificar, castigar o premiar a los países afectados por ella. Sorteando esos obstáculos, las ONG y los expertos hoy trabajan complementando estudios. “Transparencia Internacional publica todos los años, desde 1995, el Índice de Percepción de Corrupción, un ranking mundial que toma indicadores de otros organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo, The Economist , datos de seguridad jurídica, libertad de comercio y libertad de expresión de cada país. Transparencia hace como un mashup de todo eso y publica el ranking”, detalla Charosky. “En cambio, el Barómetro de Corrupción incluye también investigación primaria, con unos mil casos en el país, y preguntas interesantes como si usted cree que su gobierno está haciendo algo por controlar la corrupción.” Además de estos enfoques clásicos, hay otros estudios ( 4 ) que pueden contribuir, sobre todo para detectar la percepción de los ciudadanos sobre la corrupción sistémica, mucho más difícil de dar cuenta que la llamada petty corruption (pequeñas coimas, pagos para acelerar trámites o evitar una multa) porque está lejos de la vida cotidiana de la gente. Otro indicador muy interesante es el que produce Tax Justice Network, que mide la evasión impositiva en el mundo y devela que no siempre los países con bajos índices de corrupción son modelos en otras áreas. Un ejemplo es Singapur, un país muy bien posicionado en términos de corrupción pero que funciona como un paraíso fiscal que protege desvíos de dinero de las grandes corporaciones.
Desde las instituciones
La ciencia política, en especial el campo de la administración pública, también contribuyó a los análisis de la corrupción y al diseño de estrategias y políticas públicas para reducirla. Un primer grupo de investigadores, vinculados con el neoinstitucionalismo y la economía política, se abocaron a análisis más sistémicos del fenómeno, y los vincularon a las asimetrías de información en el Estado. “Esta línea trabajó sobre cómo reducir por ejemplo las asimetrías sobre los precios de las compras públicas, algo que ahora tiene su avance en la creación de sistemas de compras electrónicas centralizadas”, explica Charosky. Una de las académicas más destacadas en estos estudios, Susan Rose Ackerman, de la Universidad de Yale, investigó las interrelaciones entre Estado y mercado para crear una tipología que vincula sistemas políticos y sistemas económicos, de más a menos competitivos, para desde allí derivar mayores o menores oportunidades de corrupción. En su clásico La corrupción y los gobiernos: causas, consecuencias y reforma , publicado inicialmente en 1999 y traducido a 17 idiomas, Ackerman estudiaba los países en transición del socialismo y los ubicaba entre los más expuestos a la ineficacia y desigualdades económicas, y a partir de allí recomendaba una serie de reformas para reducir los beneficios materiales procedentes de los sobornos (sistémicamente, más allá de apartar a las “manzanas podridas” individualmente), y en estos procesos consideraba la implicancia de los dirigentes locales e internacionales como parte del proceso. La palabra “reforma” está presente en toda la obra, sin ninguna voluntad de ocultar su ideología ni su trabajo como consultora del Banco Mundial. Su perspectiva permite mirar casos cercanos: “El gobierno de Menem tuvo en los primeros años un grado de legitimidad y falta de competencia política que le permitió por ejemplo privatizar el mercado de los teléfonos y dejárselo a dos empresas en situaciones poco competitivas, de monopolio”, analiza Charosky.
También desde la ciencia política, otra serie de estudios se centró en los procesos organizacionales, para diseñar mecanismos de transparencia, canales para ampliar el acceso a la información de la ciudadanía y organismos de control. Dentro de este grupo, Robert Klitgart, de la Universidad de Harvard –también consultor de organismos internacionales y de la Rand Corporation ( 5 )–, creó a mediados de los 90 una fórmula que se convirtió en un clásico. La ecuación que explicaría la emergencia de la corrupción es simple: monopolio más discrecionalidad menos transparencia. Más cerca, y en ascenso en los últimos cinco años, el también harvardiano pero más joven Archon Fung propone que las intervenciones más efectivas para garantizar transparencia no son las macro sino las intervenciones sectoriales en políticas públicas y beneficiarios específicos. Su propuesta “sectorialista” es la que actualmente toman organismos como el BID y se centra en interceder en cada nivel particular para generar control y reducir la corrupción: salud, educación, infraestructura, transporte.
En el camino
Sea cual fuere la perspectiva, la buena noticia es que la corrupción ya no es analizada desde el prisma individual: los hombres racionales que escapan a las tentaciones privadas ya no son los mejor destinados para el gobierno. Tanto la economía como el estudio de las instituciones políticas, sumados a ONG, fueron generando en los últimos años evidencia de que las causas del problema son más bien sistémicas y no tienen relación con lo cultural. Esto es una buena noticia para descartar los prejuicios sobre las economías menos avanzadas y sus culturas. Sin embargo, todavía existe una preminencia, tanto en los estudios académicos como en los organismos internacionales, de la corrupción como tema, y por lo tanto de las recetas para controlarla. Y también hay una tendencia a hablar de la corrupción con rankings, efectivos para asignar lugares pero incompletos para entender los porqués. Quizá para entender la gris naturaleza del problema, ni tan racionalizable ni tan ligado a lo prohibido, haya que recorrer un camino más cercano al cambio, un poco más lejos de los ideales platónicos, un poco más cerca del común posible a cada sociedad en cada tiempo.
1. Eduardo Grüner, “La astucia del león y la fuerza del zorro”, en A. Borón (comp.), La filosofía política clásica , Clacso-Eudeba, 1999, pág. 255.
2. Management & Fit, julio de 2013.
3. Véase, entre otros: Miguel Braun y Rafael Di Tella, “Inflation, inflation variability and corruption”, Economics & Politics , Vol. 16, 2004.
4. Véase Germán Lodola, Cultura política de la democracia en Argentina, 2010 , Vanderbilt University/UTdT.
5. Considerado “el think tank que controla América”, por sus vínculos con la corporación militar estadounidense.
* Periodista y politóloga.
conviene que todos lean este articulo,que no lo dejen pasar.Me sumo a los que piensan que la corrupcion es un efecto del sistema,que crea sus condiciones,y por lo tanto puede ser disminuida y reducida hasta ser cero.Incluyo a la etica como un factor positivo cuando genera la conviccion de que lo que hoy me beneficia a mi,en detrimento de los demas,mañana puede perjudicarme o a mis descendientes.