La oposición siempre ha estado y estará dividida. Aquí, y en cualquier parte. Hay razones ideológicas, geográficas y sectoriales que explican la existencia de partidos pequeños y medianos. Lo que importa es la magnitud de los dos mayores . Cuando la distancia entre el partido gobernante y el principal opositor es abismal, la democracia está expuesta al abuso de poder y la falta de alternativa. El abuso suele derivar en “dictadura de la mayoría”, que quebranta los derechos del resto de la población. Y aun cuando no se instale tal dictadura, la hegemonía impide el control y el cambio.
En la Argentina, esa disparidad ha sido recurrente.
Estos son los puntos de ventaja que tuvieron diversos presidentes en las elecciones que los ungieron:
1928. Hipólito Yrigoyen: 47
1973. Juan D. Perón: 39
1922. Marcelo T. Alvear: 39
2011. Cristina Kirchner: 37
1916. Hipólito Yrigoyen: 33
1951. Juan D. Perón: 31
1973. Héctor J. Cámpora: 28
1995. Carlos Menem. 21
En parte, esto obedece a la cultura caudillista , adicta a la concentración del poder. En 1928, Yrigoyen obtuvo 63 % de los votos; en 1973, Perón llegó a 65. También contribuye (y eso ocurrió en todos los casos mencionados) la falta de una segunda fuerza que aparezca como opción.
Las democracias eficaces son bipartidistas.
No porque la ley permita sólo dos partidos (en todas ellas hay varios) sino porque ningún otro tiene capacidad de llegar al gobierno. Ese sistema binario lo crean partidos con vocación de poder, policlasistas, extendidos por todo el territorio, que hacen esfuerzos por no desmembrarse ni bajar los brazos en momentos de adversidad. La ciudadanía tiene, en esos casos, un partido gobernante sujeto a control y, si ese partido la defrauda, otro con el cual reemplazarlo.
En la Argentina, la democracia pareció encaminarse en ese sentido a fines del siglo 20.
En 1983 el radicalismo le ganó al justicialismo 48 a 39; en 1989, el justicialismo le ganó al radicalismo 47 a 37, y en 1999, el radicalismo (en alianza) volvió a ganarle al justicialismo 48 a 39.
El estallido de la funesta convertibilidad hizo del bipartidismo añicos.
La UCR sufrió migraciones y perdió vocación de poder. En 2003 tuvo 2 (dos) por ciento de los votos, en 2007 no presentó candidato a Presidente y en 2011 escaló, pero a sólo once puntos.
Ese es el problema, no la diversidad de partidos opositores.
A las elecciones de 1983 se presentaron 19; y a las de 1999, diez. Pero en ambos casos los dos grandes partidos sumaron más de 80 por ciento.
La democracia necesita recuperar el bipartidismo.
La asociación de partidos frágiles no constituiría una fuerza sólida, perdurable y capaz de gobernar. La UCR debe recrear (u otra fuerza constituir) el segundo gran partido. El radicalismo aún está en mejores condiciones para hacerlo: tiene una organización nacional y es la principal fuerza opositora en el Congreso de la Nación. Sin embargo, eso no basta. Una fuerza que pretenda disputar y ejercer el poder deberá: 1.
Prevenir la “enfermedad infantil del progresismo” . La frase de Lenin sirve, bien que en otro contexto, para clasificar a los políticos que repiten eslóganes, perpetúan mitos y esgrimen símbolos propios de las izquierdas de otras épocas. Un partido es progresista cuando impulsa, programa y ejecutar políticas que distribuyen de la manera más equitativa posible la riqueza y las oportunidades de progreso, individual y colectivo. Reducir la brecha entre ricos y pobres es progresista. Estatizar una empresa puede no serlo.
Conciliar los intereses de clase media y trabajadores.
Un partido nacional con vocación de poder no puede limitar a sólo un sector social. Debe comprometerse a elevar las condiciones de vida de todos los ciudadanos que no pertenecen a la minoría privilegiada.
Administrar los nuevos fenómenos.
Hoy no se puede interpretar al conjunto de la sociedad si no se comprende o no se tiene iniciativa respecto de ítems que no figuran en el catálogo clásico de la política: sociedad civil, cuestiones de género, nuevas formas de protesta, pueblos originarios, ecología y modos inéditos de comunicación. La incorporación de jóvenes y minorías es indispensable para que un partido asuma estos temas, no en la retórica sino en sus programas.
Evitar el insalubre sectarismo.
Los partidos nacionales, por la misma necesidad de representar a diferentes sectores, suelen ser de centro y tener tanto alas de izquierda como de derecha, no llegando nunca a los extremos. La fortaleza de tales partidos depende de su capacidad de armonizar sus grupos internos, preservar un fuerte sentimiento de pertenencia y dirimir las diferencias democráticamente.
Entender que gobernar es cabalgar un tigre.
Una oposición despiadada, lobbies empresarios y sindicatos, entre otros sectores, levantan vallas que un gobierno debe saltar o sortear. No puede decir que “no lo dejan” gobernar o que “conspiran” para hacerlo fracasar. La gente necesita gobierno, precisamente, para que supere las inevitables dificultades de conducir una nación.
Elegir a los mejores mensajeros . La democracia requiere grandes y fuertes organizaciones políticas, pero esas organizaciones precisan, a su vez, que sus representantes logren empatía con la sociedad. En una elección, un mismo partido puede tener 15 por ciento de los votos si el candidato es uno, o 30 por ciento si el candidato es otro.
Desarrollar una capacidad de comunicación masiva.
En otros tiempos, al político que sabía comunicar se lo encomiaba diciendo que era un gran “tribuno”. Hoy, a quienes usan la tribuna electrónica, levantada por la televisión, se los suele calificar despectivamente como “mediáticos”. Saber emplear los modernos medios de comunicación es un irrenunciable deber de un partido que aspire a liderar el país.
Qué capo este Terraño! Si no fuera porque nos dejó SIN LUZ durante tres meses cuando era ministro, verano pa colmo, y él veraneando en Isla Maragrita, y a pesar de que seis meses antes le avisaron que no se había acumulado la nieve suficiente para que en el próximo deshielo del verano trágico funcionara el chocón, digo, si no supiera todo ésto, diría que es un capo, mire vea.