Eva, lo que el mito no deja ver

Pronto la imagen de Eva Perón estará en los billetes de cien pesos en que reciben mensualmente el sueldo los jóvenes de La Cámpora empleados en alguna oficina estatal, cuya tarea consiste en aplaudir en los actos, escribir en los blogs, organizar «vatayones», escuchar, informar y también contribuir a la nueva versión del mito de Evita. Hasta ahora, cobrar el salario incluía una experiencia desagradable: enfrentarse con la imagen del detestado Roca, o en el reverso, con la del «ejército genocida». Desde ahora, el rostro de Eva reconciliará militantismo y prebenda.
No es una mala síntesis. La imagen de Evita ha cumplido muchas funciones desde su muerte, y algunas fueron parecidas a ésta. Su recuerdo, su imagen, sus palabras han sido usadas a diestra y siniestra. La proliferación de mitos fue sepultando a la persona: hay tantas Evitas como se quiera. Recuperar su persona requiere apartar los mitos y reexaminar críticamente lo que creemos que sabemos de ella. Pero sobre todo hay que ubicarla en su época: una Argentina diferente de la actual, en la que las cosas tenían otro sentido. El resultado será una imagen menos rotunda, sin blancos ni negros contundentes. Un perfil lleno de grises, tan matizado como el de cualquier persona que conocemos.
El mayor problema es separarla de Perón. Es común oscilar entre la identificación total -así se presentaba ella- y la contraposición, como es común hoy. Hay un punto intermedio: Eva estuvo presente en cada proceso central del peronismo, le aportó un perfil distinto pero no llegó a definir un rumbo diferente. Hubo tensión pero no ruptura.
En primer lugar, está la vigorosa democratización social y política que caracterizó al primer peronismo. El proceso social es característico de la Argentina moderna; arraiga en la inmigración, la educación pública y la ley Sáenz Peña. Perón lo aceleró; rompió la última y dura costra del «antiguo régimen» y posibilitó la maduración de una sociedad móvil, integrada y democrática. Evita se asoció con la dignificación de «los humildes», el ejercicio práctico de la justicia social, la sanción del sufragio femenino y la incorporación política de las mujeres. Sobre todo, profundizó el embate contra aquella costra, a la que tildó de «oligarquía». Fue una palabra eficaz, que deslizó el eje de lo social a lo político, uniendo en la denostación a los moradores del Barrio Norte con los partidos opositores. Evita le puso a la democratización un elemento reactivo, un tono plebeyo y agresivo que no afectó mucho la convivencia social pero dejó en la vida política una marca facciosa y consagró un igualitarismo radical, de corte jacobino, que a la larga tendió a desalentar la formación de cualquier elite del mérito.
La justicia social -el empujón estatal a los rezagados- pudo haber sido la base de un Estado de Bienestar basado en principios universalistas, muy común en la época. Perón lo alentó en ocasiones y en otras retrocedió, por ejemplo frente a los sindicatos. Evita lo asoció con su fundación, creada a su imagen y semejanza. La Fundación Eva Perón irrumpió en el Estado, se apropió de porciones de sus instituciones, su personal y su presupuesto, al que sumó aportes privados más o menos voluntarios. Combinó fragmentos de grandes políticas públicas -policlínicos, viviendas- con la «ayuda social directa», que fue el terreno preferido de Evita: dar personalmente. La acción del Estado en beneficio de los humildes -máquinas de coser, bicicletas- llegaba a muchos pero no a todos, ni a todos de la misma manera. Venía unida a la figura que personificaba al Estado, o más bien, lo reemplazaba.
La fundación manejó un presupuesto incalculable y no quedaron rastros de cómo lo gastó. Casi anticipó lo que con el tiempo llegó a ser nuestro Estado: una caja misteriosa y un cúmulo de prebendas discrecionales. Si Perón fue un constructor de Estado, con criterios universales y generales, Evita fue un vendaval que avanzó arrasando los cimientos estatales que Perón creaba. No es fácil hacer un balance. Habría que poner en un platillo los millones de beneficiarios de la Dama de la Esperanza y en el otro platillo otros tantos millones de potenciales beneficiarios del fallido Estado de Bienestar. Unos lo vivieron; los otros no habían nacido, pero lo pagaron.
Perón fue un líder plebiscitario. Recibió un mandato popular para combatir al antipueblo y construir un país justo, libre y soberano. Valoró la importancia del combate, pero imaginó al final una comunidad organizada, en la que los desencuentros cesarían y el pueblo, encuadrado en sus corporaciones y bajo la tutela del Estado, resolvería sus conflictos. Evita, en cambio, no fue una mujer de Estado. No se preocupó por la armonía final ni por la arquitectura política. Alimentó permanentemente el conflicto, sin dejar el menor espacio para la integración de quienes eran declarados enemigos del pueblo. Quizás esto fuera funcional al gran proyecto de Perón o quizá no.
Su propio estilo político fue más moderno y elaborado que el de Perón. Tuvo un despliegue considerable de lo estético y lo simbólico, una fuerte carga religiosa y un discurso simple y directo, que englobaba toda oposición en la antítesis de «pueblo y oligarquía», o en la de «leales y traidores», si la cosa tocaba el frente interno. Perón la siguió a veces en ese camino. En otras, manifestó tener una imagen distinta del Estado y de la política, más organizada y desapasionada.
Eva también dominaba los resortes más tradicionales de la política. Lo ha mostrado recientemente Loris Zanatta en su ejemplar biografía. Dedicó mucho tiempo a colocar en lugares clave del gobierno a sus «criaturas»: personajes que le debían todo y que le eran absolutamente fieles. Evitistas, antes que peronistas. No hubo ministerio u oficina -por no mencionar a la CGT- que no estuvieran colonizados por hombres de Eva, que cotidianamente recibían sus instrucciones, expresadas en lenguaje llano y patronal, en el que al tuteo correspondía un «Señora». Esa red de funcionarios adictos le dio a Eva un poder ejercido a la par de Perón, y a veces confrontando con él. El anecdotario de estos choques es rico y sabroso. En ocasiones, fue por causas trascendentes, como su frustrada candidatura a la vicepresidencia. En otras, por cuestiones menores, como expulsar a un «traidor» (Bramuglia) o proteger a hombres suyos, como Miguel Miranda, cuya ineptitud y grosera corrupción había excedido la medida de Perón.
Eva aceptó que Perón la presentara como su discípula, y nunca se puso a la par de él, sino simplemente a la cabeza de sus seguidores agradecidos. Fue la «humilde mujer». Un paso por detrás del hombre. Tales eran los criterios de aquella sociedad, que Eva acató y transgredió, según las ocasiones. Tales eran los criterios de la Iglesia Católica, con sus ideas sobre el lugar de la mujer en el hogar y en la familia. La propia Eva los desarrolló en sus discursos, inspirados por su director espiritual, el jesuita Hernán Benítez, en los que la familia era presentada como una institución perteneciente al orden de la Creación. Pero a la vez, una ley que ella impulsó eliminó las distinciones sobre los hijos, suprimiendo las terribles fórmulas de «natural» y «adulterino».
En su gran creación política, el Partido Peronista Femenino, la «política» fue considerada cosa de hombres. En las unidades básicas femeninas -vedadas al acceso de hombres- no se hacía política, sino tareas propias de su sexo, como las labores o la beneficencia. Nada muy diferente de una parroquia. Pero a la vez la rama femenina del peronismo fue el primer canal de incorporación masiva y sistemática a la política de mujeres, que iniciaron así un camino irreversible.
¿Fue Eva autoritaria o democrática? ¿Tradicional o progresista? Clasificar todas sus iniciativas en un esquema simple es tarea vana. Mucho más lo es reducir la Eva Perón política a un solo calificativo. Pero no hay dudas de que fue una persona política prodigiosa -todo lo hizo en nueve años- de esas que dejan su huella. Una huella en la que algunas cosas fueron elevadas y otras, aplastadas. En la que brotaron espigas y también yuyos malos. Pero además, fue una de esas personas singulares, en las que es fácil que la sociedad deposite tanto anhelos como odios. No cualquiera puede alojar un mito. Evita generó muchos y lo sigue haciendo. Algunos poéticos y otros groseramente manipulativos. Sin duda, sigue entre nosotros.
© La Nacion.

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