La eliminación de los impuestos que recaían sobre las exportaciones, tanto las agropecuarias como las industriales, con la única excepción de la soja, ha sido un gran paso adelante en cuanto a incentivos para lograr un aumento de la producción y de la inversión en bienes capaces de aportar divisas genuinas al país. Sin embargo, para ganar en exportabilidad, la economía argentina necesita mucho más. Y esto, a su vez, es clave para volver a crecer, ya que hay poco margen para una recuperación cíclica, basada en alta capacidad ociosa, como fue el caso de 2003.
No todos los bienes producidos en el país tienen la característica de la exportabilidad. Los costos elevados o la falta de actualización tecnológica y de diseño constituyen un muro muchas veces infranqueable. Pero hay una gama amplia de otros casos: un alimento que no cumple con requisitos sanitarios, una pieza fabricada en una pyme que no ha logrado las certificaciones correspondientes (normas ISO), una prenda elaborada en un taller que funciona fuera del circuito bancario e impositivo son todos ejemplos de productos que tienen cero chance de lograr compradores en el mercado internacional, que funciona con reglas que no siempre se cumplen en nuestro país.
La brecha entre las normas externas y los usos y costumbres locales es más amplia en aquellas actividades que agregan valor sobre las materias primas, lo que explica el muy bajo precio promedio por tonelada de las exportaciones del país. Se trata de un verdadero círculo vicioso, cuya ruptura es imprescindible para volver a crecer en forma sostenida, pero que a su vez requiere un tratamiento multidisciplinario y coordinado por Nación, provincias y municipios.
La presencia del presidente Mauricio Macri en el Foro Económico de Davos, que este año se realiza entre el 20 y el 23 de enero, ayudará a tomar conciencia acerca de la deplorable tarjeta de presentación de la Argentina en términos de competitividad. Según el World Economic Forum, nuestro país ocupa el lugar 106 entre 140, mientras Brasil y Chile, por ejemplo, se ubican en los puestos 57 y 35; Corea en el 26 y Finlandia en el 8. No se trata de un dato aislado, ya que en el estudio que realiza periódicamente el Banco Mundial sobre la “facilidad para hacer negocios”, la Argentina se sitúa 121ª entre 189 países, en tanto que Brasil y Chile están en los puestos 116 y 48, bastante lejos de Finlandia (10°) y Corea (4°).
Este tipo de comparaciones sirve para explicar bastante bien por qué algunos países, como Corea y Finlandia, han sabido utilizar la globalización como una oportunidad, mientras aquí se la sigue viendo como una amenaza.
La pregunta es por qué estamos tan atrás en estos rankings. ¿Es la economía una víctima de gobiernos desaprensivos en materia de competitividad? Sin desechar este factor, hay fenómenos más profundos detrás.
En la Argentina, y considerando el sesgo mercado-internista del anterior gobierno, existe la tentación de focalizar el problema (y la solución) en la cuestión de la gestión. Obvio que hay mucho terreno en este plano, pero existe un verdadero círculo vicioso en el que se retroalimentan una economía demasiado cerrada al comercio exterior y una elevada ponderación de la informalidad, lo que ha derivado en un persistente sesgo antiexportador.
La economía informal opera como un verdadero “perro del hortelano” sobre la exportación, ya que “no come ni deja comer”. Las empresas que están fuera del sistema bancario e impositivo no califican para vender al exterior, pero al mismo tiempo son un pesado lastre (que varía según los sectores) sobre las firmas que sí podrían exportar, pero que se enfrentan a dos severas restricciones: a) la presión impositiva que recae sobre ellas es mucho mayor que si la carga tributaria estuviera mejor repartida; b) la rentabilidad es menor en el mercado interno por la competencia desleal de las firmas que actúan en negro, acotando el margen para ser más agresivos en el resto del mundo.
A su vez, en la puja por lograr que el Estado se imponga una agenda destinada a mejorar en los rankings de competitividad, las empresas que están “en blanco” quedan aisladas. La energía de muchos emprendedores se desvía del mundo de la formalidad ante las dificultades y la elevada presión tributaria, y dejan de presionar para que se simplifique la vida de las empresas. Así, los burócratas reciben las señales equivocadas.
Una política fiscal siempre apremiada por lo estrecho de la base sobre la que se apoya la recaudación junto con una mínima ponderación del comercio exterior sobre el PBI es el caldo de cultivo ideal para la acentuada volatilidad del tipo de cambio real. Esto a su vez ha reforzado la idea de muchos emprendedores acerca de lo riesgoso que es el camino de la exportación (que obliga a “blanquearse”, entre otras cosas). La política económica de los últimos años, cepos incluidos, acentúo estas deformaciones, hasta transformarlas en caricatura. Pero había fenómenos preexistentes que facilitaron este comportamiento.
No puede romperse este círculo vicioso con medidas parciales, ni de una sola jurisdicción. La política fiscal es clave para asegurar que en el futuro el tipo de cambio ya no habrá de ser usado como ancla antiinflacionaria. Esto obliga a controlar el gasto público, ya que hace falta seguir reduciendo impuestos distorsivos, en línea con lo que ya se implementó en materia de retenciones.
La siguiente prioridad debería ser Ingresos Brutos, pero éste es un tributo provincial, por lo que se hace imprescindible un pacto fiscal. Si hacen falta compensaciones, el único instrumento genuino es el avance en la formalización y la bancarización de la economía, por lo que también habría que devolverle al impuesto al cheque el espíritu original (a cuenta de IVA o Ganancias). Esto obliga a más esfuerzo fiscal.
En la medida en que se desmonten los impuestos más distorsivos y se simplifiquen los trámites, las empresas informales tendrán menos excusas y menos pruritos los gobiernos.
En ese escenario habrá más emprendedores interesados en lograr la “etiqueta” de exportable para sus productos. Esto obligará a trabajar en conjunto con el Estado en la capacitación del personal, la certificación de los procesos productivos (ISO, etc.) y el cumplimiento de normas sanitarias homologables con el resto del mundo. Será necesario reconvertir fábricas, viejas plantaciones (manzanas, vid, yerba, limones), usinas lácteas, frigoríficos. También el Senasa, el INTI y demás.
Tendrá que haber financiamiento de largo plazo disponible. ¿Muy complicado todo? El tema es que la Argentina no tiene opciones, ya que la vía del endeudamiento externo sólo está disponible para la transición.
Cuando se termine de exteriorizar todo lo que falta contabilizar, más las presumibles emisiones de 2016, entonces la deuda pública externa del país será equivalente a dos años de exportaciones. Un ratio bastante superior al de Brasil o México, donde esos pasivos representan menos de un año de ventas al exterior.
Investigador Jefe-Ieral
No todos los bienes producidos en el país tienen la característica de la exportabilidad. Los costos elevados o la falta de actualización tecnológica y de diseño constituyen un muro muchas veces infranqueable. Pero hay una gama amplia de otros casos: un alimento que no cumple con requisitos sanitarios, una pieza fabricada en una pyme que no ha logrado las certificaciones correspondientes (normas ISO), una prenda elaborada en un taller que funciona fuera del circuito bancario e impositivo son todos ejemplos de productos que tienen cero chance de lograr compradores en el mercado internacional, que funciona con reglas que no siempre se cumplen en nuestro país.
La brecha entre las normas externas y los usos y costumbres locales es más amplia en aquellas actividades que agregan valor sobre las materias primas, lo que explica el muy bajo precio promedio por tonelada de las exportaciones del país. Se trata de un verdadero círculo vicioso, cuya ruptura es imprescindible para volver a crecer en forma sostenida, pero que a su vez requiere un tratamiento multidisciplinario y coordinado por Nación, provincias y municipios.
La presencia del presidente Mauricio Macri en el Foro Económico de Davos, que este año se realiza entre el 20 y el 23 de enero, ayudará a tomar conciencia acerca de la deplorable tarjeta de presentación de la Argentina en términos de competitividad. Según el World Economic Forum, nuestro país ocupa el lugar 106 entre 140, mientras Brasil y Chile, por ejemplo, se ubican en los puestos 57 y 35; Corea en el 26 y Finlandia en el 8. No se trata de un dato aislado, ya que en el estudio que realiza periódicamente el Banco Mundial sobre la “facilidad para hacer negocios”, la Argentina se sitúa 121ª entre 189 países, en tanto que Brasil y Chile están en los puestos 116 y 48, bastante lejos de Finlandia (10°) y Corea (4°).
Este tipo de comparaciones sirve para explicar bastante bien por qué algunos países, como Corea y Finlandia, han sabido utilizar la globalización como una oportunidad, mientras aquí se la sigue viendo como una amenaza.
La pregunta es por qué estamos tan atrás en estos rankings. ¿Es la economía una víctima de gobiernos desaprensivos en materia de competitividad? Sin desechar este factor, hay fenómenos más profundos detrás.
En la Argentina, y considerando el sesgo mercado-internista del anterior gobierno, existe la tentación de focalizar el problema (y la solución) en la cuestión de la gestión. Obvio que hay mucho terreno en este plano, pero existe un verdadero círculo vicioso en el que se retroalimentan una economía demasiado cerrada al comercio exterior y una elevada ponderación de la informalidad, lo que ha derivado en un persistente sesgo antiexportador.
La economía informal opera como un verdadero “perro del hortelano” sobre la exportación, ya que “no come ni deja comer”. Las empresas que están fuera del sistema bancario e impositivo no califican para vender al exterior, pero al mismo tiempo son un pesado lastre (que varía según los sectores) sobre las firmas que sí podrían exportar, pero que se enfrentan a dos severas restricciones: a) la presión impositiva que recae sobre ellas es mucho mayor que si la carga tributaria estuviera mejor repartida; b) la rentabilidad es menor en el mercado interno por la competencia desleal de las firmas que actúan en negro, acotando el margen para ser más agresivos en el resto del mundo.
A su vez, en la puja por lograr que el Estado se imponga una agenda destinada a mejorar en los rankings de competitividad, las empresas que están “en blanco” quedan aisladas. La energía de muchos emprendedores se desvía del mundo de la formalidad ante las dificultades y la elevada presión tributaria, y dejan de presionar para que se simplifique la vida de las empresas. Así, los burócratas reciben las señales equivocadas.
Una política fiscal siempre apremiada por lo estrecho de la base sobre la que se apoya la recaudación junto con una mínima ponderación del comercio exterior sobre el PBI es el caldo de cultivo ideal para la acentuada volatilidad del tipo de cambio real. Esto a su vez ha reforzado la idea de muchos emprendedores acerca de lo riesgoso que es el camino de la exportación (que obliga a “blanquearse”, entre otras cosas). La política económica de los últimos años, cepos incluidos, acentúo estas deformaciones, hasta transformarlas en caricatura. Pero había fenómenos preexistentes que facilitaron este comportamiento.
No puede romperse este círculo vicioso con medidas parciales, ni de una sola jurisdicción. La política fiscal es clave para asegurar que en el futuro el tipo de cambio ya no habrá de ser usado como ancla antiinflacionaria. Esto obliga a controlar el gasto público, ya que hace falta seguir reduciendo impuestos distorsivos, en línea con lo que ya se implementó en materia de retenciones.
La siguiente prioridad debería ser Ingresos Brutos, pero éste es un tributo provincial, por lo que se hace imprescindible un pacto fiscal. Si hacen falta compensaciones, el único instrumento genuino es el avance en la formalización y la bancarización de la economía, por lo que también habría que devolverle al impuesto al cheque el espíritu original (a cuenta de IVA o Ganancias). Esto obliga a más esfuerzo fiscal.
En la medida en que se desmonten los impuestos más distorsivos y se simplifiquen los trámites, las empresas informales tendrán menos excusas y menos pruritos los gobiernos.
En ese escenario habrá más emprendedores interesados en lograr la “etiqueta” de exportable para sus productos. Esto obligará a trabajar en conjunto con el Estado en la capacitación del personal, la certificación de los procesos productivos (ISO, etc.) y el cumplimiento de normas sanitarias homologables con el resto del mundo. Será necesario reconvertir fábricas, viejas plantaciones (manzanas, vid, yerba, limones), usinas lácteas, frigoríficos. También el Senasa, el INTI y demás.
Tendrá que haber financiamiento de largo plazo disponible. ¿Muy complicado todo? El tema es que la Argentina no tiene opciones, ya que la vía del endeudamiento externo sólo está disponible para la transición.
Cuando se termine de exteriorizar todo lo que falta contabilizar, más las presumibles emisiones de 2016, entonces la deuda pública externa del país será equivalente a dos años de exportaciones. Un ratio bastante superior al de Brasil o México, donde esos pasivos representan menos de un año de ventas al exterior.
Investigador Jefe-Ieral