A mi papá lo secuestraron en Argentina en 1979, cuando yo tenía casi tres años. La edad en la que, cuando vi la cara de espanto de mi mamá al enterarse, me hice caca salvajemente, con toda mi fuerza. Fue mi respuesta más animal a la bestialidad que estaba ocurriendo. Más no podía hacer.
A mi papá lo liberaron. Volvió. Nació mi tercera hermana. Mi tercera hermana pudo existir porque a mi papá lo liberaron, porque de estas voluntades ajenas nacemos o morimos.
Vivimos varios años en Uruguay para estar lejos del terror. Volvimos a Buenos Aires en 1983. El miedo de la dictadura había terminado, la ferocidad se apagaba. Pero, aunque el secuestro de mi papá quedaba muy lejos, algo de aquello se había quedado en mi cuerpo: hasta mis ocho años conviví con una angustia extraña sin palabras. Sabía que a mi papá se lo habían llevado unos hombres y yo pensaba que se lo habían llevado porque era malo. Imaginaba que los días que no había estado en casa lo habían tenido atado al pico de una montaña. Imaginaba que eso hacían con los hombres malos.
Era terrible para mí tener un papá malo.
No sé cómo se enseña la bondad. Pero mientras en el jardín de infantes aprendía a dibujar y poco a poco en la primaria me enseñaban a escribir, y a sumar, y a pensar, en casa, con mamá, papá y mis hermanas aprendí –sin palabras ni números– el valor de ser bueno. Sin embargo, el mundo y mi mundo tenían un gran desfasaje: en mi mundo pequeño de abrazos, de cuentos antes de dormir, de comidas en familia, papá era una de las personas más buenas; en el mundo gigante papá había sido llevado y atado al pico de una montaña como si fuera un hombre malo.
Empezamos una nueva vida en Argentina. Todo se sentía como un gran festejo. En 1985, en plena democracia, en pleno festejo, a mi papá lo volvieron a secuestrar. Yo ya había cumplido ocho años. Había crecido y podía entender las cosas de otra manera. Recuerdo que esa tarde volví a casa después de un cumpleaños. En vez de haber ido a buscarme mi mamá, fue una tía. Todo empezaba a ser raro.
Al día siguiente mamá nos juntó a mí y a mis hermanas en su cuarto. Estábamos todas en la cama grande, sobre la frazada más suave de la casa.
Mamá tenía los gestos de la cara corridos de lugar.
Intentando poner el tono de cuento de hadas con el que uno les explica las historias a sus hijos, nos contó que a papá se lo habían llevado unos señores. Nos dijo que no nos preocupáramos, que lo iban a tratar bien y que en poco tiempo iba a volver. Como quien descubre un truco de magia, de golpe entendí lo que era un secuestro: a papá se lo habían llevado, pedían plata para devolverlo, los otros eran los malos, papá era bueno. En ese instante, sobre esa frazada suave y celeste, me volvieron las imágenes del primer secuestro, papá en el pico de la montaña. Entendí que aquella primera vez no se lo habían llevado por ser malo.
Y me puse contenta y me sentí tranquila: papá era bueno. En ese instante en ese cuarto terminó la angustia de la beba que se había hecho caca. En ese instante también supe que cuando mamá terminó de hablar yo tendría que haber llorado. Pero no.
Sentí la paz más profunda de tener un papá bueno.
El segundo secuestro iba a ser más largo. Empezó esa noche en la que no sentí el ruido de las pantuflas de papá que venía a darme un beso antes de dormir. Empezó esa mañana en la que fuimos al colegio y había periodistas en la puerta de casa. Empezó una tarde en la que me inventaba juegos solitarios y me juraba que, si ganaba, papá iba a volver. Empezó en ese instante en el que ya no pudimos hablar de papá con alegría.
Mientras tanto, intentaba hacer una vida normal. Tenía miedo de que mis compañeros de clase me preguntaran de qué trabajaba mi mamá porque tendría que haber dicho “de buscar a papá”.
Tenía miedo de que el tiempo durara tanto. Tenía miedo de nombrarlo a papá en pasado porque hubiera sido una forma de matarlo.
Un día, a escondidas, leí en una revista: “El ingeniero Sivak habría sido asesinado de un tiro en la sien.
” No sabía qué era “la sien” ni me animé a averiguarlo. Supuse que era alguna parte del cuerpo. Así iba creciendo, así iba aprendiendo nuevas palabras.
Cada día me despertaba ilusionada porque ese era el día en que papá podía volver. Y pasaron los días. Y las noches. Y los días. Y las noches. Y los días. Y las noches. Y los días. Y las noches. Y los días. Y las noches.
Había dos cuentos que recordaba de los que me había contado papá. En el primero, un niño está llorando, sentado en el escalón de la puerta de una casa. Pasa un hombre que va a comprar pan y le pregunta qué le pasa. “Perdí una moneda” responde el niño. El hombre, para calmarlo, le regala una moneda y sigue su camino. Al volver de la panadería descubre que el niño sigue llorando. “Pero ahora, ¿qué te pasa?” “Es que si no hubiera perdido la primera moneda, ahora tendría dos”.
El segundo cuento, más que cuento, era una adivinanza. Papá me preguntaba: ¿cuál es ese tesoro que tiene sesenta piedras preciosas y cada una de esas piedras tiene adentro otros sesenta brillantes? Yo ya había aprendido la respuesta: ¡El tiempo!
Sin saberlo, papá me había hablado de lo que iba a suceder. Le robarían su tesoro irreparablemente, y no habría manera de recuperarlo. Le estaban robando su tiempo con amigos, con su trabajo, con sus hermanos, con su papá que todavía vivía, con su mujer, con sus hijas.
Nuestra familia se fue convirtiendo en “el caso Sivak”. Mi papá se transformó en el protagonista de uno de los varios secuestros extorsivos de la democracia. Las fotos de mamá aparecían en los medios. En un programa de televisión mamá dijo lo siguiente: Estoy absolutamente convencida de que no existe la maldad absoluta, creo que aun en los seres que aparecen como más depravados ante los ojos de sus semejantes hay –por llamarlo de alguna manera– una semillita de bondad que está esperando las condiciones propicias para germinar. Por eso, porque estoy convencida de que en los captores de Osvaldo existe esto, me dirijo a esa parte y en nombre de nuestras cuatro hijas, en nombre de los hijos de ustedes que seguramente los tienen, en nombre del amor, en nombre de la vida, liberen a Osvaldo .
Mientras mamá hablaba, a papá ya lo habían matado. Lo supimos más de dos años más tarde, en noviembre de 1987. Desde entonces, dos imágenes me acompañarían siempre. Papá subiendo las escaleras corriendo para abrazarnos.
Papá con un disparo en la cabeza, cayendo su cuerpo hacia un costado.
Ninguna de las dos imágenes pude ver. Fue perverso no verlo volver. Igual de perverso no saber cómo murió, qué pensaba ese último día, cuánto miedo tenía, qué remera llevaba puesta o si le habían dejado su camisa, si tuvo mucho frío, qué fue lo último que vio.
Por su secuestro y asesinato fueron detenidas ocho personas. Dos de ellas se suicidaron. Las otras seis fueron condenadas.
Todos eran policías. Uno de ellos había participado en la liberación del secuestro de 1979 y por su desempeño había ganado la confianza de mi papá, que lo contrató como custodio para cuidarlo.
Tras la confesión de uno de los secuestradores, recuperamos su cuerpo y pudimos enterrarlo. Recuerdo que caminamos por el cementerio llevando la enorme caja oscura hasta llegar a un lugar lleno de flores de colores. Las sogas bajaron haciendo ruido. La caja llegó al fondo del agujero y yo me asomé para espiar.
“Ahí no puede estar papá”, pensé.
Durante muchos años quedó bajo la tierra, no solamente el cuerpo de papá, sino también la posibilidad de nombrarlo y recuperarlo con recuerdos. En casa, en familia, no podíamos hablar de él porque era demasiada la tristeza, porque decir “papá” era decir “secuestro”.
Pero llegó un momento en que comencé a sentir que para seguir viviendo tenía que hacer algo con el dolor y con la muerte. Una noche me desperté sobresaltada. Había visto una película en la que contaban un mito ficticio de una tribu africana. Decían que en esa tribu ataban al asesino a una balsa de madera. Los familiares de la víctima, en la orilla, tenían que decidir si se metían al agua para salvarlo o lo dejaban arrastrar por la corriente. Me levanté llorando y supe que yo no sabría qué hacer en esa orilla. Sentía que entre la víctima y el victimario se construye un laberinto y yo necesitaba salir de esas paredes de asfixia. Entendí, como escribió Primo Levi, que en la naturaleza del crimen se encuentra la capacidad de crear conflictos morales . El perdón, lo supe, es uno de estos conflictos. Uno de los conflictos a los que sólo pude llegar gracias a que antes mi mamá había trabajado “de buscar a papá y de hacer justicia”. Y perdoné, en un sentido distinto al perdonar que había conocido hasta entonces, perdoné para poder seguir viviendo, para poder dolerme con el duelo y para poder después volver a vivir con vida.
A mi papá lo tuve sólo ocho años. No pude crecer con él ni él pudo enseñarme a crecer, lo sigo viendo de la edad que en breve yo voy a tener, me cuesta recordar su voz, me cuesta aceptar que no va a conocer a sus nietos y veintisiete años después, lo sigo extrañando. Sin embargo, esos ocho años juntos me llenaron de su amor y lo que nadie podrá robarme es el amor por la bondad que me dejó. El mundo gigante no ha cambiado: los hombres buenos podrán seguir siendo tratados como hombres malos, los malos seguirán existiendo. Lo que me angustió a mis tres años, hoy me preocupa a los treinta y seis. Entremedio, perdí la capacidad animal de reacción frente a lo salvaje y la ingenuidad de creer que todos los hombres son buenos o malos. Pero aprendí a creer en respuestas humanas frente a las bestias y en la capacidad de construir formas que limiten el poder de la maldad.
Cuando papá ya no estaba en casa y yo todavía no sabía escribir la ausencia y el dolor, inventé un texto que llamaba poesía y jugaba a cantarlo así: Cambió, cambió El mundo cambió.
Zero se escribe con Z.
Ceta se escribe con C.
La gente es feliz en la cárcel.
Triste en libertad.
Cambió, cambió.
El mundo cambió.
Los grandes se pelean por los muñecos.
Los chicos se pelean por el poder.
El abecedario empieza con Z.
Termina con A.
Cambió, cambió.
El mundo cambió.
La vaca pone huevos.
La gallina pone terneros.
Cambió, cambió.
El mundo cambió.
Con el tiempo mi abecedario volvió a empezar por la A y las gallinas pusieron huevos y las vacas tuvieron terneros. También descubrí que las contradicciones son inevitables y que al lado de algunas flores crecen lápidas, y que la vida puede aparecer en la muerte y la muerte en la vida, que el dolor que destruye también construye y que la ausencia se puede transformar en la alegría de aquella presencia perdida. Pero sigo negándome, rotundamente, a aceptar que los hombres buenos pueden ser tratados como hombres malos y viceversa. Sigo creyendo en la necesidad de defender el pensamiento más simple de los niños: el mal hace mal, el bien hace bien. Y si esta base no se cumple, todo lo que encima se levante será una torre de crueldad.
A mi papá lo liberaron. Volvió. Nació mi tercera hermana. Mi tercera hermana pudo existir porque a mi papá lo liberaron, porque de estas voluntades ajenas nacemos o morimos.
Vivimos varios años en Uruguay para estar lejos del terror. Volvimos a Buenos Aires en 1983. El miedo de la dictadura había terminado, la ferocidad se apagaba. Pero, aunque el secuestro de mi papá quedaba muy lejos, algo de aquello se había quedado en mi cuerpo: hasta mis ocho años conviví con una angustia extraña sin palabras. Sabía que a mi papá se lo habían llevado unos hombres y yo pensaba que se lo habían llevado porque era malo. Imaginaba que los días que no había estado en casa lo habían tenido atado al pico de una montaña. Imaginaba que eso hacían con los hombres malos.
Era terrible para mí tener un papá malo.
No sé cómo se enseña la bondad. Pero mientras en el jardín de infantes aprendía a dibujar y poco a poco en la primaria me enseñaban a escribir, y a sumar, y a pensar, en casa, con mamá, papá y mis hermanas aprendí –sin palabras ni números– el valor de ser bueno. Sin embargo, el mundo y mi mundo tenían un gran desfasaje: en mi mundo pequeño de abrazos, de cuentos antes de dormir, de comidas en familia, papá era una de las personas más buenas; en el mundo gigante papá había sido llevado y atado al pico de una montaña como si fuera un hombre malo.
Empezamos una nueva vida en Argentina. Todo se sentía como un gran festejo. En 1985, en plena democracia, en pleno festejo, a mi papá lo volvieron a secuestrar. Yo ya había cumplido ocho años. Había crecido y podía entender las cosas de otra manera. Recuerdo que esa tarde volví a casa después de un cumpleaños. En vez de haber ido a buscarme mi mamá, fue una tía. Todo empezaba a ser raro.
Al día siguiente mamá nos juntó a mí y a mis hermanas en su cuarto. Estábamos todas en la cama grande, sobre la frazada más suave de la casa.
Mamá tenía los gestos de la cara corridos de lugar.
Intentando poner el tono de cuento de hadas con el que uno les explica las historias a sus hijos, nos contó que a papá se lo habían llevado unos señores. Nos dijo que no nos preocupáramos, que lo iban a tratar bien y que en poco tiempo iba a volver. Como quien descubre un truco de magia, de golpe entendí lo que era un secuestro: a papá se lo habían llevado, pedían plata para devolverlo, los otros eran los malos, papá era bueno. En ese instante, sobre esa frazada suave y celeste, me volvieron las imágenes del primer secuestro, papá en el pico de la montaña. Entendí que aquella primera vez no se lo habían llevado por ser malo.
Y me puse contenta y me sentí tranquila: papá era bueno. En ese instante en ese cuarto terminó la angustia de la beba que se había hecho caca. En ese instante también supe que cuando mamá terminó de hablar yo tendría que haber llorado. Pero no.
Sentí la paz más profunda de tener un papá bueno.
El segundo secuestro iba a ser más largo. Empezó esa noche en la que no sentí el ruido de las pantuflas de papá que venía a darme un beso antes de dormir. Empezó esa mañana en la que fuimos al colegio y había periodistas en la puerta de casa. Empezó una tarde en la que me inventaba juegos solitarios y me juraba que, si ganaba, papá iba a volver. Empezó en ese instante en el que ya no pudimos hablar de papá con alegría.
Mientras tanto, intentaba hacer una vida normal. Tenía miedo de que mis compañeros de clase me preguntaran de qué trabajaba mi mamá porque tendría que haber dicho “de buscar a papá”.
Tenía miedo de que el tiempo durara tanto. Tenía miedo de nombrarlo a papá en pasado porque hubiera sido una forma de matarlo.
Un día, a escondidas, leí en una revista: “El ingeniero Sivak habría sido asesinado de un tiro en la sien.
” No sabía qué era “la sien” ni me animé a averiguarlo. Supuse que era alguna parte del cuerpo. Así iba creciendo, así iba aprendiendo nuevas palabras.
Cada día me despertaba ilusionada porque ese era el día en que papá podía volver. Y pasaron los días. Y las noches. Y los días. Y las noches. Y los días. Y las noches. Y los días. Y las noches. Y los días. Y las noches.
Había dos cuentos que recordaba de los que me había contado papá. En el primero, un niño está llorando, sentado en el escalón de la puerta de una casa. Pasa un hombre que va a comprar pan y le pregunta qué le pasa. “Perdí una moneda” responde el niño. El hombre, para calmarlo, le regala una moneda y sigue su camino. Al volver de la panadería descubre que el niño sigue llorando. “Pero ahora, ¿qué te pasa?” “Es que si no hubiera perdido la primera moneda, ahora tendría dos”.
El segundo cuento, más que cuento, era una adivinanza. Papá me preguntaba: ¿cuál es ese tesoro que tiene sesenta piedras preciosas y cada una de esas piedras tiene adentro otros sesenta brillantes? Yo ya había aprendido la respuesta: ¡El tiempo!
Sin saberlo, papá me había hablado de lo que iba a suceder. Le robarían su tesoro irreparablemente, y no habría manera de recuperarlo. Le estaban robando su tiempo con amigos, con su trabajo, con sus hermanos, con su papá que todavía vivía, con su mujer, con sus hijas.
Nuestra familia se fue convirtiendo en “el caso Sivak”. Mi papá se transformó en el protagonista de uno de los varios secuestros extorsivos de la democracia. Las fotos de mamá aparecían en los medios. En un programa de televisión mamá dijo lo siguiente: Estoy absolutamente convencida de que no existe la maldad absoluta, creo que aun en los seres que aparecen como más depravados ante los ojos de sus semejantes hay –por llamarlo de alguna manera– una semillita de bondad que está esperando las condiciones propicias para germinar. Por eso, porque estoy convencida de que en los captores de Osvaldo existe esto, me dirijo a esa parte y en nombre de nuestras cuatro hijas, en nombre de los hijos de ustedes que seguramente los tienen, en nombre del amor, en nombre de la vida, liberen a Osvaldo .
Mientras mamá hablaba, a papá ya lo habían matado. Lo supimos más de dos años más tarde, en noviembre de 1987. Desde entonces, dos imágenes me acompañarían siempre. Papá subiendo las escaleras corriendo para abrazarnos.
Papá con un disparo en la cabeza, cayendo su cuerpo hacia un costado.
Ninguna de las dos imágenes pude ver. Fue perverso no verlo volver. Igual de perverso no saber cómo murió, qué pensaba ese último día, cuánto miedo tenía, qué remera llevaba puesta o si le habían dejado su camisa, si tuvo mucho frío, qué fue lo último que vio.
Por su secuestro y asesinato fueron detenidas ocho personas. Dos de ellas se suicidaron. Las otras seis fueron condenadas.
Todos eran policías. Uno de ellos había participado en la liberación del secuestro de 1979 y por su desempeño había ganado la confianza de mi papá, que lo contrató como custodio para cuidarlo.
Tras la confesión de uno de los secuestradores, recuperamos su cuerpo y pudimos enterrarlo. Recuerdo que caminamos por el cementerio llevando la enorme caja oscura hasta llegar a un lugar lleno de flores de colores. Las sogas bajaron haciendo ruido. La caja llegó al fondo del agujero y yo me asomé para espiar.
“Ahí no puede estar papá”, pensé.
Durante muchos años quedó bajo la tierra, no solamente el cuerpo de papá, sino también la posibilidad de nombrarlo y recuperarlo con recuerdos. En casa, en familia, no podíamos hablar de él porque era demasiada la tristeza, porque decir “papá” era decir “secuestro”.
Pero llegó un momento en que comencé a sentir que para seguir viviendo tenía que hacer algo con el dolor y con la muerte. Una noche me desperté sobresaltada. Había visto una película en la que contaban un mito ficticio de una tribu africana. Decían que en esa tribu ataban al asesino a una balsa de madera. Los familiares de la víctima, en la orilla, tenían que decidir si se metían al agua para salvarlo o lo dejaban arrastrar por la corriente. Me levanté llorando y supe que yo no sabría qué hacer en esa orilla. Sentía que entre la víctima y el victimario se construye un laberinto y yo necesitaba salir de esas paredes de asfixia. Entendí, como escribió Primo Levi, que en la naturaleza del crimen se encuentra la capacidad de crear conflictos morales . El perdón, lo supe, es uno de estos conflictos. Uno de los conflictos a los que sólo pude llegar gracias a que antes mi mamá había trabajado “de buscar a papá y de hacer justicia”. Y perdoné, en un sentido distinto al perdonar que había conocido hasta entonces, perdoné para poder seguir viviendo, para poder dolerme con el duelo y para poder después volver a vivir con vida.
A mi papá lo tuve sólo ocho años. No pude crecer con él ni él pudo enseñarme a crecer, lo sigo viendo de la edad que en breve yo voy a tener, me cuesta recordar su voz, me cuesta aceptar que no va a conocer a sus nietos y veintisiete años después, lo sigo extrañando. Sin embargo, esos ocho años juntos me llenaron de su amor y lo que nadie podrá robarme es el amor por la bondad que me dejó. El mundo gigante no ha cambiado: los hombres buenos podrán seguir siendo tratados como hombres malos, los malos seguirán existiendo. Lo que me angustió a mis tres años, hoy me preocupa a los treinta y seis. Entremedio, perdí la capacidad animal de reacción frente a lo salvaje y la ingenuidad de creer que todos los hombres son buenos o malos. Pero aprendí a creer en respuestas humanas frente a las bestias y en la capacidad de construir formas que limiten el poder de la maldad.
Cuando papá ya no estaba en casa y yo todavía no sabía escribir la ausencia y el dolor, inventé un texto que llamaba poesía y jugaba a cantarlo así: Cambió, cambió El mundo cambió.
Zero se escribe con Z.
Ceta se escribe con C.
La gente es feliz en la cárcel.
Triste en libertad.
Cambió, cambió.
El mundo cambió.
Los grandes se pelean por los muñecos.
Los chicos se pelean por el poder.
El abecedario empieza con Z.
Termina con A.
Cambió, cambió.
El mundo cambió.
La vaca pone huevos.
La gallina pone terneros.
Cambió, cambió.
El mundo cambió.
Con el tiempo mi abecedario volvió a empezar por la A y las gallinas pusieron huevos y las vacas tuvieron terneros. También descubrí que las contradicciones son inevitables y que al lado de algunas flores crecen lápidas, y que la vida puede aparecer en la muerte y la muerte en la vida, que el dolor que destruye también construye y que la ausencia se puede transformar en la alegría de aquella presencia perdida. Pero sigo negándome, rotundamente, a aceptar que los hombres buenos pueden ser tratados como hombres malos y viceversa. Sigo creyendo en la necesidad de defender el pensamiento más simple de los niños: el mal hace mal, el bien hace bien. Y si esta base no se cumple, todo lo que encima se levante será una torre de crueldad.