Injusto ataque a las ciencias sociales

Hace unos años presencié una conversación entre un científico norteamericano de las «ciencias duras» y un español de la disciplina histórica. Mientras el primero cuestionaba las resistencias a integrar a Turquía en la Unión Europea desde una lógica de costos y beneficios económicos, el segundo le respondió: «Es que ustedes no han comprendido todavía lo que significa para nosotros la caída de Constantinopla». En el uso del «nosotros» se condensaban alteridades diversas, pero se ponía de relieve la incomprensión de un segmento muy importante del campo científico respecto del dramático escenario mundial contemporáneo que hunde sus raíces en conflictos ancestrales.
La anécdota ilustra la misma incomprensión que en estos días viene expresando el Ministerio de Ciencia y Tecnología a través de decisiones y declaraciones que no sólo atañen a la reducción del presupuesto y a su distribución, sino también a la visión que impera sobre el complejo proceso de producción de conocimiento.
El ministro Barañao nos informa que los recursos del Conicet estarán destinados a aquellas investigaciones que contribuyan a la generación de riqueza y empleo y a una aplicación práctica de sus resultados, y que los investigadores que hacen ciencia motivados «por la curiosidad» deberán buscar otras inserciones, como por ejemplo las universidades.
¿Cuáles son los parámetros para evaluar que hay investigadores de Conicet que hacen ciencia motivados «por la curiosidad», como si se tratara de una tertulia en la que no existieron controles de calidad e idoneidad? ¿Son tal vez los cientistas sociales los eternos curiosos por el presente, el pasado y el futuro de esta sociedad que parece estar cada vez más a la deriva?
Además de confundir ciencia con políticas públicas para promover un crecimiento y un desarrollo sustentables, estas declaraciones revelan la carencia de una meditada proyección sobre la gestión científica -que deviene de políticas siempre coyunturales e improvisadas por parte de los gobiernos de turno- y la escasa densidad intelectual con la cual se aborda el problema (para no mencionar la devaluación que esta visión exhibe respecto de las universidades).
Llama la atención la pavorosa liviandad con la que un sector del universo científico impone los criterios sobre cuáles son los temas y objetos de estudio que merecen ser considerados legítimos y el profundo desprecio por los saberes que permiten reflexionar sobre aquello que habilita a repensar un mundo, un país, una sociedad, cuyas claves de interpretación no son fácilmente descifrables.
Los enigmas de un mundo que, cada vez más, se revela con horizontes sombríos difícilmente puedan ser develados por científicos que no puedan pensar más allá de los «temas» capaces de dar riqueza y empleos en el corto plazo. Si el recorte presupuestario en la investigación científica es un tema muy preocupante, más lo es que quienes están a cargo de diseñar sus futuras políticas no tengan la capacidad de interrogarse sobre sus propias certezas y de escuchar a todos los sectores que conforman ese universo complejo, integrado por saberes en los que nadie -por pudor o prudencia- puede atribuirse, sin más, la verdad.
Renunciar a esa inversión, y renunciar a que parte de esa escasa inversión esté destinada a producir un conocimiento sobre la compleja dinámica social del presente y del pasado, es, simplemente, un suicidio cultural hacia el futuro.
Investigadora independiente Conicet-IECH (Instituto de Editores Críticos en Humanidades)

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