Una nueva vuelta de tuerca del peronismo gobernante
Martes 02 de agosto de 2011 | Publicado en edición impresa
La presidenta Cristina Kirchner en un acto proselitista de la Capital. Foto Archivo
La congoja pública de la Presidenta por su condición de viuda contrasta con su decisión, íntima y tenaz, de cambiar profundamente la política y los hombres que encarnaron al kirchnerismo en vida de su esposo. ¿Nació el cristinismo? ¿Existe el cristinismo ? ¿O es, en cambio, sólo una manera de ser, una forma de decir las cosas y un modo superficial de definir una mirada distinta, pero parecida, de la política?
Hay una primera conclusión fácilmente perceptible: el cristinismo carga con una dosis mucho más alta de fanatismo que la que ya tenía el kirchnerismo histórico. Esa es la cláusula esencial del decálogo cristinista. La Presidenta lidera una expedición inaugural y épica de la política en la historia. Un solo retroceso de sus postulados (no importa cuáles sean ellos) significaría la derrota de la historia. En esas ideas confusas, abrasivas y turbulentas, se enclaustra la militancia cristinista.
¿Hay más ideas? Si se hiciera un esfuerzo extraordinario de indagación, podría encontrarse la constatación de que Cristina Kirchner intenta convertirse, sin mucha suerte hasta ahora, en una líder profundamente transformadora; su esposo sólo aspiraba a ser un presidente reformador, que es una categoría política más suave. Es cierto que Néstor Kirchner arrastraba una historia de la que carece su esposa. Había sido un interminable gobernador patagónico. ¿Cómo trastocarse en revolucionario desde su anterior condición de líder conservador de una provincia controlada con los viejos métodos feudales? Imposible.
Esa narración heroica de su papel por parte de Cristina Kirchner ha logrado convencer a peronistas diversos: algunos pertenecieron a las franjas de la izquierda peronista en los años 70, aunque el peronismo nunca los reconoció como propios; otros rescatan en ella sólo algunas borrosas pinceladas del primer Perón, el que era capaz de enfrentarse con el embajador norteamericano Spruille Braden. Olvidan que el propio Perón le dio al siguiente embajador de Washington la medalla de la lealtad peronista. No importa: todos los partidos políticos (y el peronismo en especial) viven más de los mitos inciertos que de las verdades comprobadas.
Cristina arrastra, a pesar de todo, más devotos entre los que creyeron en los 70 que habían nacido para vivir una revolución que nunca les llegó. La vida era una nostalgia para ellos hasta que se encontraron con los Kirchner, pero con Cristina en especial. Todos, setentistas, cincuentistas y cuarentistas bebieron la obediencia y el fanatismo en sus bautismos políticos.
Pero, ¿dónde está la revolución de Cristina? En rigor, han sido sus berrinches más que sus convicciones los que la llevaron, por ejemplo, a llevarse peor que su marido con el gobierno de los Estados Unidos, cuando ella quería todo lo contrario: ser una aliada confiable y frecuentada por Washington. El conflicto apareció cuando ese proyecto chocó con su carácter duro, implacable e imparable. El problema se agravó cuando exhibió otro rasgo de su modo: raramente pide consejos, casi nunca los escucha cuando alguien se los da y detesta que le digan que no. La disciplina férrea, casi ciega, sin límites, es un trazo nítido del cristinismo.
En esa desviación de la política hay también sólo una profundización del kirchnerismo. Néstor Kirchner no era igual, pero era parecido. El esposo había nacido y crecido en el peronismo, donde la disciplina es inmemorial y eterna, pero donde las luchas internas son también perpetuas. Tenía la gimnasia de la discusión política, que él mismo protagonizó muchas veces cuando nadie lo respetaba entre los caudillos peronistas más importantes. La esposa está convencida de que sólo mediante una presión personal y brutal, sin inútiles discusiones, podrá trocar el peronismo en kirchnerismo. Lo que sucedió en la Capital es un ejemplo de esos modos. Cristina lo eligió a Daniel Filmus porque era Filmus, pero logró desplumar a Filmus de tal modo que no quedó nada de lo que era Filmus. Da lo mismo. No se discute. La sagacidad y la astucia son dones que sólo habitan en el vértice más alto del cristinismo. Jamás se explican.
La mitología cristinista llevó al panteón de los héroes a la «militancia» de la juventud. La juventud se había reencontrado y reconciliado con la política, repetían. La Cámpora es el fogón donde se cocina la nueva generación de políticos destinados a cambiar el statu quo. Resultó, sin embargo, que esos jóvenes no conocen la militancia ni siquiera en la teoría. La militancia partidaria (en las democracias occidentales, por lo menos) sirvió siempre para cuestionar a la burocracia de los partidos; fue en la historia la refutación de la cima desde la simple planicie. En la era de Cristina, son algunos viejos líderes peronistas, como José Manuel de la Sota o Carlos Verna, los que contradicen a la burocracia juvenil. Un mundo al revés, imposible de explicar con los manuales clásicos de la política.
Los líderes jóvenes del cristinismo no están dispuestos al sacrificio de la militancia. No conocieron el necesario esfuerzo que significa. Han copiado el modelo de la jefa: la revolución está en el verbo, mientras las costumbres exhiben el derroche. Sólo viajan en la clase ejecutiva de los aviones. Se comunican mediante celulares iPhone o BlackBerry (portan encima varios modelos de ellos). Ninguno está en condiciones de trabajar o de llevar adelante el día sin la ayuda de varias secretarias. Sólo se trasladan en costosos autos oficiales, con choferes incluidos. Fanáticos de la función pública, se reservan cargos, eso sí, en los lugares de la administración donde hay fluidez de recursos (la Anses, Aerolíneas Argentinas, directorios de empresas, el Ministerio de Economía, entre otros). Hombres y mujeres del cristinismo visten con elegancia y compran sus ropas en casas caras de aquí o del exterior.
Viven cada vez más arraigados a una zona de confort político. Esa constatación convierte en razonable la muerte tácita del debate y el diálogo dentro del cristinismo. Es mucho lo que se puede perder por un simple desvarío de la inteligencia. Es mejor conservar lo que se tiene. No obstante, lo que es razonable para sus seguidores puede ser peligroso para la líder: ese conformismo explícito de su círculo íntimo podría significar también el fin del arte de gobernar, que no es otro que promover las ideas y sus réplicas antes de decidir la suerte del Estado.
Desde la muerte de Néstor Kirchner, en octubre del año pasado, el kirchnerismo insiste en que sucedió una explosión de juventud cristinista, más que kirchnerista. Era la juventud que, según ese supuesto, se multiplicaba geométricamente a través de Twitter y de Facebook y de los programas de difamación pública en la televisión oficial.
Esa era la teoría, que no pasó por la prueba indispensable. El epicentro de la explosión era la Capital, pero Mauricio Macri sacó, en las dos recientes elecciones, más votos que Filmus entre los jóvenes de entre 19 y 30 años. El total de votos del kirchnerismo en la Capital fue menor que el que había sacado cuatro años antes, también contra Macri. El interior rural parece también renuente a la seducción cristinista. Agustín Rossi era lo más parecido al cristinismo que hubo en Santa Fe y realizó la peor elección del peronismo en la historia santafecina.
A Cristina le queda, lo que no es poco, el monumental conurbano bonaerense, pero sus líderes sienten un rechazo epidérmico por los jóvenes líderes cristinistas. La Presidenta cuenta también con las provincias del Norte, muchas feudales, mayoritariamente pobres, muy alejadas política y culturalmente de la juvenil vanguardia presidencial.
Al final, lo que decantó fue que Twitter y Facebook no hacen otra cosa que reemplazar a los viejos comités o unidades básicas, ahora tristemente vacíos, pero no agregan ni un seguidor más. Son los mismos aficionados que antes, pertrechados con los necesarios instrumentos del maravilloso progreso tecnológico. Los médicos, los ingenieros o los periodistas han cambiado las formas de su trabajo con las nuevas tecnologías, pero no son más ni mejores que antes. Pasa lo mismo con la política. El continente puede ser más ágil y más útil, pero el cambio definitivo ocurre sólo cuando establece una sociedad con un buen contenido. El cristinismo se ocupa, por ahora, del continente y no del contenido.
A su vez, los programas televisivos de fanatismo cristinista demostraron que sólo sirven para convencer a los convencidos y para ahuyentar a los indecisos. Las elecciones capitalinas fueron también la primera batalla cultural probadamente perdida por el kirchnerismo, convertido ya a estas alturas en cristinismo.
Un viejo peronista desahuciado reconocía así su derrota: «No soy joven, no soy rubio, no soy bien parecido y no me visto en Etiqueta Negra. ¿Qué puedo esperar? Nada». Quizás el cristinismo no sea más que una manera oblicua de Cristina Kirchner de advertir que ella se fue del peronismo o, si le diera una vuelta más de tuerca a su sinceridad, de anunciar que nunca fue una peronista convencida. El peronismo, su liturgia y sus apariencias nunca le sentaron bien. El cristinismo (que existe, sin dudas) es, en última instancia, una estética precisa y un discurso improbable.
© La Nacion
Martes 02 de agosto de 2011 | Publicado en edición impresa
La presidenta Cristina Kirchner en un acto proselitista de la Capital. Foto Archivo
La congoja pública de la Presidenta por su condición de viuda contrasta con su decisión, íntima y tenaz, de cambiar profundamente la política y los hombres que encarnaron al kirchnerismo en vida de su esposo. ¿Nació el cristinismo? ¿Existe el cristinismo ? ¿O es, en cambio, sólo una manera de ser, una forma de decir las cosas y un modo superficial de definir una mirada distinta, pero parecida, de la política?
Hay una primera conclusión fácilmente perceptible: el cristinismo carga con una dosis mucho más alta de fanatismo que la que ya tenía el kirchnerismo histórico. Esa es la cláusula esencial del decálogo cristinista. La Presidenta lidera una expedición inaugural y épica de la política en la historia. Un solo retroceso de sus postulados (no importa cuáles sean ellos) significaría la derrota de la historia. En esas ideas confusas, abrasivas y turbulentas, se enclaustra la militancia cristinista.
¿Hay más ideas? Si se hiciera un esfuerzo extraordinario de indagación, podría encontrarse la constatación de que Cristina Kirchner intenta convertirse, sin mucha suerte hasta ahora, en una líder profundamente transformadora; su esposo sólo aspiraba a ser un presidente reformador, que es una categoría política más suave. Es cierto que Néstor Kirchner arrastraba una historia de la que carece su esposa. Había sido un interminable gobernador patagónico. ¿Cómo trastocarse en revolucionario desde su anterior condición de líder conservador de una provincia controlada con los viejos métodos feudales? Imposible.
Esa narración heroica de su papel por parte de Cristina Kirchner ha logrado convencer a peronistas diversos: algunos pertenecieron a las franjas de la izquierda peronista en los años 70, aunque el peronismo nunca los reconoció como propios; otros rescatan en ella sólo algunas borrosas pinceladas del primer Perón, el que era capaz de enfrentarse con el embajador norteamericano Spruille Braden. Olvidan que el propio Perón le dio al siguiente embajador de Washington la medalla de la lealtad peronista. No importa: todos los partidos políticos (y el peronismo en especial) viven más de los mitos inciertos que de las verdades comprobadas.
Cristina arrastra, a pesar de todo, más devotos entre los que creyeron en los 70 que habían nacido para vivir una revolución que nunca les llegó. La vida era una nostalgia para ellos hasta que se encontraron con los Kirchner, pero con Cristina en especial. Todos, setentistas, cincuentistas y cuarentistas bebieron la obediencia y el fanatismo en sus bautismos políticos.
Pero, ¿dónde está la revolución de Cristina? En rigor, han sido sus berrinches más que sus convicciones los que la llevaron, por ejemplo, a llevarse peor que su marido con el gobierno de los Estados Unidos, cuando ella quería todo lo contrario: ser una aliada confiable y frecuentada por Washington. El conflicto apareció cuando ese proyecto chocó con su carácter duro, implacable e imparable. El problema se agravó cuando exhibió otro rasgo de su modo: raramente pide consejos, casi nunca los escucha cuando alguien se los da y detesta que le digan que no. La disciplina férrea, casi ciega, sin límites, es un trazo nítido del cristinismo.
En esa desviación de la política hay también sólo una profundización del kirchnerismo. Néstor Kirchner no era igual, pero era parecido. El esposo había nacido y crecido en el peronismo, donde la disciplina es inmemorial y eterna, pero donde las luchas internas son también perpetuas. Tenía la gimnasia de la discusión política, que él mismo protagonizó muchas veces cuando nadie lo respetaba entre los caudillos peronistas más importantes. La esposa está convencida de que sólo mediante una presión personal y brutal, sin inútiles discusiones, podrá trocar el peronismo en kirchnerismo. Lo que sucedió en la Capital es un ejemplo de esos modos. Cristina lo eligió a Daniel Filmus porque era Filmus, pero logró desplumar a Filmus de tal modo que no quedó nada de lo que era Filmus. Da lo mismo. No se discute. La sagacidad y la astucia son dones que sólo habitan en el vértice más alto del cristinismo. Jamás se explican.
La mitología cristinista llevó al panteón de los héroes a la «militancia» de la juventud. La juventud se había reencontrado y reconciliado con la política, repetían. La Cámpora es el fogón donde se cocina la nueva generación de políticos destinados a cambiar el statu quo. Resultó, sin embargo, que esos jóvenes no conocen la militancia ni siquiera en la teoría. La militancia partidaria (en las democracias occidentales, por lo menos) sirvió siempre para cuestionar a la burocracia de los partidos; fue en la historia la refutación de la cima desde la simple planicie. En la era de Cristina, son algunos viejos líderes peronistas, como José Manuel de la Sota o Carlos Verna, los que contradicen a la burocracia juvenil. Un mundo al revés, imposible de explicar con los manuales clásicos de la política.
Los líderes jóvenes del cristinismo no están dispuestos al sacrificio de la militancia. No conocieron el necesario esfuerzo que significa. Han copiado el modelo de la jefa: la revolución está en el verbo, mientras las costumbres exhiben el derroche. Sólo viajan en la clase ejecutiva de los aviones. Se comunican mediante celulares iPhone o BlackBerry (portan encima varios modelos de ellos). Ninguno está en condiciones de trabajar o de llevar adelante el día sin la ayuda de varias secretarias. Sólo se trasladan en costosos autos oficiales, con choferes incluidos. Fanáticos de la función pública, se reservan cargos, eso sí, en los lugares de la administración donde hay fluidez de recursos (la Anses, Aerolíneas Argentinas, directorios de empresas, el Ministerio de Economía, entre otros). Hombres y mujeres del cristinismo visten con elegancia y compran sus ropas en casas caras de aquí o del exterior.
Viven cada vez más arraigados a una zona de confort político. Esa constatación convierte en razonable la muerte tácita del debate y el diálogo dentro del cristinismo. Es mucho lo que se puede perder por un simple desvarío de la inteligencia. Es mejor conservar lo que se tiene. No obstante, lo que es razonable para sus seguidores puede ser peligroso para la líder: ese conformismo explícito de su círculo íntimo podría significar también el fin del arte de gobernar, que no es otro que promover las ideas y sus réplicas antes de decidir la suerte del Estado.
Desde la muerte de Néstor Kirchner, en octubre del año pasado, el kirchnerismo insiste en que sucedió una explosión de juventud cristinista, más que kirchnerista. Era la juventud que, según ese supuesto, se multiplicaba geométricamente a través de Twitter y de Facebook y de los programas de difamación pública en la televisión oficial.
Esa era la teoría, que no pasó por la prueba indispensable. El epicentro de la explosión era la Capital, pero Mauricio Macri sacó, en las dos recientes elecciones, más votos que Filmus entre los jóvenes de entre 19 y 30 años. El total de votos del kirchnerismo en la Capital fue menor que el que había sacado cuatro años antes, también contra Macri. El interior rural parece también renuente a la seducción cristinista. Agustín Rossi era lo más parecido al cristinismo que hubo en Santa Fe y realizó la peor elección del peronismo en la historia santafecina.
A Cristina le queda, lo que no es poco, el monumental conurbano bonaerense, pero sus líderes sienten un rechazo epidérmico por los jóvenes líderes cristinistas. La Presidenta cuenta también con las provincias del Norte, muchas feudales, mayoritariamente pobres, muy alejadas política y culturalmente de la juvenil vanguardia presidencial.
Al final, lo que decantó fue que Twitter y Facebook no hacen otra cosa que reemplazar a los viejos comités o unidades básicas, ahora tristemente vacíos, pero no agregan ni un seguidor más. Son los mismos aficionados que antes, pertrechados con los necesarios instrumentos del maravilloso progreso tecnológico. Los médicos, los ingenieros o los periodistas han cambiado las formas de su trabajo con las nuevas tecnologías, pero no son más ni mejores que antes. Pasa lo mismo con la política. El continente puede ser más ágil y más útil, pero el cambio definitivo ocurre sólo cuando establece una sociedad con un buen contenido. El cristinismo se ocupa, por ahora, del continente y no del contenido.
A su vez, los programas televisivos de fanatismo cristinista demostraron que sólo sirven para convencer a los convencidos y para ahuyentar a los indecisos. Las elecciones capitalinas fueron también la primera batalla cultural probadamente perdida por el kirchnerismo, convertido ya a estas alturas en cristinismo.
Un viejo peronista desahuciado reconocía así su derrota: «No soy joven, no soy rubio, no soy bien parecido y no me visto en Etiqueta Negra. ¿Qué puedo esperar? Nada». Quizás el cristinismo no sea más que una manera oblicua de Cristina Kirchner de advertir que ella se fue del peronismo o, si le diera una vuelta más de tuerca a su sinceridad, de anunciar que nunca fue una peronista convencida. El peronismo, su liturgia y sus apariencias nunca le sentaron bien. El cristinismo (que existe, sin dudas) es, en última instancia, una estética precisa y un discurso improbable.
© La Nacion
Interesante análisis, como casi todos los de Joaquín. El cristinismo, más que el kirchnerismo -que tenía el aparato- no es más que los juegos de artificio de los chicos ricos, que deslumbran con la luz, el ruido, el humo,pero que con el tiempo se extinguen en forma natural. La única diferencia con los chicos ricos, es que esto sacan del bolsillo de sus padres para comprarlos y para vivir, mientras que los cristinistas lo sacan de los fondos públicos, aunque muchos viven como chicos ricos.
La parte de los teléfonos, profunda.
Es cierto, y eso explica porque tiene tantos seguidores Boudou: como anda en moto, es fácil que en cualquier momento se le caiga un iPhone o un BlackBerry. Suerte para el que lo encuentre.
Saludos.-
¿Y de las carteras no hablamos nada?
Por algo a los chicos de la Cámpora le dicen los «BlackBerry boys».
Que levante la mano el que haya conocido a alguno que lo «invitaron» a militar a cambio de un puesto público y un jugoso sueldo del Estado!
Por paradojas del destino, yo conocí a dos que recibieron y rechazaron tal propuesta y eran kirchneristas.
Y conocí a uno que era pinista, del Partido Socialista que está con Pino, que le ofrecieron y saltó tan rápido al puesto que luego le daba vergüenza tener q encontrarse con sus ex-compañeros de militancia.
Lo peor, es que el kirchnerismo perdió a dos militantes (uno se fue con Sabatella «donde no te compran con el aparato», y el otro se tiró al «todos son una mierda, y te compran con cargos») y se ganó a un chanta todo terreno «para la causa».
«El otro día iba por la calle y una señora me decía…»