EL año próximo habrá elecciones importantes en el país. Mientras la República cruje y las instituciones estatales son maltratadas, el sufragio democrático conserva su prestigio. Desde 1983, ganadores y perdedores se han acostumbrado a inclinarse ante su manifestación, contundente o no. El sufragio es inapelable, simple y verosímil: cada ciudadano participa igualitariamente en la designación de las autoridades. Una simple suma aritmética confiere legitimidad a los gobernantes.
Así debe ser. Pero en la práctica las cosas son algo distintas. El sufragio no es sólo un punto de partida, sino también de llegada. La producción del sufragio es el resultado de un largo proceso social y estatal previo, en el que condiciones, acciones y procedimientos se articulan para operar sobre los sufragantes singulares. Puede hablarse de un modo de producción del sufragio.
Hoy esto suena incorrecto. Pero parecía normal en el siglo XIX, cuando surgieron los sistemas electorales. En Francia, los gobiernos imponían sus candidatos movilizando su principal batallón electoral: los empleados públicos, a quienes en vísperas electorales se recordaba con descarnada precisión cuál era su obligación. En Alemania, la injerencia estatal estaba absolutamente vedada, pero se aceptaba que el pastor luterano, quien presidía el comicio, metiera la mano en el bolsillo de su feligrés, destruyera la boleta equivocada y le diera la correcta. Los industriales alemanes simplemente hacían saber a sus obreros que la fábrica cerraría si triunfaba el candidato socialista.
Desde 1890 en España hubo sufragio universal masculino, pero pocos se tomaban la molestia de votar. Los dos grandes partidos habían acordado un «turno pacífico», que eliminaba la competencia. Inicialmente, el rey y las Cortes cambiaban el partido gobernante, y luego se convocaba a elecciones para consagrar la adecuada mayoría parlamentaria. El ministro de la Gobernación distribuía las diputaciones, de modo de equilibrar las influencias y conformar a todos; en algunos casos negociaba con los caciques locales, pero en la mayoría simplemente indicaba al juez local cómo redactar el acta de un comicio que sólo había existido en el papel. Sin elecciones no había legitimidad, pero en ellas no se jugaba el poder.
Los requisitos del rito electoral cambiaron en el siglo XX. Se exigió el voto universal y secreto, suponiendo que en la soledad del cuarto oscuro cada persona recuperaba su razón autónoma. Se eliminó la manipulación del padrón. Nuestra ley Sáenz Peña de 1912 le agregó la obligatoriedad, pues a muchos no les interesaba votar. Aunque el espíritu de esa ley rigió las prácticas electorales, hasta 1983 sólo influyó parcialmente en la política y en el poder. En esos años hubo revoluciones y dictaduras. El peronismo estuvo largos años proscripto. La variante plebiscitaria de Yrigoyen y de Perón redujo la significación de la elección y valoró la aclamación masiva y unánime del líder.
Desde 1983 hemos entrado en la normalidad democrática. No más golpes ni proscripciones. Los comicios se realizan casi puntualmente, y hubo algunos ejemplares, como el de octubre de 1983 o la interna peronista de 1988. ¿La Argentina alcanzó la normalidad democrática? ¿La idea de que cada uno de los ciudadanos designa con su voto a los gobernantes es hoy suficientemente verosímil?
Sí y no. Nuestro país es grande y diverso. La idea del ciudadano individual y razonable sigue siendo verosímil en las grandes ciudades y en la «pampa gringa», donde la producción del sufragio se limita a la publicidad y los medios. En muchas provincias los gobernadores alinean con facilidad a los empleados públicos y a otros que dependen del Estado. Esta es una historia vieja y conocida. Lo novedoso es la forma de votar del vasto mundo de la pobreza, crecido en el Gran Buenos Aires y otros conurbanos en las últimas décadas, nutrido de trabajadores desocupados, clase media empobrecida y nuevos migrantes periféricos. Aquí nadie imagina que pueda construirse la vieja ciudadanía de los individuos. Aquí el sufragio se produce; se está produciendo, noche y día, todo el año.
La profunda transformación social y cultural del mundo de la pobreza afectó los dos supuestos actuales del sufragio: que sea individual y que el propósito del votante sea elegir gobernantes. En ambos aspectos la situación recuerda a las sociedades europeas del siglo XIX. El entonces novedoso principio del voto individual igualitario coexistió mucho tiempo con desigualdades sociales e identidades colectivas tradicionales: la familia, la aldea, la parroquia. La política consistía en traducir esa realidad grupal en votos singulares e iguales. «Los votos no se cuentan; se pesan», se decía por entonces. Por otro lado, la compra del voto no era mal vista. Los modernizadores veían allí la liberación del sometimiento automático al señor. Los votantes creían que la venta del voto era su derecho, y protestaban contra «los que quieren hacerse elegir gratis».
Lo llamativo es ver generalizarse estas prácticas cien años después de la ley Sáenz Peña. Pero la Argentina cambió mucho en las últimas décadas, y en ese aspecto pasó del siglo XX al siglo XIX. En nuestros conurbanos la sociedad pobre creció, sobrevivió y se organizó al margen de la tutela y la protección del Estado. Su lugar fue ocupado por diferentes asociaciones, que traducen el complejo entramado social, y por liderazgos fuertes, de personas que encabezan la acción colectiva y se hacen cargo de las necesidades del conjunto. Comúnmente se los llama «referentes».
Por otro lado, los partidos políticos se adecuaron a la nueva sociedad, archivaron sus programas y desarrollaron redes territoriales con operadores de base: los «punteros». Por encima, aparecen las estribaciones locales de un Estado fragmentado. Ya no podía desarrollar políticas universales, pero era capaz de movilizar sus escasos recursos para acciones focalizadas y en buena medida discrecionales, cuya expresión más conocida son las «obras públicas» y los «planes».
Referentes y punteros son hoy las piezas clave del proceso de producción del sufragio. Los punteros que cuentan son los que hablan por el Estado: el concejal, el secretario, el intendente. Los referentes, por su parte, hablan por los colectivos que lideran. Puede ser una familia extensa, un vecindario, un grupo étnico, religioso o deportivo, como en el fútbol. Entre punteros y referentes circulan bienes y servicios variados: bolsones de comida, ayuda a comedores, una franquicia, una tolerancia policial, un «plan».
Se trata de un intercambio cotidiano, continuo, que en un momento se expresa políticamente, en la asistencia a una marcha o en una elección. En el primer caso el colectivo es visible y quiere serlo: desde el transporte hasta las pancartas. En el comicio, el colectivo negociado -denominado «el paquete»- se disimula, y se traduce en votos singulares, secretos. Pero reconocibles por el puntero, quien certifica el cumplimiento de los términos del acuerdo.
Es común llamarlo clientelismo. Es una palabra genérica, pobre y descalificante. No da cuenta de los matices de una relación compleja, siempre abierta y en proceso, en la que hay también independencia e imprevisibilidad. Cada persona pertenece simultáneamente a varios colectivos, y su lealtad bascula entre ellos. Los compromisos políticos son flexibles, graduales y reversibles. Los intercambios requieren no sólo una base material, sino también sintonías de forma, tono y trato. La gente no se entrega ni obedece, sino que «acompaña». Manejar todo esto requiere una enorme sabiduría artesanal. Nada es automático. Todo es cambiante, y a la vez regular, como en un caleidoscopio. Al final, se traduce en votos, singulares, cuantificables, acumulativos. A veces, cambian los gobernantes. Usualmente los ratifican.
En esta operación, el partido político tradicional desaparece. Hay funcionarios y punteros. Todos profesionales. Compiten entre sí, administran recursos del Estado y viven de ellos. O esperan su turno para hacerlo. Tampoco existe el Estado, entendido como el lugar del interés general. Hay en cambio un gobierno, que utiliza recursos estatales para montar esta maquinaria productora de sufragios. Hay un partido del gobierno que se nutre del Estado para producir sufragios. Esta es la democracia que tenemos, tan distinta de la imaginada en 1983. Pocos ciudadanos. Poco Estado. Mucho gobierno. Hay opiniones negativas y positivas sobre esta realidad. Pero es la única verdad.
© La Nacion.
dan bronca los cobardes como estos. se esconden detrás de la mentira.
a hipocresía de antifaz.
¿qué les falta para poder decir lo que piensan de verdad, como hacían 50 años atrás?
creo que son bolas.
«La democracia de baja calidad» Pinolesca. Los que (siempre) pierden descalifican a los que (siempre) ganan. «Trampa, trampa, sin ajuste, así cualquiera gana», parecen decir.
yo creo que la democracia les encanta. lo que no les gusta (se ve en sus propias palabras) es que todos voten.