La moral del tiburón

Martes 23, octubre, noche de calor en la ciudad. El hotel Intercontinental se llena de trajes, tacos altos y champán: es la entrega de los premios Eikon, una de las tantas veces que la industria de la comunicación institucional se celebra a sí misma y a la que asisten los voceros, gerentes y representantes de muchas compañías locales que llegaron hasta allí seducidos por la idea de hacer lo que mejor hacen: conversar, reír y relacionarse, sin la solemnidad de la oficina sino con música de fondo, cierto hedonismo visual y un ambiente más laxo. En esta edición hay un galardón especial: se premia al comunicador del año. Nadie sabe para quién es. Nadie sabe quién integra la terna, ni quién o quiénes votaron. Se hace silencio. Anuncian al ganador. Es Jorge Lanata.
Con su paso típico de pingüino –simpático, ladeado, pendular–, Lanata sube a recibir el premio. El aplauso es contundente, extendido. El ambiente tiene un aire amistoso: gente a la que le va muy bien que premia a otra gente que le va muy bien. ¿Quién podría pensar que allí, en ese espacio en el que la elegancia se manifiesta tanto en la vestimenta como en los modales, en ese territorio gentil en el que el mercado consagra a sus mejores intérpretes, alguien pudiera interrumpir esa corriente de celebración?
Cuando se apaga la ovación, cuando se hace el silencio adecuado para que el homenajeado mire a la platea y devuelva gentilezas con palabras certeras demostrando una vez más que sí, que él es un gran comunicador, un tipo puro carisma que nació para intervenir los sentidos de la gente, surge, solitario pero convincente, un único silbido que corrompe la mágica unanimidad del momento. Lanata lo escucha, claro que lo escucha. En rigor, todos lo escuchan pero se desentienden. O tratan de hacerlo. Se hace un silencio.
¿Qué hará el inefable hombre de la tele?
¿Se hará el boludo o se hará cargo de ese solitario abucheador?
— Gracias por el premio. Este año yo hice el programa para perder el miedo, por eso tengo una pregunta: ¿quién silbó?
Las damas se atragantan con las papas. Los gerentes, nerviosos, aprietan sus puños dentro de los bolsillos de sus pantalones. O sorben, algo perturbados, el rico espumante que sirve el personal.
— ¿Quién fue?
Una incomodidad del tamaño de un shopping se adueña del lugar. El silencio es feroz.
—Yo —dice un joven con mirada desafiante.
— Silbá de nuevo, dale —lo arenga Lanata, vestido con un traje gris, desde el escenario.
— Bueno.
El muchacho, de unos 35 años, silba de nuevo. Silba con ganas.
— Gracias. ¿A quién votaste?, pregunta Lanata.
— A Cristina.
— ¿Te animás a silbar acá adelante?
— Si querés voy…
***
—Yo quiero que me quieran. Hago lo que hago porque quiero que me quieran — dirá Lanata días después, sentado frente al escritorio de su piso 17 de Avenida del Libertador, desde donde se aprecian las estribaciones de la Ciudad y la inmensa oscuridad del río.
“Quiero que me quieran”, dice con la aspiración legítima de alguien que, por su condición de periodista exitoso, necesita que franjas importantes de televidentes o lectores acuerden con su propuesta. Ese reconocimiento del público lo transformó en mercancía deseada por los distintos mundos empresariales.
La cultura de movilidad social ascendente ha poblado la sociedad argentina de personajes buscavidas, hechos a sí mismos, tipos cool con monitores sensibles a diagnosticar en qué cancha se está jugando y con qué ventajas se cuenta. La idea básica es “salir adelante” y para hacerlo, como dice Lanata reivindicando su espíritu emprendedor: “no hay que ser un simple empleado”. Hoy, la hegemonía de un individualismo pragmático atraviesa todos los espacios sociales y políticos, dejan más crudamente al descubierto ese “salir adelante”.
Experto en el arte de la provocación, Lanata lanza frases que son alaridos de audacia y libertad. Frases que tienen fuego, pero no siempre llegan a destino. Que suenan muy bien, pero a veces se consumen entre la vacuidad o el desaliento. Como sucedió cuando le dijo al joven que lo silbó en la premiación que pasara al frente. Que lo hiciese delante de todos. Fue Lanata mismo quien lo desalentó al comenzar a hablar sobre los peligros de callarse, de no animarse a decir lo que uno piensa, de quejarse, y un largo etcétera. Cuando el público se quiso acordar, Lanata, bajaba del escenario bañado en aplausos.
Cigarrillo en mano, con sus galardones detrás: los premios Konex y Eter, los once Martín Fierro colgados de la pared de su bunker, ensaya algunas explicaciones posibles para tratar de entender el lugar que viene ocupando para cierto sector de la sociedad.
Lanata: una especie de enemigo público carente de potestad. O algo así como el líder bizarro de una oposición inexistente, al que algunos abrazan como si fuera una palpitante esperanza de cambio y otros castigan —o silban— por haberse convertido en algo inesperado.
El rasgo de la época se condensa en la exuberante humanidad de este hombre que, tras la decepcionante experiencia del diario Crítica, tras dos años de ostracismo televisivo, tras bajar 20 kilos, empezar a dormir mejor y abandonar un departamento alquilado del Palacio Estrogamou ­compró un ostentoso piso en retiro y hoy domina el rating de los domingos con su show periodístico. Un tipo que se autodefine como “liberal” —a la manera norteamericana— y que, en un mundo con rasgos decadentes, despierta pasiones y revuelo donde pisa y pasa, sea una premiación del establishment local o las elecciones venezolanas.
— Yo no tenía ningún otro canal dónde ir. Y entiendo que me ataquen por eso, porque soy peor enemigo en el canal 13 que en el 4 de Quemú Quemú. Ahora, a mí lo que importa es qué tipo de programa hago. Y para mí, PPT es Día D con plata. No es distinto a Día D. No estoy haciendo nada que no tenga ganas.
Desde que se convirtió en la espada más importante del Grupo Clarín, el personaje Lanata cambió nuevamente su significación. A los 26 años, fundó Página/12, unido a un notable colectivo de editores, columnistas y escritores que hoy no se sentarían a la mesa con él: no lo nombran ni lo invitan cuando el diario celebra sus cumpleaños. Pasó de ser un joven trepidante, lúcido y ambicioso a sumarse, como afirma una ex compañera de ruta, a las filas del monstruo que en algún momento él quiso destruir.
Él se defiende con un pretexto sencillo, y compatible con la cultura del buscavidas exitoso
— ¿Me puedo ir de donde estoy? Sí. ¿Me importa dónde estoy? No. Me importa tres carajos.
***
Noche de domingo en Canal 13. El estudio principal es una romería de público, asistentes, grúas, cámaras y técnicos. El aire se llena de electricidad. Está por empezar PPT, el programa insigne que empuña el Grupo Clarín para horadar el Relato del gobierno. Se acerca el 7D, es un fin de año clave para el 13 y Lanata, que llegó dos horas antes para maquillarse, cortarse el pelo y hablar con el equipo de producción, viste una camisa estampada con flores diminutas, un jean canchero y un saco no menos cool. Si hay algo que siempre tuvo, además de sacos, relojes caros y camisas, fue saber rodearse de periodistas sólidos. En su momento estuvieron con él Ernesto Tenembaum, María O’Donnell, Marcelo Zlotogwiazda u Horacio Verbitsky. Hoy se destacan Luciana Geuna y Nicolás Wiñaski, todos ellos surgidos de la gráfica, el rubro que para Lanata funciona como la única y legítima división formadora de la profesión.
Uno de los temas dominantes de la semana fue el cambio de edad para el voto obligatorio, de 18 a 16 años, una medida impulsada por el gobierno que, de acuerdo a las débiles especulaciones de los que están a favor o en contra de la iniciativa, sería beneficiosa para el oficialismo. Lanata entrevistó a cinco chicos de 16 de distintas clases sociales. En una villa, en un barrio cerrado, en un cómodo departamento de Palermo, en otro más austero y en una casa humilde. Mientras el informe está en el aire, Lanata se queda en el estudio solo, fumando en penumbras. Durante la primera hora, el programa no tiene tandas publicitarias. El rating, que se mide minuto a minuto a través de un monitor ubicado en el control central, va creciendo a medida que transcurre el show, superando los coletazos de la altísima medición que dejó el partido de River en Canal 7 (casi 40 puntos) y que el otro show de esa hora, 678, no pudo conservar. Esa noche, gracias al trabajo de Lanata y de su equipo, que además de informes periodísticos incluye la intervención de una modelo sueca y de un imitador de Aníbal Fernández que parecen escapados de un programa de covers de Sofovich, Canal 13 volvió a disputar la punta de la audiencia.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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Un comentario en «La moral del tiburón»

  1. No sé porqué, entre tantas, se me coló la imagen del Chicho Allende como mayor antítesis de Lanata. La palabra clave es «consecuencia». Acertado o equivocado, pagó con su vida defender lo que pensaba y decía. Ser consecuente. Pensar, decir y hacer, todo en una misma linea. Acertada o equivocada hasta el final.

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