Vaya contraste. Hace apenas diez, quince años, las notas dominantes de la economía global eran las crisis casi anuales de los países emergentes. Ahora los centros críticos se han desplazado a los Estados Unidos y a Europa occidental, con Japón como bajo continuo.
Más allá de ideologías de ocasión, lo cierto es que unas y otras crisis han ocurrido por endeudamientos excesivos, públicos o privados, con altos costos sociales a la hora de la verdad, como se ve hoy en el amenazado Estado de Bienestar del mundo desarrollado. La fortaleza de los emergentes surgió de aprender de sus errores y de adoptar políticas económicas para evitar desequilibrios fiscales y externos importantes, tener un tipo de cambio competitivo, baja inflación y un clima propicio para la inversión y la creación de empleos.
Son los mismos instrumentos que los países desarrollados predicaron, pero frecuentemente eludieron con el silencio cómplice de organismos internacionales. A estas herramientas se agregaron, especialmente en Asia, notables mejoras cuantitativas y cualitativas en la educación y políticas orientadas a promover la competitividad de sus industrias.
Durante las presidencias de Duhalde y Kirchner, la Argentina siguió lineamientos análogos a los citados del mundo emergente, y logró así un razonable equilibrio entre consumo e inversión y entre sustitución de importaciones y exportación. Un rol más activo del Estado se manifestó también en las cuatro leyes de educación (técnica, 180 días de clases, financiamiento y educación nacional) cumplidas sólo parcialmente, y en el plan Jefes y Jefas de Hogar que palió los devastadores efectos sociales de la crisis 2001-2002. Por la negativa se destacó el desaliento a la inversión en energía e infraestructura, cuyos efectos se ven hoy en insostenibles subsidios cercanos al 4% del PIB. Como es usual, los mercados financieros tuvieron memoria corta y pese al default el riesgo de nuestros bonos en enero de 2007 -último mes del Indec normal- era similar al de Brasil, unos 200 puntos básicos.
Desde 2007, de facto y gradualmente, las variables del modelo fueron mutando desde un tipo de cambio competitivo a otro ceñido y en apreciación constante, de baja inflación a alta inflación, de superávit a déficit fiscal financiado en parte con el impuesto inflacionario y de superávit a equilibrio del balance de pagos. Se acentuaron el consumo y la sustitución de importaciones a expensas de las exportaciones y de la inversión, se profundizó el intervencionismo y se avanzó con el estatismo, ampliando la injerencia del Estado en la producción de bienes y servicios antes privados (casos Aerolíneas Argentinas o Anses). El clientelismo de la política social retrocedió parcialmente con la muy bienvenida asignación por hijo. Se omitió, en cambio, inexplicablemente, proponer una prórroga superadora de la ley de financiamiento educativo, vencida en 2010. El rasgo común más notorio de ambas etapas fue el centralismo en el reparto de la renta fiscal, creciente y con vocación hegemónica.
Durante todos estos años se lograron éxitos significativos en el crecimiento económico, la creación de empleos -más de tres millones- la reducción de la pobreza y la indigencia y mejoras en la distribución del ingreso. Con la aceleración de la inflación desde 2007 y la crisis de 2008-2009, la pobreza y la indigencia volvieron a aumentar, sin alcanzar los niveles iniciales, y el empleo y la equidad distributiva crecieron más lentamente. Luego, los otorgamientos y ajustes de las jubilaciones y la asignación por hijo permitieron nuevas mejoras. Las groseras falencias de las estadísticas del Indec impiden todavía hacer un balance final sobre estas cuestiones, pero no puede dudarse que el saldo de la década ha sido una mejora del nivel de vida de millones de hogares argentinos. Lejos de interpretaciones como la del «voto plasma», parece indudable el papel de esta recuperación de la dignidad de las condiciones de vida de millones de personas en los resultados electorales. Los mensajes de las urnas, sin embargo, deberían leerse en su totalidad. Quienes votaron a los oficialismos también creen que de ese modo estará mejor garantizada la continuidad de sus mejoras. La oposición no logró convencer de su capacidad de mantener lo positivo y corregir lo negativo.
Es muy probable que, más allá de la actual crisis, el crecimiento de los países emergentes siga ofreciendo grandes oportunidades al país. Aun así será difícil sostener el progreso social sin enmendar errores y sin dar respuestas a nuevos desafíos. Parece entenderlo así la Presidenta, muy probable triunfadora el 23 de octubre próximo, cuando dice que se corregirá lo que sea necesario corregir, algo esencial para sortear el riesgo de ajustes bruscos de la economía.
La respectiva agenda es muy vasta e incluye reducir la inflación, reducir gradualmente los subsidios, recuperar la solvencia fiscal, fortalecer al sector externo dejando de desalentar a las exportaciones; promover la inversión con mirada pragmática puesta en la capacidad de crear empleos y, dado que no será posible volver a tipos de cambio tan altos como en el pasado, construir una competitividad sistémica por caminos tales como reducir impuestos distorsivos que suman 7% del PIB. Se intuyen al respecto opiniones diversas dentro del oficialismo y hoy no parece allí mayoritaria la alternativa más eficaz, la de volver a sus fuentes de las políticas vigentes hasta hace pocos años. Otros piensan, con criterio minimalista, que bastaría con un plan parcial de estabilización, arreglar el Indec, acceder nuevamente a los mercados de capitales y reducir un poco los subsidios. En fin, hay quienes postulan una profundización del modelo que ignora los errores y arriesga profundizarlos.
Pero más allá de estas cuestiones «técnicas» se encuentra el verdadero desafío, el de construir colectivamente una Argentina que, pasado el boom de las materias primas, tenga fuerzas propias como para sostener una sociedad sin pobres y más justa.
Esto lleva a preguntarse cómo deberían invertirse y orientarse los enormes recursos de esta época de abundancia. Se esbozan al respecto diversos caminos orientados por dos polos que se diferencian sobre todo por su dimensión espacial y por la importancia concedida a la educación.
Uno de ellos muestra una Argentina más conocida, con un estilo de desarrollo centralista y vocación hegemónica, gravitante hacia las grandes áreas metropolitanas, sobre todo la de Buenos Aires, políticas sociales que no terminan de eliminar el clientelismo, producción demasiado centrada en commodities e industrias de bajo valor agregado, una educación insuficiente y de baja calidad y un Estado grande pero poco transparente y de baja eficiencia.
El otro polo se parece más a un sueño y allí se ve una Argentina genuinamente federal, de amplia base territorial, que apodera y da voz a las provincias, a los municipios, a la sociedad civil y a las personas equilibrando poderes, que apuesta por el desarrollo local con creciente valor agregado, con un Estado adecuado, transparente y eficaz y, por sobre todas las cosas, que pone el centro de gravedad en el pleno acceso de todos a la sociedad del conocimiento con una acción contundente por el acceso universal a la educación y su mejora cualitativa.
Ni el primer polo refiere sólo al actual estado de cosas, aunque se le asemeja en muchas dimensiones, ni las fuerzas de la oposición encarnan cabalmente el segundo polo, que destella hoy disperso en cantidades homeopáticas a lo largo y a lo ancho del país. Es evidente que lo profundo de estas cuestiones brilla hasta ahora por su ausencia en la campaña electoral. Parece pensarse que lo que no se hace y no aparece, tampoco se vota, despreciando quizá la inteligencia de los electores.
© La Nacion
El autor es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación .
Más allá de ideologías de ocasión, lo cierto es que unas y otras crisis han ocurrido por endeudamientos excesivos, públicos o privados, con altos costos sociales a la hora de la verdad, como se ve hoy en el amenazado Estado de Bienestar del mundo desarrollado. La fortaleza de los emergentes surgió de aprender de sus errores y de adoptar políticas económicas para evitar desequilibrios fiscales y externos importantes, tener un tipo de cambio competitivo, baja inflación y un clima propicio para la inversión y la creación de empleos.
Son los mismos instrumentos que los países desarrollados predicaron, pero frecuentemente eludieron con el silencio cómplice de organismos internacionales. A estas herramientas se agregaron, especialmente en Asia, notables mejoras cuantitativas y cualitativas en la educación y políticas orientadas a promover la competitividad de sus industrias.
Durante las presidencias de Duhalde y Kirchner, la Argentina siguió lineamientos análogos a los citados del mundo emergente, y logró así un razonable equilibrio entre consumo e inversión y entre sustitución de importaciones y exportación. Un rol más activo del Estado se manifestó también en las cuatro leyes de educación (técnica, 180 días de clases, financiamiento y educación nacional) cumplidas sólo parcialmente, y en el plan Jefes y Jefas de Hogar que palió los devastadores efectos sociales de la crisis 2001-2002. Por la negativa se destacó el desaliento a la inversión en energía e infraestructura, cuyos efectos se ven hoy en insostenibles subsidios cercanos al 4% del PIB. Como es usual, los mercados financieros tuvieron memoria corta y pese al default el riesgo de nuestros bonos en enero de 2007 -último mes del Indec normal- era similar al de Brasil, unos 200 puntos básicos.
Desde 2007, de facto y gradualmente, las variables del modelo fueron mutando desde un tipo de cambio competitivo a otro ceñido y en apreciación constante, de baja inflación a alta inflación, de superávit a déficit fiscal financiado en parte con el impuesto inflacionario y de superávit a equilibrio del balance de pagos. Se acentuaron el consumo y la sustitución de importaciones a expensas de las exportaciones y de la inversión, se profundizó el intervencionismo y se avanzó con el estatismo, ampliando la injerencia del Estado en la producción de bienes y servicios antes privados (casos Aerolíneas Argentinas o Anses). El clientelismo de la política social retrocedió parcialmente con la muy bienvenida asignación por hijo. Se omitió, en cambio, inexplicablemente, proponer una prórroga superadora de la ley de financiamiento educativo, vencida en 2010. El rasgo común más notorio de ambas etapas fue el centralismo en el reparto de la renta fiscal, creciente y con vocación hegemónica.
Durante todos estos años se lograron éxitos significativos en el crecimiento económico, la creación de empleos -más de tres millones- la reducción de la pobreza y la indigencia y mejoras en la distribución del ingreso. Con la aceleración de la inflación desde 2007 y la crisis de 2008-2009, la pobreza y la indigencia volvieron a aumentar, sin alcanzar los niveles iniciales, y el empleo y la equidad distributiva crecieron más lentamente. Luego, los otorgamientos y ajustes de las jubilaciones y la asignación por hijo permitieron nuevas mejoras. Las groseras falencias de las estadísticas del Indec impiden todavía hacer un balance final sobre estas cuestiones, pero no puede dudarse que el saldo de la década ha sido una mejora del nivel de vida de millones de hogares argentinos. Lejos de interpretaciones como la del «voto plasma», parece indudable el papel de esta recuperación de la dignidad de las condiciones de vida de millones de personas en los resultados electorales. Los mensajes de las urnas, sin embargo, deberían leerse en su totalidad. Quienes votaron a los oficialismos también creen que de ese modo estará mejor garantizada la continuidad de sus mejoras. La oposición no logró convencer de su capacidad de mantener lo positivo y corregir lo negativo.
Es muy probable que, más allá de la actual crisis, el crecimiento de los países emergentes siga ofreciendo grandes oportunidades al país. Aun así será difícil sostener el progreso social sin enmendar errores y sin dar respuestas a nuevos desafíos. Parece entenderlo así la Presidenta, muy probable triunfadora el 23 de octubre próximo, cuando dice que se corregirá lo que sea necesario corregir, algo esencial para sortear el riesgo de ajustes bruscos de la economía.
La respectiva agenda es muy vasta e incluye reducir la inflación, reducir gradualmente los subsidios, recuperar la solvencia fiscal, fortalecer al sector externo dejando de desalentar a las exportaciones; promover la inversión con mirada pragmática puesta en la capacidad de crear empleos y, dado que no será posible volver a tipos de cambio tan altos como en el pasado, construir una competitividad sistémica por caminos tales como reducir impuestos distorsivos que suman 7% del PIB. Se intuyen al respecto opiniones diversas dentro del oficialismo y hoy no parece allí mayoritaria la alternativa más eficaz, la de volver a sus fuentes de las políticas vigentes hasta hace pocos años. Otros piensan, con criterio minimalista, que bastaría con un plan parcial de estabilización, arreglar el Indec, acceder nuevamente a los mercados de capitales y reducir un poco los subsidios. En fin, hay quienes postulan una profundización del modelo que ignora los errores y arriesga profundizarlos.
Pero más allá de estas cuestiones «técnicas» se encuentra el verdadero desafío, el de construir colectivamente una Argentina que, pasado el boom de las materias primas, tenga fuerzas propias como para sostener una sociedad sin pobres y más justa.
Esto lleva a preguntarse cómo deberían invertirse y orientarse los enormes recursos de esta época de abundancia. Se esbozan al respecto diversos caminos orientados por dos polos que se diferencian sobre todo por su dimensión espacial y por la importancia concedida a la educación.
Uno de ellos muestra una Argentina más conocida, con un estilo de desarrollo centralista y vocación hegemónica, gravitante hacia las grandes áreas metropolitanas, sobre todo la de Buenos Aires, políticas sociales que no terminan de eliminar el clientelismo, producción demasiado centrada en commodities e industrias de bajo valor agregado, una educación insuficiente y de baja calidad y un Estado grande pero poco transparente y de baja eficiencia.
El otro polo se parece más a un sueño y allí se ve una Argentina genuinamente federal, de amplia base territorial, que apodera y da voz a las provincias, a los municipios, a la sociedad civil y a las personas equilibrando poderes, que apuesta por el desarrollo local con creciente valor agregado, con un Estado adecuado, transparente y eficaz y, por sobre todas las cosas, que pone el centro de gravedad en el pleno acceso de todos a la sociedad del conocimiento con una acción contundente por el acceso universal a la educación y su mejora cualitativa.
Ni el primer polo refiere sólo al actual estado de cosas, aunque se le asemeja en muchas dimensiones, ni las fuerzas de la oposición encarnan cabalmente el segundo polo, que destella hoy disperso en cantidades homeopáticas a lo largo y a lo ancho del país. Es evidente que lo profundo de estas cuestiones brilla hasta ahora por su ausencia en la campaña electoral. Parece pensarse que lo que no se hace y no aparece, tampoco se vota, despreciando quizá la inteligencia de los electores.
© La Nacion
El autor es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación .