Néstor Kirchner era apasionado y también resultaba apasionante. Obsesivo, desconfiado y paranoico, vivía las 24 horas del día haciendo política y pensando en el poder. Además, era un peronista clásico. Del tipo de los que piensan que para llegar a lo máximo en la Argentina se necesita mucho dinero y un estómago de acero. O ser capaz de tragarse muchos sapos antes de llegar a la cumbre y mantenerse allí todo el tiempo posible.
El domingo pasado su compañera de toda la vida lo definió como uno de los mejores cuadros políticos que dio la Argentina y como un hombre de una voluntad inquebrantable. La primera cualidad la confirmará, en su momento, la historia, por más que ahora se la quiera apurar con mausoleos, libros y películas. Pero la segunda era evidente y le permitió forzar, en 2009, la aprobación de varias leyes clave después de caer derrotado por primera y última vez en toda su vida política.
Muchos periodistas, intelectuales y artistas que tuvieron el privilegio de conocerlo no pudieron evitar caer en las redes de su poderosa capacidad de seducción. Era tan grande su magnetismo político, y tanto lo que parecía poner en juego cada vez que suministraba una información o presentaba una idea, que resultaba muy difícil ponerle límites. Es decir: la distancia necesaria que debe haber entre un presidente y un trabajador de prensa. A muchos de nosotros, cuando empezamos a publicar informaciones u opiniones con las que no estaba de acuerdo, intentó colocarnos, con tono paternal, entre la espada y la pared. A muchos nos preguntó, palabras más, palabras menos: «¿Te parece que una nota vale más que un proyecto político que pretende cambiar el país?». A muchos de nosotros dejó de atendernos el teléfono al confirmar que no íbamos a transformarnos en los soldados de su causa, sino que íbamos a seguir haciendo periodismo. Y lo hizo a pesar de saber que muchos de nosotros estábamos de acuerdo con iniciativas que planteó durante los primeros años de su gobierno y que reconocíamos como positivas ciertas medidas que puso en marcha, junto con la Presidenta, como la asignación por hijo o el apoyo al matrimonio igualitario.
Kirchner comprendió desde el principio que para mantener el poder con el estilo que le gustaba ejercer debía trazar una línea entre los incondicionales y los que no podía condicionar. Que la tolerancia y el término medio lo harían terminar como Raúl Alfonsín, como Carlos Menem o, en el peor de los casos, como Fernando de la Rúa. Eligió a Clarín como su «socio estratégico» hasta que comprendió que nunca terminaría de seducirlo o de someterlo. Empezó a combatirlo sin estar absolutamente convencido, hasta que la Presidenta lo terminó de persuadir, y no se detuvo más. Kirchner era sensible a las críticas, pero se enojaba mucho más con las de los periodistas con los que había tenido un «mano a mano» o había invitado a un café para hablar de sus proyectos y de sus sueños. Y si esos periodistas osaban cuestionar alguna decisión o declaración de su esposa, el enojo o la indiferencia se podían transformar en definitivos.
«A Néstor no lo mató el ejercicio de la presidencia. A Néstor lo mató estar debajo del ring cuando cualquiera de ustedes le pegaba, mal, a la Presidenta. El podía bancarse, y hasta disfrutar, discutiendo en voz alta sobre algún dato o algún título que consideraba injusto. Lo que nunca pudo terminar de soportar fueron los ataques a Cristina», diagnosticó un médico de la Unidad Presidencial al que la jefa del Estado le rechazó la renuncia inmediatamente después de la muerte de Kirchner.
Algunos analistas consideran, con ironía, que el último gran servicio que le hizo Kirchner a su compañera fue haberse muerto. Porque entonces ella terminó de neutralizar a los líderes opositores que basaban su estrategia en la discusión frontal con el que sería el seguro candidato a presidente. Otros, como el sociólogo Artemio López, interpretan que su «sacrificio» fue «inútil». Porque decisiones como la asignación por hijo y la incorporación de nuevos jubilados al sistema provisional estaban empezando a revertir la imagen negativa que El y Ella habían sabido conseguir como consecuencia del conflicto con el campo. De cualquier manera, ni López ni nadie pueden negar que la empatía por el dolor hizo explotar la intención de voto de Fernández como ningún otro hecho de la política o la economía. Y que, al mismo tiempo, la muerte del ex presidente hizo desaparecer, como por arte de magia, las sospechas de corrupción y los actos de intolerancia y prepotencia que Kirchner había protagonizado en los últimos años, incluso contra colegas muy serios que hacían las preguntas correctas en los lugares adecuados.
Después de que abandonó su pasión por el casino, Kirchner dejó de disfrutar de cualquier cosa que no fuera la construcción política. Quizá sus únicos lugares de «no política» fueran su amor por Racing y los diálogos con sus hijos. En uno de sus viajes oficiales a Nueva York, cuando todavía era presidente, caminó durante dos horas con su comitiva, pero ni una sola vez se paró en una casa de artículos electrónicos, una librería o un teatro de Broadway. El entonces canciller Rafael Bielsa le preguntó, al final de la caminata, por qué no lo había hecho y qué era lo que de verdad disfrutaba en la vida. El lo miró extrañado y le respondió que lo que más la importaba en la vida era hablar con Máximo sobre Racing y sobre política. Y enseguida cambió de tema.
Kirchner era un hombre que evitaba aportar a su interlocutor información sensible sobre él mismo y sobre sus asuntos más personales. Pero, al mismo tiempo, usaba sus relaciones esporádicas para obtener datos que pudieran servir a sus fines. Un día, durante su primero o segundo año de gobierno, me empezó a hablar de los comentarios anónimos en Internet. Estaba obsesionado con las descalificaciones que recibía en los portales de noticias. Preguntó, como al pasar, qué se podía hacer para neutralizarlos. Le sugerí que lo mejor era ignorarlos: si no eran críticas lógicas y bien argumentadas, en el fondo no tenían ningún valor. Pero El no opinaba lo mismo. Consideraba que eran un arma política muy agresiva y efectiva. Y se preguntó qué pasaría si cada una de esas agresiones pudiera ser respondida con un insulto más fuerte. Sin saber bien de qué estaba hablando, casi por intuición, Kirchner había empezado a crear, a partir de su necesidad y desde la pura voluntad, el primer ejército de blogueros k que un día se metió en las redes sociales y que ahora es «hegemónico», igual que muchas usinas de poder oficial.
Es que ni el más mínimo dato que pudiera afectar su sistema de poder le era ajeno. Hacía todo lo que tenía a su alcance para neutralizarlo o volcarlo a su favor. Poseía la voluntad, el poder y el dinero. Y los usaba sin límites. Lo mismo hace ahora, con más sutileza y mejores modales, la presidenta que acaba de ganar de manera apabullante.
© La Nacion.
El domingo pasado su compañera de toda la vida lo definió como uno de los mejores cuadros políticos que dio la Argentina y como un hombre de una voluntad inquebrantable. La primera cualidad la confirmará, en su momento, la historia, por más que ahora se la quiera apurar con mausoleos, libros y películas. Pero la segunda era evidente y le permitió forzar, en 2009, la aprobación de varias leyes clave después de caer derrotado por primera y última vez en toda su vida política.
Muchos periodistas, intelectuales y artistas que tuvieron el privilegio de conocerlo no pudieron evitar caer en las redes de su poderosa capacidad de seducción. Era tan grande su magnetismo político, y tanto lo que parecía poner en juego cada vez que suministraba una información o presentaba una idea, que resultaba muy difícil ponerle límites. Es decir: la distancia necesaria que debe haber entre un presidente y un trabajador de prensa. A muchos de nosotros, cuando empezamos a publicar informaciones u opiniones con las que no estaba de acuerdo, intentó colocarnos, con tono paternal, entre la espada y la pared. A muchos nos preguntó, palabras más, palabras menos: «¿Te parece que una nota vale más que un proyecto político que pretende cambiar el país?». A muchos de nosotros dejó de atendernos el teléfono al confirmar que no íbamos a transformarnos en los soldados de su causa, sino que íbamos a seguir haciendo periodismo. Y lo hizo a pesar de saber que muchos de nosotros estábamos de acuerdo con iniciativas que planteó durante los primeros años de su gobierno y que reconocíamos como positivas ciertas medidas que puso en marcha, junto con la Presidenta, como la asignación por hijo o el apoyo al matrimonio igualitario.
Kirchner comprendió desde el principio que para mantener el poder con el estilo que le gustaba ejercer debía trazar una línea entre los incondicionales y los que no podía condicionar. Que la tolerancia y el término medio lo harían terminar como Raúl Alfonsín, como Carlos Menem o, en el peor de los casos, como Fernando de la Rúa. Eligió a Clarín como su «socio estratégico» hasta que comprendió que nunca terminaría de seducirlo o de someterlo. Empezó a combatirlo sin estar absolutamente convencido, hasta que la Presidenta lo terminó de persuadir, y no se detuvo más. Kirchner era sensible a las críticas, pero se enojaba mucho más con las de los periodistas con los que había tenido un «mano a mano» o había invitado a un café para hablar de sus proyectos y de sus sueños. Y si esos periodistas osaban cuestionar alguna decisión o declaración de su esposa, el enojo o la indiferencia se podían transformar en definitivos.
«A Néstor no lo mató el ejercicio de la presidencia. A Néstor lo mató estar debajo del ring cuando cualquiera de ustedes le pegaba, mal, a la Presidenta. El podía bancarse, y hasta disfrutar, discutiendo en voz alta sobre algún dato o algún título que consideraba injusto. Lo que nunca pudo terminar de soportar fueron los ataques a Cristina», diagnosticó un médico de la Unidad Presidencial al que la jefa del Estado le rechazó la renuncia inmediatamente después de la muerte de Kirchner.
Algunos analistas consideran, con ironía, que el último gran servicio que le hizo Kirchner a su compañera fue haberse muerto. Porque entonces ella terminó de neutralizar a los líderes opositores que basaban su estrategia en la discusión frontal con el que sería el seguro candidato a presidente. Otros, como el sociólogo Artemio López, interpretan que su «sacrificio» fue «inútil». Porque decisiones como la asignación por hijo y la incorporación de nuevos jubilados al sistema provisional estaban empezando a revertir la imagen negativa que El y Ella habían sabido conseguir como consecuencia del conflicto con el campo. De cualquier manera, ni López ni nadie pueden negar que la empatía por el dolor hizo explotar la intención de voto de Fernández como ningún otro hecho de la política o la economía. Y que, al mismo tiempo, la muerte del ex presidente hizo desaparecer, como por arte de magia, las sospechas de corrupción y los actos de intolerancia y prepotencia que Kirchner había protagonizado en los últimos años, incluso contra colegas muy serios que hacían las preguntas correctas en los lugares adecuados.
Después de que abandonó su pasión por el casino, Kirchner dejó de disfrutar de cualquier cosa que no fuera la construcción política. Quizá sus únicos lugares de «no política» fueran su amor por Racing y los diálogos con sus hijos. En uno de sus viajes oficiales a Nueva York, cuando todavía era presidente, caminó durante dos horas con su comitiva, pero ni una sola vez se paró en una casa de artículos electrónicos, una librería o un teatro de Broadway. El entonces canciller Rafael Bielsa le preguntó, al final de la caminata, por qué no lo había hecho y qué era lo que de verdad disfrutaba en la vida. El lo miró extrañado y le respondió que lo que más la importaba en la vida era hablar con Máximo sobre Racing y sobre política. Y enseguida cambió de tema.
Kirchner era un hombre que evitaba aportar a su interlocutor información sensible sobre él mismo y sobre sus asuntos más personales. Pero, al mismo tiempo, usaba sus relaciones esporádicas para obtener datos que pudieran servir a sus fines. Un día, durante su primero o segundo año de gobierno, me empezó a hablar de los comentarios anónimos en Internet. Estaba obsesionado con las descalificaciones que recibía en los portales de noticias. Preguntó, como al pasar, qué se podía hacer para neutralizarlos. Le sugerí que lo mejor era ignorarlos: si no eran críticas lógicas y bien argumentadas, en el fondo no tenían ningún valor. Pero El no opinaba lo mismo. Consideraba que eran un arma política muy agresiva y efectiva. Y se preguntó qué pasaría si cada una de esas agresiones pudiera ser respondida con un insulto más fuerte. Sin saber bien de qué estaba hablando, casi por intuición, Kirchner había empezado a crear, a partir de su necesidad y desde la pura voluntad, el primer ejército de blogueros k que un día se metió en las redes sociales y que ahora es «hegemónico», igual que muchas usinas de poder oficial.
Es que ni el más mínimo dato que pudiera afectar su sistema de poder le era ajeno. Hacía todo lo que tenía a su alcance para neutralizarlo o volcarlo a su favor. Poseía la voluntad, el poder y el dinero. Y los usaba sin límites. Lo mismo hace ahora, con más sutileza y mejores modales, la presidenta que acaba de ganar de manera apabullante.
© La Nacion.
pobre pibe.
con cada línea que escribe confirma lo que transmite su cara.