No hay que confundirse. Es el presidente Macri y no su ministro de Energía, Juan José Aranguren, el principal responsable de la mala implementación de los aumentos de las tarifas de gas, luz y agua en los hogares y las empresas de la Argentina. Aranguren, en todo caso, deberá explicar por qué insiste en conservar acciones de Shell, siendo un alto funcionario que trabaja en un área donde sus decisiones podrían afectar a la empresa de combustibles. Pero el que tomó la decisión de incrementar una parte de las tarifas de gas en más de 1500% fue el jefe del Estado. Y lo hizo con la misma impronta con la que decidió el aumento de los demás servicios: seguro de que la consolidada imagen positiva de la que gozó no bien ganó las elecciones funcionaría como un escudo protector contra las iniciativas del Poder Ejecutivo que afectaran el bolsillo.
La base teórica del razonamiento del jefe del Estado tenía cierta lógica. Esperaba que la mayoría de los argentinos comprendieran que el anterior gobierno nos había dejado una «bomba de tiempo». Que en ningún país del mundo ninguna familia que viviera, por ejemplo, en un barrio como Núñez y en un departamento de 55 metros cuadrados podía estar pagando, como Natalia D, sólo 35 pesos de gas. Y que para que el sistema no colapsara y fuéramos recuperando nuestra soberanía energética Natalia D, por ejemplo, ahora tenía que pagar un 1500 por ciento más, hasta pasar los 500 pesos. El Presidente esperaba, además, que sus votantes aceptaran la idea de que el costo de la energía impacta de lleno en el déficit fiscal y nos hace a todos un poco más pobres cada día. Natalia se enteró rápido de que estaba siendo más pobre: la factura de gas que registró su consumo desde el 9 de marzo hasta el 10 de mayo últimos le vino con un saldo final de 562 pesos. Tomó el teléfono y empezó a preguntar por qué. Se lo explicaron con lujo de detalles. En primer lugar, los 35 pesos que abonó por el mismo bimestre del año 2015 fueron para un consumo de apenas 66 metros cúbicos. Y con un costo de 0,15 peso por metro cúbico. El año pasado, ella, su marido y su pequeño hijo habían sido premiados por un considerable ahorro energético, a pesar de tener una caldera individual con cuatro radiadores para cada ambiente, incluido el toallero del baño. En cambio, este año Natalia y su familia consumieron 129 metros cúbicos de gas a razón de 2,9 pesos la unidad. «Usé más gas porque este año hizo mucho más frío», se quiso disculpar Natalia ante el administrativo que le sacó todas las dudas. Para él, que también vive en la ciudad, no era ninguna novedad: en su casa había sucedido exactamente lo mismo. Y para los vecinos de una buena parte de la provincia de Buenos Aires y el resto del país también era una noticia vieja. Porque ellos vienen abonando mucho más por el gas, la luz y el agua que cualquier porteño, y lo vienen haciendo desde bastante antes de la aplicación directa del último tarifazo, al que ahora le pusieron un límite de hasta el 400%.
Cuando decidió el brusco incremento de tarifas, Macri confió en que el cambio de humor social derivado de su triunfo sobre el populismo del Frente para la Victoria impregnara de racionalidad y sentido común a todos, desde Ushuaia hasta La Quiaca. Interpretó que la expectativa de un futuro mejor, con menos inflación y un atisbo de crecimiento iba a hacer más soportables la devaluación, el incremento de las tarifas y de los precios. Pero esto no está sucediendo. Lo que sí pasa, indigna y desplaza de la tapa de los diarios las malas noticias económicas como la recesión son los bolsos de José López y la confirmación de que Néstor Kirchner y Cristina Fernández convalidaron un sistema de corrupción de Estado que todos los días genera una novedad más escandalosa. Pero desde hace un tiempo incluso los mismos votantes que se indignan frente a los casos de corrupción están empezando a perder la paciencia frente al manejo de la política económica de todos los días.
Cuando comenzaban las primeras protestas por los aumentos de tarifas y el ajuste, les pregunté a Aranguren y al Presidente por qué no contaban con un sistema de datos con capacidad para discriminar, por ejemplo, entre un teatro independiente, un club de barrio, un vecino de Villa Soldati o de Recoleta, la mansión de un multimillonario o un restaurante de 200 metros cubiertos. Ambos me respondieron que los registros de las empresas y también los de los entes reguladores estaban desactualizados, incompletos y que era prácticamente imposible «pasar un peine fino» para confirmar quiénes podían pagar el aumentazo de una sola vez y quiénes merecían recibir una tarifa social. Las consecuencias del sablazo fueron primero advertidas por la mayoría de los gobernadores, quienes explicaron al ministro del Interior, Rogelio Frigerio, que los aumentos de las tarifas eran insostenibles y que afectaban la ecuación de los ingresos promedio. Enseguida argumentó lo mismo la mayoría de los intendentes del conurbano, sin distinción partidaria. Lo único que diferenciaba a unos de otros era el tono de la crítica.
Las cautelares de una media docena de jueces de todo el país, incluidos los de La Plata, fue lo que terminó de convencer al Presidente de que la situación era de verdad «insostenible». Macri tuvo un último acto reflejo al advertir que si uno anda en su casa o en su departamento en remerita o «en patas», es porque algo «anda mal» y se está venteando energía que es demasiado cara, porque no es renovable. Quizá no es lo que más hacen los sectores de menores recursos. De hecho, según los registros del Ministerio de Energía, los hogares de ingresos bajos «ahorran» más gas y más luz que los de clase media y clase media alta. Lo que el Presidente no puede ni debe pretender es que los millones de argentinos que vivieron durante los últimos doce años usando a full el aire acondicionado en invierno y en verano los apaguen de la noche a la mañana.
El nivel de tolerancia política, económica y social después de los incrementos de tarifas está a la vista. Parece que la bomba de tiempo que dejaron la ex presidenta, Axel Kicillof y compañía no se desarma cortando con el alicate el cablecito rojo, el verde o el azul, de una sola vez. Se necesita más «gradualismo», más «sintonía fina», más sensibilidad social, más tiempo y más «tolerancia cultural». Y esto no lo determina un técnico o un CEO de una multinacional. Lo comprende o lo percibe, por ejemplo, un presidente. No se necesita más demagogia. Sí menos darwinismo y una mirada más contenedora desde lo social.
La base teórica del razonamiento del jefe del Estado tenía cierta lógica. Esperaba que la mayoría de los argentinos comprendieran que el anterior gobierno nos había dejado una «bomba de tiempo». Que en ningún país del mundo ninguna familia que viviera, por ejemplo, en un barrio como Núñez y en un departamento de 55 metros cuadrados podía estar pagando, como Natalia D, sólo 35 pesos de gas. Y que para que el sistema no colapsara y fuéramos recuperando nuestra soberanía energética Natalia D, por ejemplo, ahora tenía que pagar un 1500 por ciento más, hasta pasar los 500 pesos. El Presidente esperaba, además, que sus votantes aceptaran la idea de que el costo de la energía impacta de lleno en el déficit fiscal y nos hace a todos un poco más pobres cada día. Natalia se enteró rápido de que estaba siendo más pobre: la factura de gas que registró su consumo desde el 9 de marzo hasta el 10 de mayo últimos le vino con un saldo final de 562 pesos. Tomó el teléfono y empezó a preguntar por qué. Se lo explicaron con lujo de detalles. En primer lugar, los 35 pesos que abonó por el mismo bimestre del año 2015 fueron para un consumo de apenas 66 metros cúbicos. Y con un costo de 0,15 peso por metro cúbico. El año pasado, ella, su marido y su pequeño hijo habían sido premiados por un considerable ahorro energético, a pesar de tener una caldera individual con cuatro radiadores para cada ambiente, incluido el toallero del baño. En cambio, este año Natalia y su familia consumieron 129 metros cúbicos de gas a razón de 2,9 pesos la unidad. «Usé más gas porque este año hizo mucho más frío», se quiso disculpar Natalia ante el administrativo que le sacó todas las dudas. Para él, que también vive en la ciudad, no era ninguna novedad: en su casa había sucedido exactamente lo mismo. Y para los vecinos de una buena parte de la provincia de Buenos Aires y el resto del país también era una noticia vieja. Porque ellos vienen abonando mucho más por el gas, la luz y el agua que cualquier porteño, y lo vienen haciendo desde bastante antes de la aplicación directa del último tarifazo, al que ahora le pusieron un límite de hasta el 400%.
Cuando decidió el brusco incremento de tarifas, Macri confió en que el cambio de humor social derivado de su triunfo sobre el populismo del Frente para la Victoria impregnara de racionalidad y sentido común a todos, desde Ushuaia hasta La Quiaca. Interpretó que la expectativa de un futuro mejor, con menos inflación y un atisbo de crecimiento iba a hacer más soportables la devaluación, el incremento de las tarifas y de los precios. Pero esto no está sucediendo. Lo que sí pasa, indigna y desplaza de la tapa de los diarios las malas noticias económicas como la recesión son los bolsos de José López y la confirmación de que Néstor Kirchner y Cristina Fernández convalidaron un sistema de corrupción de Estado que todos los días genera una novedad más escandalosa. Pero desde hace un tiempo incluso los mismos votantes que se indignan frente a los casos de corrupción están empezando a perder la paciencia frente al manejo de la política económica de todos los días.
Cuando comenzaban las primeras protestas por los aumentos de tarifas y el ajuste, les pregunté a Aranguren y al Presidente por qué no contaban con un sistema de datos con capacidad para discriminar, por ejemplo, entre un teatro independiente, un club de barrio, un vecino de Villa Soldati o de Recoleta, la mansión de un multimillonario o un restaurante de 200 metros cubiertos. Ambos me respondieron que los registros de las empresas y también los de los entes reguladores estaban desactualizados, incompletos y que era prácticamente imposible «pasar un peine fino» para confirmar quiénes podían pagar el aumentazo de una sola vez y quiénes merecían recibir una tarifa social. Las consecuencias del sablazo fueron primero advertidas por la mayoría de los gobernadores, quienes explicaron al ministro del Interior, Rogelio Frigerio, que los aumentos de las tarifas eran insostenibles y que afectaban la ecuación de los ingresos promedio. Enseguida argumentó lo mismo la mayoría de los intendentes del conurbano, sin distinción partidaria. Lo único que diferenciaba a unos de otros era el tono de la crítica.
Las cautelares de una media docena de jueces de todo el país, incluidos los de La Plata, fue lo que terminó de convencer al Presidente de que la situación era de verdad «insostenible». Macri tuvo un último acto reflejo al advertir que si uno anda en su casa o en su departamento en remerita o «en patas», es porque algo «anda mal» y se está venteando energía que es demasiado cara, porque no es renovable. Quizá no es lo que más hacen los sectores de menores recursos. De hecho, según los registros del Ministerio de Energía, los hogares de ingresos bajos «ahorran» más gas y más luz que los de clase media y clase media alta. Lo que el Presidente no puede ni debe pretender es que los millones de argentinos que vivieron durante los últimos doce años usando a full el aire acondicionado en invierno y en verano los apaguen de la noche a la mañana.
El nivel de tolerancia política, económica y social después de los incrementos de tarifas está a la vista. Parece que la bomba de tiempo que dejaron la ex presidenta, Axel Kicillof y compañía no se desarma cortando con el alicate el cablecito rojo, el verde o el azul, de una sola vez. Se necesita más «gradualismo», más «sintonía fina», más sensibilidad social, más tiempo y más «tolerancia cultural». Y esto no lo determina un técnico o un CEO de una multinacional. Lo comprende o lo percibe, por ejemplo, un presidente. No se necesita más demagogia. Sí menos darwinismo y una mirada más contenedora desde lo social.