Miedo (parte I)

Editorial I
Las actitudes temerosas de la ciudadanía, signo de las épocas más oscuras, han vuelto bajo nuevas formas y de la mano de los graves abusos de poder
Como en una tragedia griega, después de treinta años de democracia, el miedo ha reaparecido en la Argentina. Es un fantasma que silencia, reprime, somete y enturbia la vida de la población. El ejemplo más reciente es que ni siquiera los integrantes de la selección argentina de fútbol subcampeona del mundo hayan podido festejar su logro junto con el pueblo en la emblemática Plaza de la República por entender, con muy buen criterio tras los lamentables episodios de violencia vividos en la noche del domingo último, que ni ellos ni nadie tenían garantizada su seguridad.
No es la única clase de miedo que sufren los argentinos. Las cosas se dicen en voz baja -cuando se dicen- y cualquier opinión se ve obligada a recorrer el camino de la vigilancia previa para evitar decir lo que se quiere donde se sabe que no será bien recibido.
Empresarios que, por miedo, callan en público y ponen condiciones extremas a la hora de relatar en privado, cuestionan la fiabilidad de los teléfonos como meros transmisores de mensajes y evitan los mails para que no quede constancia escrita de sus ideas u opiniones.
Intelectuales y artistas se autocensuran excluyéndose de la vida pública y soslayando encuentros personales. Hasta hay amigos que ya no se frecuentan y familiares que dejaron de verse porque prefieren evitar las discusiones, los roces y las consecuencias que pueda provocar la simple divergencia de opiniones políticas.
El hombre de la calle tiene miedo. Está expuesto al delito callejero en sus distintas modalidades. Las entraderas, las salideras, los arrebatos y los asaltos diurnos y nocturnos. Los motochorros, los hombres araña, los sacarruedas, los quemacoches, los lanzapiedras. Los secuestros reales y virtuales. Hay miedo en los colectivos, en los trenes, en las paradas, en los estadios. Los conductores están alertas en los semáforos y recelosos en las autopistas, soslayan las colectoras y dudan ante operativos policiales. Miedo ante bloqueos, piquetes y encapuchados. Atemorizan los reales y los falsos «trapitos», limpiavidrios y cuidacoches.
Los chicos tienen miedo en la escuela, en la plaza, en los boliches. Miedo a los patovicas, las facas, el bullying y las violaciones. Las maestras tienen miedo a los alumnos y, en algunos casos, terror a ciertas reacciones de sus padres. Las guardias de hospitales temen la irrupción de delincuentes heridos. En barrios olvidados o en villas de emergencia, las familias tienen miedo por sus hijos y reclaman protección policial. Algunos policías tienen miedo de actuar como tales. La mayoría lo hace y muchos mueren con el uniforme puesto: pero otros son sumariados por hacerlo. Y, ante la inacción, surgen los escraches y los linchamientos, regresión a épocas cavernarias.
La «década ganada» ha descarriado la función del Estado y éste, por exceso o por defecto, se ha convertido en enano de jardín ante la expansión del delito y en un energúmeno para consolidar la hegemonía kirchnerista. Se ha abandonado el imperio de la ley, garantía de protección ante los delincuentes y resguardo frente al poder desviado de los gobernantes.
Se padece la ausencia del Estado o su reemplazo por otro Estado que confunde empleos genuinos con clientelismo y trabajo subsidiado o militante, que no desarticula el tráfico de drogas por sus vinculaciones con el poder y que no educa en valores ni para la inserción en un sistema que se cuestiona, prefiriendo El Eternauta a Domingo Faustino Sarmiento, el relato a la realidad, además de los bombos a los libros, que no muerden.
El hombre común, expuesto a la violencia civil, está cada vez más lejos de las esferas de poder, donde se define el futuro de sus hijos. En esos círculos, la sumisión y el silencio se logran con dinero o intimidación: la zanahoria o el garrote.
El uso de recursos públicos para domesticar voces críticas o crear nuevos grupos concentrados se instrumenta mediante cargos en el Estado, subsidios a medios alineados, a empresas de transporte, a cooperativas militantes y a ONG clientelistas. Cooptación de artistas, periodistas, locutores y malabaristas. Pero la utilización de fondos públicos es riesgosa, requiere resoluciones y contratos, publicaciones en el Boletín Oficial y, a veces, se termina en la Justicia, como el desvío de fondos en Fútbol para Todos. Por ello, el secretismo se impone sobre los principios republicanos y la ley de acceso a la información se cajonea año tras año.
Recurrir al miedo, puro y simple, ha sido más práctico y generalizado. No requiere partidas presupuestarias ni quedan constancias escritas. La extorsión verbal o la utilización desviada de potestades públicas son formas eficaces para silenciar, reprimir y someter. El propio Néstor Kirchner intimidó al empresario Alfredo Coto por opinar sobre la inflación, y la propia presidenta de la Nación envió por Facebook una carta a Ricardo Darín por haberse referido el actor al patrimonio presidencial. La jefa del Estado aprovechó esa misiva pública para recordarle al actor un antiguo proceso penal que lo había afectado, aunque hubiera sido sobreseído.
El ex secretario de Comercio Guillermo Moreno, mediante violentos procederes, amenazó a directivos de empresas, invocando facultades no otorgadas por la ley de abastecimiento. Rodeado de matones y con guantes de box, irrumpió en una empresa privada, Papel Prensa, para hacer fracasar asambleas y, luego, repitió el show en el Grupo Clarín, con gritos y camarógrafos llevados especialmente para registrar las escenas de matonismo.
Fue Moreno quien echó a la titular de la Asociación de Defensa de los Consumidores y Usuarios de la Argentina (Adecua), Sandra González, por hablar sin permiso y amenazó con quitar su licencia a la despachante Paula De Conto por confrontarlo. Blandiendo el garrote fiscal, presionó a empresarios en infinidad de oportunidades, siempre con violencia y lenguaje soez. Amenazó y multó ilegalmente a consultoras que medían el aumento del costo de vida de forma mucho más seria que el alguna vez respetado mundialmente Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). Y con su recordado «pongui y pongui», obligó a empresarios a donar fondos para los inundados de La Plata, aunque el dinero sigue dando vueltas sin llegar a sus verdaderos destinatarios.
Miedo representa Luis D’ Elía, niño mimado de los Kirchner, ex secretario de Tierras y Hábitat Social, amigo de Chávez, socio de Irán y negador del Holocausto, procesado por intimidación pública tras tomar por la fuerza la Plaza de Mayo en la denominada «marcha del campo» y por ocupar una comisaría, lo que causó «lesiones, daño agravado, atentado a la autoridad calificado y privación ilegítima de la libertad».
Por cierto, también producen temor, además de desprecio, los agravios de Hebe de Bonafini lanzados a quienes se le crucen en el camino, incluidos jueces y miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, o sus juicios populares contra periodistas críticos del Gobierno. Y dan especial miedo porque tales episodios nunca son ni refutados ni siquiera condenados por la Presidenta, que la invita a todos sus actos públicos.
Hay temor también hacia la primera mandataria cuando explícitamente pide que se le tenga «miedo a Dios» y, a ella, «un poquito».
Han pasado treinta años desde la recuperación democrática. El miedo, signo y símbolo de épocas oscuras, ha reaparecido en nuestro país con nuevas formas, al extremo de poner en riesgo la libertad de expresión. Alentado desde lo más alto de la conducción política, esa modalidad de amedrentamiento está abriendo grietas muy profundas, causando un daño que costará mucho revertir.
Mañana. El atril intimidatorio y otros abusos de poder
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Acerca de Napule

es Antonio Cicioni, politólogo y agnotólogo, hincha de Platense y adicto en recuperación a la pizza porteña.

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