Guillermo Moreno es una mezcla casi perfecta del más viejo y cerril peronismo y de su versión kirchnerista, un poco prepotente y demasiado obsesionada por acomodar la realidad a la narración propia de las cosas. Sin embargo, los que eran frecuentes trastornos de la democracia se están convirtiendo en un grave desafío al sistema político.
Un secretario de Estado al frente de una banda que agredió físicamente a un militante de otra fuerza política convirtió aquellas costosas extravagancias en un enorme peligro para las más elementales formas de la vida democrática. Eso es lo que sucedió el sábado en Núñez cuando una patota que rodeaba a Moreno le propinó una paliza a un militante que promocionaba la candidatura a intendente de Jorge Macri, que pertenece a Pro, como su primo Mauricio.
Actos de violencia física han sucedido en casi todos los períodos preelectorales. De hecho, hace pocos días Jesús Cariglino, intendente de Malvinas Argentinas, denunció que una patota de un candidato opositor espantó a los tiros a militantes suyos que pegaban carteles. El hecho fue grave, pero se inscribió en los precedentes históricos: militantes contra militantes. La novedad del sábado consistió en que un alto funcionario nacional, cuya influencia en temas sustanciales del Gobierno es superior a su cargo, protagonizó personalmente la agresión física contra un opositor.
Lo que se conoció es un video casero en el que aparece un grupo de hombres golpeando salvajemente a una persona sola. El video registra la llegada de Moreno al lugar, aparentemente tan exaltado como los agresores. El video se corta en ese momento. El hombre agredido , Mario Urcelay, relató luego que fue el propio Moreno el que lo «agarró del cuello» y lo «tiró contra un auto». Jorge Macri formuló luego la denuncia policial.
En el último año, la Presidenta se ha enojado pocas veces en público. Más obediente que su esposo a los consejos de los especialistas en imagen política, Cristina Kirchner comprendió que su peor enemigo era ella misma cuando aparecía crispada en sus habituales discursos. Reemplazó sus proverbiales retos a amigos y enemigos por un mensaje pacífico y edulcorado, en el que suele recitar las bases de la democracia y de la tolerancia con envidiable convicción. Sin embargo, en las instancias institucionales inferiores a ella, el método o las palabras de funcionarios kirchneristas, que nada harían ni dirían sin su consentimiento, siguen siendo de una enorme intolerancia.
La Presidenta se sorprendería si buscara en Google la frase «agresiones de Guillermo Moreno». Hay 256.000 resultados de todos los tiempos y para todos los gustos. El anecdotario de sus violencias verbales es demasiado conocido ya. Lo que al principio de la era kirchnerista parecía una sorprendente revelación se convirtió, a estas alturas, en un hecho habitual, que terminó acostumbrando hasta a los sectores sociales más respetuosos de las formas políticas y humanas. Moreno insulta. Moreno agravia. Moreno amenaza con guantes de boxeo. La noticia de ahora es que Moreno también golpea con sus propias manos. Un límite muy peligroso se ha cruzado con el complaciente silencio del poder. Más peligroso sería si la sociedad lo tomara con displicencia, como una historia costumbrista.
Esa incursión de los que mandan en la violencia física se expone en el contexto de un gobierno que se ufana de haber provocado la seducción de muchos sectores de la juventud, antes apáticos ante cualquier expresión de la política. Esos jóvenes, que nadie sabe si son pocos o muchos, pero que en algunos casos visibles militan con el fanatismo propio de la juventud, no tienen edad como para haber vivido la Argentina que se movía entre descarriadas violencias de distinto signo. Una de las conquistas de la renovada democracia de los años 80 fue, precisamente, tomar aquella saga de violencias para excluirla de las costumbres políticas. Duró casi treinta años, con algunos momentos de excepción, pero, según vemos ahora, no era para siempre. No lo era, sobre todo, en la relación del poder con la cultura de la violencia.
«Moreno es un personaje limítrofe. No le den tanta importancia», aconsejaba hace poco, antes de los episodios de Núñez, un alto funcionario kirchnerista. El problema es que Moreno y sus modos están comprometiendo al país. Moreno es quien presionó a una automotriz extranjera para que se convirtiera en arrocera local para poder vender autos importados en la Argentina. El sector del mundo más consumista está en medio de una monumental crisis y eso, tal vez, contribuyó a que semejante extravagancia terminara en un formal convenio internacional, con fotos incluidas. La política comercial argentina reconoce como única regla el humor del secretario de Comercio y sus estrafalarias iniciativas. Nadie nunca lo desmintió ni lo corrigió ni lo matizó. La Presidenta, por lo tanto, está de acuerdo con él.
La experiencia enseña que las palabras violentas terminan en hechos violentos. Moreno es un caudal inagotable de palabras violentas, y también de algunos gestos en el mismo sentido. ¿No empezó, acaso, insinuando violencia física cuando intervino el Indec y echó a sus mejores profesionales? ¿Qué fueron aquellos guantes de boxeo en una reunión del directorio de Papel Prensa si no un anticipo, menos agresivo en los hechos, que las trompadas y los revolcones de Núñez? ¿Será ese Moreno el que se haría cargo, a partir del muy probable nuevo mandato de Cristina Kirchner, del ex Comfer que dejará Gabriel Mariotto? En tal caso, ¿se las agarrará a las trompadas contra jueces y dueños de empresas de comunicación para aplicar íntegramente la nueva ley de medios?
La conclusión inevitable es que Moreno no sería Moreno, o no existiría como personaje concluyente del Gobierno, sin la protección política del propio Gobierno. En el mapa genético del kirchnerismo está el temor como una herramienta de construcción política, tan endémica como la generosidad estatal para los amigos y la inopia para los enemigos. Pero aun las transgresiones a un sistema deben reconocer los límites que impone el propio sistema.
La democracia tiene dos fuentes de legitimidad: el origen del gobernante, la elección popular y el ejercicio democrático del poder. La Presidenta podría ganar más votos que los muchos que ya tiene si le pidiera la renuncia al secretario de Comercio. No porque haya agredido físicamente a un militante de Pro (significaría lo mismo con un militante de cualquier otro partido), sino porque le está negando a ella su condición de líder democrática que va desde el origen hasta el ejercicio..
Un secretario de Estado al frente de una banda que agredió físicamente a un militante de otra fuerza política convirtió aquellas costosas extravagancias en un enorme peligro para las más elementales formas de la vida democrática. Eso es lo que sucedió el sábado en Núñez cuando una patota que rodeaba a Moreno le propinó una paliza a un militante que promocionaba la candidatura a intendente de Jorge Macri, que pertenece a Pro, como su primo Mauricio.
Actos de violencia física han sucedido en casi todos los períodos preelectorales. De hecho, hace pocos días Jesús Cariglino, intendente de Malvinas Argentinas, denunció que una patota de un candidato opositor espantó a los tiros a militantes suyos que pegaban carteles. El hecho fue grave, pero se inscribió en los precedentes históricos: militantes contra militantes. La novedad del sábado consistió en que un alto funcionario nacional, cuya influencia en temas sustanciales del Gobierno es superior a su cargo, protagonizó personalmente la agresión física contra un opositor.
Lo que se conoció es un video casero en el que aparece un grupo de hombres golpeando salvajemente a una persona sola. El video registra la llegada de Moreno al lugar, aparentemente tan exaltado como los agresores. El video se corta en ese momento. El hombre agredido , Mario Urcelay, relató luego que fue el propio Moreno el que lo «agarró del cuello» y lo «tiró contra un auto». Jorge Macri formuló luego la denuncia policial.
En el último año, la Presidenta se ha enojado pocas veces en público. Más obediente que su esposo a los consejos de los especialistas en imagen política, Cristina Kirchner comprendió que su peor enemigo era ella misma cuando aparecía crispada en sus habituales discursos. Reemplazó sus proverbiales retos a amigos y enemigos por un mensaje pacífico y edulcorado, en el que suele recitar las bases de la democracia y de la tolerancia con envidiable convicción. Sin embargo, en las instancias institucionales inferiores a ella, el método o las palabras de funcionarios kirchneristas, que nada harían ni dirían sin su consentimiento, siguen siendo de una enorme intolerancia.
La Presidenta se sorprendería si buscara en Google la frase «agresiones de Guillermo Moreno». Hay 256.000 resultados de todos los tiempos y para todos los gustos. El anecdotario de sus violencias verbales es demasiado conocido ya. Lo que al principio de la era kirchnerista parecía una sorprendente revelación se convirtió, a estas alturas, en un hecho habitual, que terminó acostumbrando hasta a los sectores sociales más respetuosos de las formas políticas y humanas. Moreno insulta. Moreno agravia. Moreno amenaza con guantes de boxeo. La noticia de ahora es que Moreno también golpea con sus propias manos. Un límite muy peligroso se ha cruzado con el complaciente silencio del poder. Más peligroso sería si la sociedad lo tomara con displicencia, como una historia costumbrista.
Esa incursión de los que mandan en la violencia física se expone en el contexto de un gobierno que se ufana de haber provocado la seducción de muchos sectores de la juventud, antes apáticos ante cualquier expresión de la política. Esos jóvenes, que nadie sabe si son pocos o muchos, pero que en algunos casos visibles militan con el fanatismo propio de la juventud, no tienen edad como para haber vivido la Argentina que se movía entre descarriadas violencias de distinto signo. Una de las conquistas de la renovada democracia de los años 80 fue, precisamente, tomar aquella saga de violencias para excluirla de las costumbres políticas. Duró casi treinta años, con algunos momentos de excepción, pero, según vemos ahora, no era para siempre. No lo era, sobre todo, en la relación del poder con la cultura de la violencia.
«Moreno es un personaje limítrofe. No le den tanta importancia», aconsejaba hace poco, antes de los episodios de Núñez, un alto funcionario kirchnerista. El problema es que Moreno y sus modos están comprometiendo al país. Moreno es quien presionó a una automotriz extranjera para que se convirtiera en arrocera local para poder vender autos importados en la Argentina. El sector del mundo más consumista está en medio de una monumental crisis y eso, tal vez, contribuyó a que semejante extravagancia terminara en un formal convenio internacional, con fotos incluidas. La política comercial argentina reconoce como única regla el humor del secretario de Comercio y sus estrafalarias iniciativas. Nadie nunca lo desmintió ni lo corrigió ni lo matizó. La Presidenta, por lo tanto, está de acuerdo con él.
La experiencia enseña que las palabras violentas terminan en hechos violentos. Moreno es un caudal inagotable de palabras violentas, y también de algunos gestos en el mismo sentido. ¿No empezó, acaso, insinuando violencia física cuando intervino el Indec y echó a sus mejores profesionales? ¿Qué fueron aquellos guantes de boxeo en una reunión del directorio de Papel Prensa si no un anticipo, menos agresivo en los hechos, que las trompadas y los revolcones de Núñez? ¿Será ese Moreno el que se haría cargo, a partir del muy probable nuevo mandato de Cristina Kirchner, del ex Comfer que dejará Gabriel Mariotto? En tal caso, ¿se las agarrará a las trompadas contra jueces y dueños de empresas de comunicación para aplicar íntegramente la nueva ley de medios?
La conclusión inevitable es que Moreno no sería Moreno, o no existiría como personaje concluyente del Gobierno, sin la protección política del propio Gobierno. En el mapa genético del kirchnerismo está el temor como una herramienta de construcción política, tan endémica como la generosidad estatal para los amigos y la inopia para los enemigos. Pero aun las transgresiones a un sistema deben reconocer los límites que impone el propio sistema.
La democracia tiene dos fuentes de legitimidad: el origen del gobernante, la elección popular y el ejercicio democrático del poder. La Presidenta podría ganar más votos que los muchos que ya tiene si le pidiera la renuncia al secretario de Comercio. No porque haya agredido físicamente a un militante de Pro (significaría lo mismo con un militante de cualquier otro partido), sino porque le está negando a ella su condición de líder democrática que va desde el origen hasta el ejercicio..
Puede que exista un error en el título, puesto que realmente el gobierno lo defendió
http://www.ieco.clarin.com/economia/Cristina-defendio-Moreno-honesto-funciones_0_574742570.html