No agitemos los fantasmas del 55

Por qué reaccionó la Presidenta de manera tan visceral y furibunda a las módicas críticas de Ricardo Darín, que se limitó a verbalizar lo que repetimos tantos en los medios de comunicación, en los foros sociales y en la calle? Lo hizo porque las dudas sobre la legitimidad del patrimonio presidencial no provinieron en ese caso de un político opositor, de un columnista o de un investigador periodístico, sino del actor argentino más importante, en un momento en el que el arte de la interpretación resplandece en este país como pocas veces antes.
La pregunta punzante lanzada por Darín vino de un espacio -el ambiente artístico, en particular el cine- sobre el cual Cristina cree tener una hegemonía clara, basada en el apoyo económico que el Gobierno brindó en los últimos años a la industria. «El que critica será masacrado», sintetizó el director Juan José Campanella sobre el caso Darín. La Presidenta eludió la respuesta a la atinada pregunta del actor sobre el patrimonio familiar. Por más votada que haya sido, ella es una funcionaria pública, una empleada del Estado que está sometida a leyes de control. Pero ella, en lugar de contestar, acudió al prontuario.
La descalificación del adversario es habitual en el mundo K, entendiendo por adversario a todos aquellos que no comulgan con el discurso del poder. Se califica a todo disconforme con el adjetivo infamante de «desestabilizador». Recuérdense las diatribas de Abal Medina, que llamó «cámara de mierda» a un órgano judicial cuyo criterio no le agrada al jefe de Gabinete. Todo eso sin hablar de los denuestos y blasfemias de Hebe de Bonafini, durante largos años inimputable para el ministerio fiscal.
La intimidación como disuasivo para conseguir silencio o comprar voluntades degrada la democracia argentina, que no sufre más moretones porque en la sociedad ha crecido una fuerte resistencia a tales desbordes, traducida en el fin del encanto que reflejan las encuestas, en protestas callejeras espontáneas (8-N) y en el blindaje contra la extorsión que mostraron algunos medios y la Justicia. Han proliferado las voces contra la cultura del odio que conlleva la consigna «vamos por todo».
Son curiosos los argumentos con que el poder niega la vigencia de la cultura del odio impuesta por los kirchneristas. Un columnista K, por ejemplo, argumentó así: «Son tan intensos los cambios que Cristina está llevando a cabo que la derecha (calificativo con que el espacio K designa a todo lo que no es K), para pararlos, ha inventado el cuco del odio». ¿A qué cambios se referirá ese columnista? Quizás al veto presidencial a la ley que otorga el 82% a los jubilados y deja a millones de argentinos lejos de cualquier mejora, o al impuesto al trabajo que muerde el salario y acota el ingreso de los trabajadores.
Otros propagandistas de la Revolución Imaginaria K usan el más elemental de los recursos dialécticos, la negación. La propia Cristina, tras desahogarse con su diatriba contra Ricardo Darín -esa declaración de guerra que firmó en Río Gallegos el 4 de enero, ese breviario del odio que incubó durante su retiro vacacional- fue a Mar del Plata y se victimizó. Quizás reflexionó y se dio cuenta, o se lo dijeron, hasta qué punto la carta a Ricardo Darín era un búmeran. En Mar del Plata, en la recepción de la Fragata Libertad, ella se presentó como un modelo de serenidad budista y le recomendó tomar Lexotanil a sus contradictores. Una astucia que Néstor usaba con profusión («¿Qué te pasha, Clarín, estás nerviosho?»). En Mar del Plata, junto a la Fragata, en el show que armó para convertir su error en gesta, Cristina llamó a la unidad de todos y dijo hablarles a los cuarenta millones.
Lástima que no haga lo que dice.
Es cierto, como dijo Cristina en la base naval, que ser presidente no es una tarea de monjas y que cualquiera que gobierne recogerá cuestionamientos, algunos muy duros. Es el costo de gobernar en democracia. Pero, ¿acaso ello justifica que durante el último año ella y sus chirolitas, que no son sólo periodistas militantes sino también altos funcionarios o ministros, injuriaran a la prensa, a la Justicia, a los maestros, a los políticos opositores, a los sindicalistas, a los jubilados que reclaman sus haberes y también a personas particulares, ya se trate de un actor famoso como de un ignoto empleado de inmobiliaria? A quienes escribimos en medios de comunicación y no comulgamos con el Gobierno, el chirolita mayor, Boudou, nos calificó de esbirros.
El odio es un viento insidioso que envenena y fractura las sociedades. El odio K ha producido grietas. Amigos, colegas, instituciones y grupos lo han sufrido. La grieta ha alcanzado a familias, como la Darín. La sociedad está dividida. El presidente uruguayo y muchos observadores extranjeros lo han detectado: «Los argentinos se tienen que querer más», dijo José Mujica. Resta saber hasta qué punto ese abismo es profundo. Hasta qué punto ha calado el discurso del odio.
En la primera mitad de 1955, peronistas y antiperonistas estaban separados por un pozo social. En mi novela Restos humanos narro un crimen que en febrero de ese año apasionó al país. Comenzaron a aparecer miembros femeninos (piernas, brazos, torso, la cabeza), en distintos lugares de Buenos Aires. Sobrevino una psicosis. Se pensaba que en Buenos Aires había reaparecido Jack el Destripador, un monstruo que mataba mujeres. Finalmente, se conoció la verdad. Jorge Burgos, un culto corredor de la editorial Peuser, asesinó a su amante, la sirvienta Alcira Methyger, y la descuartizó. Cuando Burgos fue detenido, alegó que no había matado a Alcira, sino que ella, en un forcejeo amoroso, cayó y al golpear su cabeza contra la bañadera, murió. Él, aterrorizado por las consecuencias del hecho, la cortó en pedazos para ocultar lo sucedido. Los detalles de la truculenta trama fueron seguidos con pasión por el público. Fue uno de esos crímenes que obsesionan a la sociedad. En las revistas populares pueden leerse los testimonios de los lectores. La mitad consideraba a Burgos un pobre muchacho a quien una ambiciosa come-hombres había llevado a la locura. Para la otra mitad, Burgos era un degenerado que se ensañó con una pobre chica del interior. El crimen fue leído por la gente como un episodio de una lucha entre la Argentina blanca y culta y la Argentina morocha, grosera e ignorante.
Restos humanos es un policial en el que intenté reconstruir, ficcionalizándolo, aquel crimen. Pero el contexto, la atmósfera social, el poso de memoria que dejó ese verano, las raíces profundas que escondía el caso Burgos -el verano del crimen antecedió al invierno de las bombas y a la primavera de los cañones- también son historia: «El crimen es mímesis degradada de la historia», dijo Michel Foucault.
A lo largo de 1955 el odio se extendió. Perón lo trató de atenuar y permitió a los opositores que se expresaran.Frondizi aceptó el reto; Balbín, no. Estallaron bombas, Perón rompió el diálogo y amenazó: «Caerán cinco por uno». El odio a Perón se instaló, provocó el bombardeo a Plaza de Mayo y el golpe de Estado, y se multiplicó cuando Lonardi fue desplazado y la leche de la clemencia se secó en un basural de José León Suárez. El propio Perón, muchos años después, se arrepintió y en su regreso, durante 1973 y 1974, hizo del diálogo con el adversario una de sus columnas. Balbín esta vez acudió. ¿Cuál fue la semilla del odio que dividió a los argentinos durante tantas décadas? ¿El peronismo lo provocó o lo padeció? No es éste el lugar para dilucidar este dilema, aunque no me desdigo de haber sostenido, a partir de la persecución instalada a fines de 1955, que padecí la segunda de estas opciones.
Tantas décadas de odio, tantas lágrimas derramadas no pueden caer en saco roto. El año 1955 está muy lejos, es materia de la literatura, no de la política. La Argentina es distinta y el síndrome militar ya no existe, pero el odio es un amargo fruto que aún puede brotar en los corazones. ¿Cómo se corta la espiral siniestra que otra vez nos acecha? Propongo: con discreto coraje ante la bravata y la intimidación, y con contención en las pasiones que nos asedian. En la calle, los ciudadanos lo hicimos el 13-S y el 8-N, y los trabajadores sindicalizados lo hicieron el 20-D. Los legisladores lo hicieron al rubricar su compromiso personal contra la reelección indefinida, el principal designio del oficialismo.
Frío entre las llamas. Serenidad en la conmoción. Lucidez y firmeza en la crítica frente a la intimidación. Always .
© LA NACION.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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