El español Juan Hernández Vigueras acaba de publicar El casino que gobierna el mundo, un texto sin desperdicios, donde el autor desmenuza cómo las empresas que cotizan en Bolsa siguen pagando dividendos a sus accionistas al tiempo que los estados europeos estatizan las deudas privadas vía los increíbles apoyos financieros a los bancos privados. Pero el problema no sólo es el descaro de convertir a los gobiernos en apéndices de la banca internacional. Además, los operadores financieros han desarrollado programas informáticos (software) de un nivel de sofisticación que les permite aprovecharse de la ingenuidad de los simples ahorristas y de los frágiles controles públicos. En el primer capítulo, Hernández Vigueras explica cómo, en cuatro segundos, las computadoras de los grandes inversores pueden invertir 1000 millones de euros en un menú de opciones que incluyen cientos de ciudades. Surge de la confesión de Jérôme Kerviel, un agente bursátil del Societé Général condenado por un tribunal parisino. Kerveil no tuvo la fama de Gordon Gekko, porque lejos de ser un actor de Hollywood contó que la realidad es peor que la ficción y que los desequilibrios de las Bolsas tienen mucho que ver con el software de los “grandes jugadores” capaces de inyectar cifras impresionantes que conmueven los precios y luego permiten a los operadores recomprar barato lo que habían vendido caro. Entre otras tantas cosas.
En la Argentina hubo mucho de esto, y no sólo en los años (mal)llamados de valorización financiera del capital. Un caso, recientemente explicado por Cristina Fernández de Kirchner fue el de la salida bursátil de Clarín en 2007. Casualidad o no, el Grupo Goldman Sachs había comprado en 1999 el 18% del capital accionario del grupo dirigido por Héctor Magnetto. Como nota al margen, cuando Eduardo Duhalde recibió de manos del Congreso Nacional (por precisas sugerencias de Magnetto) el (mal)llamado Sillón de Rivadavia, tuvo como primera ley una que en los pasillos parlamentarios se mentaba como «Ley Clarín» y era el salvataje del grupo, superendeudado y con varios buitres –tanto como los de Goldman Sachs y Clarín– queriendo quedarse con los medios del grupo. La ley salió finalmente y se la conoció como Ley de Defensa de Bienes Culturales. Tuvo el detalle de cuidar a los “capitales argentinos” de los medios. Y como Clarín tenía que evitar que lo consideraran foráneo por tener un socio (norte)americano, se puso un permiso: hasta el 30% de esas empresas nacionales podían estar en manos extranjeras. Un traje a medida. Era el tiempo en que Clarín promovía el juego del truco. Bien criollo. Pero, claro, donde lo que vale es la mentira. No se sabrá si la culpa le brotaba a Magnetto desde el inconsciente o era una manera de burlarse socarronamente de todos los argentinos: vean, señores, el único que sabe jugar al truco soy yo.
Pues bien, años después, cuando Clarín salía a cotizar simultáneamente en las Bolsas de Buenos Aires y Londres realizó una movida que le habría permitido hacerse de unos cuantos millones de dólares. La maniobra era simple: salieron con un precio inflado de las acciones que fueron compradas –a precio elevado– por varias AFJP. Hay que recordar que los fondos de jubilación privados todavía no habían sido estatizados. La administración de esa porción de los aportes de los trabajadores era manejada en base al más puro criterio especulativo. Las AFJP compraron acciones sobrevaluadas con la plata de los jubilados. ¿Por qué? Sencillamente porque Clarín les garantizaba un cierto silencio sobre el desmadre que hacían con fondos de la seguridad social. No es casual que Clarín se la agarre con la ANSES, en cuya página web están aclaradas las inversiones, y haya sido el impulsor de una maniobra donde los aportes jubilatorios se timbearon para terminar en manos nada menos que de Clarín. Algunos aliados o integrantes del Frente para la Victoria prefieren surfear o esquivar estos asuntos. El caso más notorio es el del gobernador Daniel Scioli, quien prefiere mantener el buen trato con los directivos de ese grupo porque confía en que muchos de sus lectores o televidentes lo acompañan. El tema es que la provincia de Buenos Aires, como tal, es la mayor beneficiaria de los programas sociales que se financian con fondos de la ANSES, que existen, precisamente, por la estatización de las AFJP. Una cosa es no cultivar un estilo confrontativo y otra distinta es pretender beneficiarse de dos sectores en pugna. En pugna por cuestiones ideológicas de fondo que merecen un debate serio sobre lo que ahora da en llamarse capitalismo casino.
Unos pocos jugadores de peso. Jamás los países europeos que componen la zona euro y los Estados Unidos hubieran llegado a semejante capitalismo casino sin la intoxicación previa de los medios de comunicación sobre los lectores y televidentes. En efecto, desde hace dos décadas las grandes cadenas de comunicación, no sólo fueron un sostén indispensable del relanzamiento intelectual del neoliberalismo, sino que, además, pusieron en un lugar de privilegio a la información bursátil. La naturalización de que los ahorristas debían guiarse por las páginas de economía y finanzas de los diarios de mayor tirada o los canales de más audiencia iba acompañada de los cambios accionarios de los medios. Es decir, a la existencia de un puñado de medios que iban coartando y desvirtuando la libertad de expresión, se sumó la captura de los medios especializados en finanzas en manos de esas empresas. Algunos casos son más o menos conocidos, pero vale la pena refrescarlos. Rupert Murdoch, accionista mayoritario y presidente de News Corporation tiene tres pasaportes –australiano por nacimiento, inglés por adopción y estadounidense por millonario– y medios en todo el mundo. Expandió su imperio con la compra de la mayoría del grupo Dow Jones y en consecuencia tiene el control de las ediciones de The Wall Street Journal en diversos centros financieros del mundo, además del famoso índice Dow Jones, que es casi un libro sagrado para los inversionistas y agentes financieros. Murdoch entró en Dow Jones poniendo mucha plata en 2007. Da la casualidad que al año siguiente explotaba la crisis (mal)llamada de la burbuja inmobiliaria. Claro, lo que había detrás de eso fue un cambio profundo en el modo de dominación mundial. El historiador británico que vive en Nueva York, Eric Hobsbawm, lo dijo con todas las letras dos años antes de que Murdoch se hiciera del Dow Jones, en su libro El nuevo imperialismo. Lo resumió el autor en un artículo publicado en el diario inglés The Guardian el 25 de junio de 2005 y que no tiene desperdicio para quien quiera entender el matrimonio entre el Tea Party y los fondos de inversión. Empieza así: “La actual megalomanía de los Estados Unidos tiene raíces en las certezas de los puritanos de la época de la Colonia. Hay tres lazos de continuidad en el intento de supremacía mundial que emergió en 2001. La primera es que terminó su posición dominante en relación con sus aliados durante la Guerra Fría. Esa hegemonía no es tal dada la endeble economía de ese país. Ya no es el gigante de las manufacturas: la industrialización se mudó al este asiático. Dejó de ser un exportador neto de capitales o de ser el país cuyas compañías privadas se establecían en otros países. Su Estado dejó de tener la fortaleza financiera que tuvo en otros años y ostenta un impresionante déficit fiscal. Sólo su enorme poderío tecnológico-militar está más allá de todo desafío: Estados Unidos es el único poder capaz de una intervención militar rápida y efectiva en cualquier lugar del mundo.” El segundo es que “siempre prefiere estados satélites o protectorados que colonias formales”. El tercero es “la certeza que tienen los neoconservadores actuales, tal como la tuvieron los puritanos que liberaron las colonias, de ser instrumentos de Dios en la Tierra: la expansión de la revolución estadounidense es una misión. Washington siempre debe descubrir un enemigo externo que representa una amenaza mortal para el estilo americano de vida. El fin de la Unión Soviética removió al candidato ideal, pero en los años noventa descubrieron un choque entre Occidente y aquellas culturas que se negaron a aceptarlo: especialmente el Islam. Fue entonces que el potencial de Al Qaeda fue detectado y explotado por Estados Unidos”. Al final, el gran historiador advierte: “Esta política puede tener sentido en cuanto a cálculos electorales o a otras cuestiones domésticas, pero representa un síntoma de una crisis más profunda dentro de la sociedad norteamericana. Representa el poder alcanzado por un grupo doctrinario con pretensiones revolucionarias. Es razonable pensar que este proyecto va a fracasar, pero de momento hace que cualquier parte del mundo sea un blanco de invasión norteamericana y un muy inseguro lugar para el resto de los habitantes del planeta.”
No sólo es Murdoch. La agencia Reuters, una de las más prestigiosas del mundo, tiene el 90% de sus ingresos en base a clientes corporativos y no a información periodística. El alcalde de Nueva York desde hace diez años es Michael Bloomberg, fundador de la agencia de noticias financieras homónima. Bloomberg fue demócrata y republicano pero ahora es independiente y los habitantes de la Gran Manzana, lo mismo, le dan su voto. Para un estudio antropológico serio es casi increíble que haya desplazado en popularidad al durísimo de los duros Rudolph Giuliani, que había ganado la campaña electoral en 1993 prometiendo castigo a los corruptos y a los traficantes de droga. Usaba los trajes de Eliot Ness, el gran perseguidor de contrabandistas de la ley seca. De nada le sirvió a Giuliani el miedo imperante después de los atentados a las Torres Gemelas. Los neoyorquinos prefirieron al hombre que les daba la información útil para invertir sus ahorros y ganar plata “sin trabajar”, casi el contrasentido del espíritu laborioso de los puritanos fundacionales. Muchos de los lectores se guiaron por los consejos de la televisión y los diarios para comprar acciones o para meterse de cabeza en las hipotecas de casas o departamentos sobrevaluados. Claro, después los políticos de los países europeos y de los Estados Unidos dicen ser rehenes de un capitalismo popular de mercado, cuando en realidad ellos fueron socios de la liberalización del sector financiero que convirtió en un casino aquello llamado mercado. -<dl