La derrota de Fernando Lugo y la ruptura del orden democrático en Paraguay desataron una contradicción. Por un lado, Sudamérica reaccionó de manera uniforme y concreta a la destitución del presidente sin vínculos con el narcotráfico y el comercio ilegal. Por otro, hasta el momento la debilidad política interna de Lugo es tal que la reacción colectiva externa podría no alcanzar para torcer el rumbo.
El juego entre el plano externo y el interno se parece más a la situación hondureña que a la de Bolivia y Ecuador.
Cuando Unasur intervino para que no escalara la crisis de los secesionistas bolivianos de Santa Cruz y la violencia contra Evo Morales, el presidente era muy popular. También contaba con una construcción política, social y sindical y mayoría en el Congreso. La participación externa fue, entonces, una ayuda que desequilibró la crisis en favor de Evo y disuadió a sus opositores más encarnizados al mostrarles que no podrían triunfar o, en todo caso, les resultaría muy difícil gobernar.
Cuando parte de la policía y los servicios de inteligencia pujaron con Rafael Correa, también había una crisis política. La polarización era extrema y los enemigos del presidente ecuatoriano parecían resueltos a todo. Incluso a desplazarlo. Pero Correa, aun sin el nivel de construcción política de Evo, era un presidente popular y con mayoría propia en el Congreso.
Manuel Zelaya, en Honduras, tenía por delante, en cambio, una perspectiva más débil. Para compensar su flaqueza, justamente, intentó realizar la consulta popular que terminó acelerando su derrocamiento a manos de una maniobra cívico-militar.
O sea que Mercosur y Unasur son buenos mecanismos preventivos cuando complementan la mayor fortaleza relativa de un gobernante. Y es entonces cuando disuaden a conspiradores internos con cierto nivel de lucidez para medir la relación de fuerzas interna y externa. Pero Mercosur y Unasur no alcanzan para cambiar por sí solos una situación. Más aún: es razonable que sea así. Sudamérica carece de un gobierno común y lo decisivo es lo que ocurre dentro de cada nación.
Si esto es cierto, ¿por qué Mercosur y Unasur se muestran tan activos?
En primer lugar, porque en política nunca está dicha la última palabra. Aunque parezca irreal hoy, nadie puede descartar un eventual renacimiento político de Lugo.
En segundo lugar, los movimientos colectivos de Sudamérica responden a la coherencia. Cuando Zelaya fue desplazado en un país de América Central, la Argentina y Brasil entendieron que no debían aparecer como tolerantes o indiferentes ante lo que en esos días no tenía nombre, pero hoy sí lo tiene. Para el especialista en política internacional Juan Gabriel Tokatlian, se trata de neogolpismo. El propio hecho de la reacción veloz ante el golpe en Honduras actuó el viernes último como una justificación de los actos de Brasil y la Argentina. Si habían sido duros con una interrupción del orden constitucional en un país centroamericano, ¿cómo se quedarían quietos ante la destitución irregular de Lugo cuando Paraguay es limítrofe de la Argentina y Brasil?
En tercer lugar, Sudamérica tiene una cierta homogeneidad de mecanismos institucionales, incluso con todas las diferencias de país a país.
En cuarto lugar, en este momento de crisis mundial los gobiernos sudamericanos ponen por encima de todo la convivencia entre ellos como base para entenderse frente a la guerra cambiaria, el proteccionismo y la caída de Europa. Pese a que la Comisión Económica para América latina corrigió a la baja sus análisis sobre perspectivas de crecimiento, no hay recesión a la vista. Brasil, la Argentina, Colombia y Venezuela, las cuatro economías más importantes, siguen creciendo, y también los países menores. Los gobiernos están preocupados por mantener una solidez sensata frente al fenómeno de un peligro difícil de medir como lo que el colombiano Juan Manuel Santos describe usando las palabras huracán internacional: todos saben que hará daño, pero nadie puede determinar exactamente cuándo, dónde ni cuánto. Y hay que ponerse a resguardo.
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