Foto: Ignacio Colo
En un escenario de extrema polarización, estar cerca pero a la vez lejos de la Argentina puede funcionar como un activo (y un antídoto) para un politólogo. O transformarse en un escudo protector frente al riesgo de distorsionar la realidad, que, inevitablemente, acecha a quienes vivimos, en forma permanente, en un escenario político fracturado como un Boca-River.
Tal parece ser el caso de Aníbal Pérez Liñán, quien nació y creció en Buenos Aires, pero que actualmente enseña e investiga en la Universidad de Pittsburgh, en Estados Unidos.
«Es que, paradójicamente, la polarización despolitiza -advierte-. Parece activar la vida política porque la gente se enerva, pero termina provocando el efecto inverso: en un escenario donde toda crítica se identifica con intereses ilegítimos, se termina anulando la posibilidad de un debate rico, que permita apreciar matices y formar ideas propias. Sólo sabemos que los buenos son los que están en nuestro equipo, y poco y nada sobre las políticas concretas que se discuten.»
Integrante de la nueva camada de académicos con perfil internacional, inaugurada por la generación pionera del fallecido Guillermo O’Donnell (uno de los primeros politólogos argentinos en adquirir prestigio en el exterior), este doctor en ciencia política por la Universidad de Notre Dame se especializa en política comparada en las áreas de instituciones, gobernabilidad, democratización y procesos electorales. Su área de estudio es América latina, e integra, en Pittsburgh, el equipo de investigación del Centro de Estudios Latinoamericanos.
Autor de un libro que, en 2009, lo posicionó en el mundo académico, Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América latina, está convencido de que «el kirchnerismo tiene buenos objetivos, pero que equivoca el camino como producto de una lectura lineal de la realidad, que lo lleva a elegir métodos equivocados».
En una entrevista con Enfoques durante su reciente visita a la Argentina, el investigador, de 42 años, fundamentó su hipótesis: «La idea de una sintonía fina para calibrar el modelo era buena, pero incompatible con la cosmovisión rígida del Gobierno y con su estrategia de confrontación abierta, que descalifica la crítica opositora. El problema es que, después de una década de gobierno, hacer cambios es muy difícil. Tan difícil como lo era para el menemismo salir de la dolarización. Son gobiernos rígidos, atrapados en la historia de su propia lógica económica».
Puesto a pensar las tensiones desatadas en los últimos días, a partir del tembladeral político que generó Daniel Scioli al confesar sus ambiciones presidenciales de cara a 2015, sostuvo: «Es normal que la sociedad busque líderes de signos ideológicos diferentes cada cierto tiempo. Es con ese péndulo como la democracia corrige sus errores en el largo plazo».
-El blanqueamiento de sus ambiciones presidenciales colocó a Scioli en el ojo de la tormenta. En el núcleo duro del kirchnerismo no le perdonan que haya «lanzado» su candidatura en el escenario de una Presidenta sin reelección. ¿En qué puede derivar esa confrontación?
-Scioli está en una situación complicada, porque depende de una Casa Rosada que le reclama lealtad absoluta pero que, al mismo tiempo, respalda un proyecto político hostil en su propio territorio. En política, demandar lealtad sin retribuirla genera siempre situaciones inestables, y por eso Scioli tiene que mantener un delicado acto de equilibrio. Su anuncio parece justamente destinado a lograr eso. Se produce en un momento en el que algunas encuestas sugieren que la popularidad del gobernador, el activo más preciado entre los políticos, podría superar la popularidad de la Presidenta, y sin embargo contiene una declaración de lealtad: aseguró que nunca competiría si la reelección presidencial fuera posible. En la lógica del peronismo verticalista, el mensaje político parece claro: él reconoce la autoridad de Cristina, pero la de nadie por debajo de ella. Está reclamando su derecho a competir libremente por el poder al final del ciclo kirchnerista, lo que es parte del contrato no escrito entre los gobernadores peronistas.
-La tensión cambiaria fue la noticia de la última semana, en un contexto en el que la economía parece complicarse. Las provincias, además, tienen serios problemas financieros. ¿El modelo llegó a un punto de inflexión?
-Se están empezando a sentir las consecuencias no deseadas de la devaluación de 2002. Las consecuencias buenas se sintieron inmediatamente. El kirchnerismo, en tanto gobierno, está empezando a pagar las consecuencias de los años anteriores, y de haber convertido en permanente una política de emergencia. Al Gobierno le va a resultar difícil salir de este modelo económico por tanta acumulación de políticas anteriores, del mismo modo que era difícil para el menemismo salir de la dolarización. Para que la sintonía fina, que es una buena idea, funcione como tal, tiene que haber un proceso de ajuste permanente de la política pública, para calibrarla a medida que pasa el tiempo. Eso significa tener muy buena información sobre el efecto de la política pública en tiempo real, y estar dispuesto a corregir errores. Pero este mecanismo es incompatible con una política de confrontación abierta, que descalifica a la crítica opositora. No hay sintonía fina, entonces, sino sostenimiento del modelo, y descalificación moral de la crítica. Entonces, lo que podría ser un problema de política pública se convierte en un problema de moralidad política, sobre el que es difícil denunciar. Esta es la trampa en la que está atrapado el kirchnerismo que, sí, está en un punto de inflexión.
-¿Por qué califica de «rígida» la política del Gobierno y de qué manera liga esa rigidez con los noventa?
-La convertibilidad era rígida porque el diseño de la política pública era rígido, y se había hecho así, incluso a través de una ley en el Congreso, para generar confianza. Pero después quedó atrapado en su propia rigidez. La política de 2003 es rígida porque la visión del mundo del Gobierno lo es. La sintonía fina se podría haber hecho a lo largo del tiempo, en estos años, de un modo flexible y continuado.
-Uno de los pilares de este gobierno es el apoyo de los jóvenes, pero la idea de rigidez, o incluso de ser «soldados», porque el lenguaje bélico es parte del folklore. no parece muy compatible con la idea de ser joven.
-Sospecho que el discurso político del kirchnerismo es atractivo para muchos jóvenes justamente porque reduce la política a una batalla moral. No hay una pluralidad de intereses legítimos en conflicto; no hay complejos y tediosos problemas de política pública, no hay efectos inesperados de las decisiones pasadas. Simplemente hay un proyecto colectivo, enfrentado a un oscuro mundo de seres poderosos con intereses ilegítimos. También ofrece un atajo. Este espíritu activista y refrescante parece representar un renacimiento de la política, pero potencialmente lleva a su negación.
-¿Por qué?
-Bueno, si miramos los años setenta, la cultura del maniqueísmo llevó al predominio del aparato militar en las organizaciones juveniles de izquierda, no al florecimiento de la discusión política.
-Con la renacionalización de YPF y la reinstalación del tema Malvinas, en la Argentina asistimos a un resurgimiento del nacionalismo. ¿A qué lo atribuye y en qué medida se conecta este reverdecer del «sentimiento argentino» con la recuperación de valores clásicos del peronismo?
-El Gobierno está fijando una agenda de «temas ganadores», que invocan la unidad nacional. Estos temas son políticamente imbatibles porque despiertan una movilización amplia y paralizan toda oposición. Pero esta agenda no está libre de problemas: invocar el espíritu de unidad nacional es un recurso potente, pero también peligroso. Es muy potente porque invoca una identidad que todos tenemos arraigada. Aprendemos nuestra identidad como argentinos en casa y en la escuela. Por eso, resulta difícil oponernos a algo que se nos presenta como una gesta patriótica. Cuando la gesta nos parece cuestionable, entramos en dudas, nos sentimos culpables, traidores. Por lo tanto, es más fácil guardar silencio. Ese es el gran peligro de la épica nacional. Es, por definición, un discurso excluyente: no sólo excluye al extranjero, sino también a los compatriotas que sienten algo diferente; los paraliza y los silencia. Cuando alguien ve las cosas desde otra perspectiva y dice «eso que ustedes están haciendo no tiene sentido», es fácil responder «ustedes no entienden esto porque son extranjeros», o «se oponen porque son cipayos». El discurso de la épica nacional cierra la posibilidad del debate y oculta los errores bajo un barniz de heroísmo. En perspectiva histórica resulta el origen de situaciones tristes. El espíritu nacionalista nunca estuvo tan de manifiesto como en 1978 y 1982. Los dos años nos remiten a momentos llenos de fervor popular, pero también de manipulación política por parte de la dictadura.
-Mucho se habló aquí del impacto en el exterior de la reestatización de YPF. ¿Cómo se ve desde afuera?
-Es posible que la reestatización de las acciones de Repsol sea una buena política petrolera, y no parece que las repercusiones internacionales de esta acción vayan a ser demasiado dramáticas en el corto plazo. Europa está en una crisis severa y tiene problemas más urgentes que enfrentar. Sin embargo, el tema de YPF no debe debatirse simplemente en el contexto de la política petrolera, ni siquiera en el contexto más amplio de la política exterior. El episodio YPF es parte de un patrón general de política económica, un manejo de la economía de manera arbitraria y, a menudo, con objetivos contradictorios, que perjudica el aparato productivo. Las contradicciones de la política económica generan trampas -por ejemplo, mantener precios controlados y después reclamar a los empresarios por falta de inversión- de las que no hay salida fácil.
-¿El cristinismo es la radicalización del kirchnerismo, su «etapa superior»?
-No creo que haya «radicalización», más bien hay una profundización natural del modelo. Desde 2003, la estrategia política del gobierno nacional ha descansado en tres pilares: mantener siempre la iniciativa política, capturar recursos económicos de manejo discrecional y ocultar las consecuencias de largo plazo de las dos acciones anteriores. La iniciativa política requiere permanentes cruzadas.
-Vivimos inmersos en un escenario de polarización extrema, en el que la gente se ubica de un lado o del otro del Gobierno, sin que importe ya el contenido de lo que se está discutiendo. ¿Qué dice este comportamiento de la sociedad argentina?
-No es sorprendente que la gente que confía en la Presidenta sea también la que más apoya sus políticas públicas. La confianza personal en un liderazgo se transfiere a las acciones de gobierno. Los problemas de política pública son complejos y aburridos para la mayoría de la gente, y todos tenemos vidas ocupadas. Por eso, en cualquier democracia la identidad partidaria sirve como un «atajo» informativo que los votantes usan para juzgar las políticas del Gobierno. A veces, estos atajos funcionan bien, y otras veces no tanto. Por ejemplo, en Estados Unidos los sectores populares del Partido Republicano se opusieron a la política de salud de Obama, aunque el sistema de salud existente los castiga porque es excluyente y desigual.
-¿Y qué debería suceder para que estos «atajos informativos» funcionen?
-Los líderes políticos tienen la responsabilidad de debatir los méritos y los problemas de las políticas con argumentos racionales, en lugar de utilizar ataques personales. Cuando la discusión sobre políticas concretas se transforma en un torneo de acusaciones personales, la identidad partidaria deja de ser un atajo informativo útil, porque transmite muy poca información a la sociedad. Paradójicamente, la polarización política tiene por eso un efecto despolitizante, porque anula la posibilidad de un debate rico, que nos permita apreciar los matices y formar ideas políticas propias. En un contexto de polarización, sólo nos queda como opción delegar el poder a los representantes de nuestro grupo.
-Las tres figuras políticas con mejor imagen hoy en la Argentina son la Presidenta, Macri y Scioli. Pero Scioli y Macri tienen un sesgo ideológico de centroderecha. ¿Será que la sociedad tiene en la mira a líderes que contradicen el modelo que impera desde hace nueve años en la Argentina?
-Es normal que la sociedad busque líderes de signos ideológicos diferentes cada cierto tiempo. Es con ese péndulo como la democracia corrige sus errores en el largo plazo. Por eso, los proyectos que buscan implantar un modelo hegemónico y rígido, de cualquier signo ideológico, tienen consecuencias negativas para el desarrollo democrático: retrasan la renovación de las ideas y los liderazgos políticos. Lo interesante de la popularidad de estos tres personajes es su alineación en el espectro ideológico. Cristina reclama el liderazgo de un movimiento de izquierda progresista. Macri, el liderazgo de una derecha moderna y moderada. Y Scioli guarda silencio. Cuando llegue el momento, Scioli podrá presentarse como el heredero del proyecto K o como el gobernador que resistió a La Cámpora. Puede ser el deportista que atrae a la clase media, o el político peronista que lidera a los barones del conurbano. No sabemos qué Scioli nos espera.
-¿Lo sabrá él?
-Quizás él tampoco lo sepa. Es una estrategia prudente: articular poder y esperar hasta que llegue el momento de apostarlo todo para mostrar las cartas.
-¿En qué medida impacta en el sistema democrático el hecho de que el Gobierno haya elegido a los medios como blanco y a la vez como oposición, que los trate como un partido político?
-Impacta para mal. Los gobiernos democráticos no deben atacar a los medios de comunicación que los investigan, ni a los partidos políticos que ejercen el derecho a la oposición, ni a las organizaciones de derechos humanos que cuestionan sus políticas de seguridad. Todas estas instituciones tienen sus problemas, pero son necesarias para que la democracia corrija sus propios errores. Quizá sean incómodas para los políticos que están en el poder, pero esos mismos políticos las valoran cuando están en la oposición. Demonizarlas significa debilitar los pilares de la democracia.
Conozco a Pérez Liñán desde hace unos cinco o seis años, y siempre nos habíamos tratado por mail. Lo consulté varias veces a lo largo de estos años para sumar su mirada en notas de investigación sobre la Argentina, país que conoce a la perfección. Lo que invariablemente me sorprendía de él -y por eso lo seguía consultando- es que sus respuestas, siempre rápidas y precisas, tenían además un valor agregado que no podía precisar pero que les daba a mis trabajos más profundidad y perspectiva. ¿Qué era ese valor agregado? No me daba cuenta hasta que lo conocí en uno de sus viajes al país, el último de los cuales fue para asistir al homenaje que sus colegas le hicieron a Guillermo O’Donnell. Recién entonces me di cuenta de que su ventaja comparativa radicaba en que su pensamiento no parece afectado por la polarización, pasión que atraviesa a la política argentina y que, lo admitamos o no, nos alcanza a todos o a casi todos. Pero no a él. Como un hijo que abandonó la casa familiar, es capaz de mirar el hogar con lucidez y desapego.
Cuando nos vimos, me contó que, además de su cargo en la Universidad de Pittsburgh, es profesor asociado en la Universidad de Lisboa porque su esposa -venezolana- vive allá. Es decir, está un poco acá, otro poco en EE.UU. y otro poco en Europa. «Vivir en Estados Unidos es bueno para la carrera, pero no tanto para los afectos», comentó. Cuando lo dijo me pareció entrever que, tal vez, el precio que debió pagar por su original «vista panorámica» fue demasiado elevado..
En un escenario de extrema polarización, estar cerca pero a la vez lejos de la Argentina puede funcionar como un activo (y un antídoto) para un politólogo. O transformarse en un escudo protector frente al riesgo de distorsionar la realidad, que, inevitablemente, acecha a quienes vivimos, en forma permanente, en un escenario político fracturado como un Boca-River.
Tal parece ser el caso de Aníbal Pérez Liñán, quien nació y creció en Buenos Aires, pero que actualmente enseña e investiga en la Universidad de Pittsburgh, en Estados Unidos.
«Es que, paradójicamente, la polarización despolitiza -advierte-. Parece activar la vida política porque la gente se enerva, pero termina provocando el efecto inverso: en un escenario donde toda crítica se identifica con intereses ilegítimos, se termina anulando la posibilidad de un debate rico, que permita apreciar matices y formar ideas propias. Sólo sabemos que los buenos son los que están en nuestro equipo, y poco y nada sobre las políticas concretas que se discuten.»
Integrante de la nueva camada de académicos con perfil internacional, inaugurada por la generación pionera del fallecido Guillermo O’Donnell (uno de los primeros politólogos argentinos en adquirir prestigio en el exterior), este doctor en ciencia política por la Universidad de Notre Dame se especializa en política comparada en las áreas de instituciones, gobernabilidad, democratización y procesos electorales. Su área de estudio es América latina, e integra, en Pittsburgh, el equipo de investigación del Centro de Estudios Latinoamericanos.
Autor de un libro que, en 2009, lo posicionó en el mundo académico, Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América latina, está convencido de que «el kirchnerismo tiene buenos objetivos, pero que equivoca el camino como producto de una lectura lineal de la realidad, que lo lleva a elegir métodos equivocados».
En una entrevista con Enfoques durante su reciente visita a la Argentina, el investigador, de 42 años, fundamentó su hipótesis: «La idea de una sintonía fina para calibrar el modelo era buena, pero incompatible con la cosmovisión rígida del Gobierno y con su estrategia de confrontación abierta, que descalifica la crítica opositora. El problema es que, después de una década de gobierno, hacer cambios es muy difícil. Tan difícil como lo era para el menemismo salir de la dolarización. Son gobiernos rígidos, atrapados en la historia de su propia lógica económica».
Puesto a pensar las tensiones desatadas en los últimos días, a partir del tembladeral político que generó Daniel Scioli al confesar sus ambiciones presidenciales de cara a 2015, sostuvo: «Es normal que la sociedad busque líderes de signos ideológicos diferentes cada cierto tiempo. Es con ese péndulo como la democracia corrige sus errores en el largo plazo».
-El blanqueamiento de sus ambiciones presidenciales colocó a Scioli en el ojo de la tormenta. En el núcleo duro del kirchnerismo no le perdonan que haya «lanzado» su candidatura en el escenario de una Presidenta sin reelección. ¿En qué puede derivar esa confrontación?
-Scioli está en una situación complicada, porque depende de una Casa Rosada que le reclama lealtad absoluta pero que, al mismo tiempo, respalda un proyecto político hostil en su propio territorio. En política, demandar lealtad sin retribuirla genera siempre situaciones inestables, y por eso Scioli tiene que mantener un delicado acto de equilibrio. Su anuncio parece justamente destinado a lograr eso. Se produce en un momento en el que algunas encuestas sugieren que la popularidad del gobernador, el activo más preciado entre los políticos, podría superar la popularidad de la Presidenta, y sin embargo contiene una declaración de lealtad: aseguró que nunca competiría si la reelección presidencial fuera posible. En la lógica del peronismo verticalista, el mensaje político parece claro: él reconoce la autoridad de Cristina, pero la de nadie por debajo de ella. Está reclamando su derecho a competir libremente por el poder al final del ciclo kirchnerista, lo que es parte del contrato no escrito entre los gobernadores peronistas.
-La tensión cambiaria fue la noticia de la última semana, en un contexto en el que la economía parece complicarse. Las provincias, además, tienen serios problemas financieros. ¿El modelo llegó a un punto de inflexión?
-Se están empezando a sentir las consecuencias no deseadas de la devaluación de 2002. Las consecuencias buenas se sintieron inmediatamente. El kirchnerismo, en tanto gobierno, está empezando a pagar las consecuencias de los años anteriores, y de haber convertido en permanente una política de emergencia. Al Gobierno le va a resultar difícil salir de este modelo económico por tanta acumulación de políticas anteriores, del mismo modo que era difícil para el menemismo salir de la dolarización. Para que la sintonía fina, que es una buena idea, funcione como tal, tiene que haber un proceso de ajuste permanente de la política pública, para calibrarla a medida que pasa el tiempo. Eso significa tener muy buena información sobre el efecto de la política pública en tiempo real, y estar dispuesto a corregir errores. Pero este mecanismo es incompatible con una política de confrontación abierta, que descalifica a la crítica opositora. No hay sintonía fina, entonces, sino sostenimiento del modelo, y descalificación moral de la crítica. Entonces, lo que podría ser un problema de política pública se convierte en un problema de moralidad política, sobre el que es difícil denunciar. Esta es la trampa en la que está atrapado el kirchnerismo que, sí, está en un punto de inflexión.
-¿Por qué califica de «rígida» la política del Gobierno y de qué manera liga esa rigidez con los noventa?
-La convertibilidad era rígida porque el diseño de la política pública era rígido, y se había hecho así, incluso a través de una ley en el Congreso, para generar confianza. Pero después quedó atrapado en su propia rigidez. La política de 2003 es rígida porque la visión del mundo del Gobierno lo es. La sintonía fina se podría haber hecho a lo largo del tiempo, en estos años, de un modo flexible y continuado.
-Uno de los pilares de este gobierno es el apoyo de los jóvenes, pero la idea de rigidez, o incluso de ser «soldados», porque el lenguaje bélico es parte del folklore. no parece muy compatible con la idea de ser joven.
-Sospecho que el discurso político del kirchnerismo es atractivo para muchos jóvenes justamente porque reduce la política a una batalla moral. No hay una pluralidad de intereses legítimos en conflicto; no hay complejos y tediosos problemas de política pública, no hay efectos inesperados de las decisiones pasadas. Simplemente hay un proyecto colectivo, enfrentado a un oscuro mundo de seres poderosos con intereses ilegítimos. También ofrece un atajo. Este espíritu activista y refrescante parece representar un renacimiento de la política, pero potencialmente lleva a su negación.
-¿Por qué?
-Bueno, si miramos los años setenta, la cultura del maniqueísmo llevó al predominio del aparato militar en las organizaciones juveniles de izquierda, no al florecimiento de la discusión política.
-Con la renacionalización de YPF y la reinstalación del tema Malvinas, en la Argentina asistimos a un resurgimiento del nacionalismo. ¿A qué lo atribuye y en qué medida se conecta este reverdecer del «sentimiento argentino» con la recuperación de valores clásicos del peronismo?
-El Gobierno está fijando una agenda de «temas ganadores», que invocan la unidad nacional. Estos temas son políticamente imbatibles porque despiertan una movilización amplia y paralizan toda oposición. Pero esta agenda no está libre de problemas: invocar el espíritu de unidad nacional es un recurso potente, pero también peligroso. Es muy potente porque invoca una identidad que todos tenemos arraigada. Aprendemos nuestra identidad como argentinos en casa y en la escuela. Por eso, resulta difícil oponernos a algo que se nos presenta como una gesta patriótica. Cuando la gesta nos parece cuestionable, entramos en dudas, nos sentimos culpables, traidores. Por lo tanto, es más fácil guardar silencio. Ese es el gran peligro de la épica nacional. Es, por definición, un discurso excluyente: no sólo excluye al extranjero, sino también a los compatriotas que sienten algo diferente; los paraliza y los silencia. Cuando alguien ve las cosas desde otra perspectiva y dice «eso que ustedes están haciendo no tiene sentido», es fácil responder «ustedes no entienden esto porque son extranjeros», o «se oponen porque son cipayos». El discurso de la épica nacional cierra la posibilidad del debate y oculta los errores bajo un barniz de heroísmo. En perspectiva histórica resulta el origen de situaciones tristes. El espíritu nacionalista nunca estuvo tan de manifiesto como en 1978 y 1982. Los dos años nos remiten a momentos llenos de fervor popular, pero también de manipulación política por parte de la dictadura.
-Mucho se habló aquí del impacto en el exterior de la reestatización de YPF. ¿Cómo se ve desde afuera?
-Es posible que la reestatización de las acciones de Repsol sea una buena política petrolera, y no parece que las repercusiones internacionales de esta acción vayan a ser demasiado dramáticas en el corto plazo. Europa está en una crisis severa y tiene problemas más urgentes que enfrentar. Sin embargo, el tema de YPF no debe debatirse simplemente en el contexto de la política petrolera, ni siquiera en el contexto más amplio de la política exterior. El episodio YPF es parte de un patrón general de política económica, un manejo de la economía de manera arbitraria y, a menudo, con objetivos contradictorios, que perjudica el aparato productivo. Las contradicciones de la política económica generan trampas -por ejemplo, mantener precios controlados y después reclamar a los empresarios por falta de inversión- de las que no hay salida fácil.
-¿El cristinismo es la radicalización del kirchnerismo, su «etapa superior»?
-No creo que haya «radicalización», más bien hay una profundización natural del modelo. Desde 2003, la estrategia política del gobierno nacional ha descansado en tres pilares: mantener siempre la iniciativa política, capturar recursos económicos de manejo discrecional y ocultar las consecuencias de largo plazo de las dos acciones anteriores. La iniciativa política requiere permanentes cruzadas.
-Vivimos inmersos en un escenario de polarización extrema, en el que la gente se ubica de un lado o del otro del Gobierno, sin que importe ya el contenido de lo que se está discutiendo. ¿Qué dice este comportamiento de la sociedad argentina?
-No es sorprendente que la gente que confía en la Presidenta sea también la que más apoya sus políticas públicas. La confianza personal en un liderazgo se transfiere a las acciones de gobierno. Los problemas de política pública son complejos y aburridos para la mayoría de la gente, y todos tenemos vidas ocupadas. Por eso, en cualquier democracia la identidad partidaria sirve como un «atajo» informativo que los votantes usan para juzgar las políticas del Gobierno. A veces, estos atajos funcionan bien, y otras veces no tanto. Por ejemplo, en Estados Unidos los sectores populares del Partido Republicano se opusieron a la política de salud de Obama, aunque el sistema de salud existente los castiga porque es excluyente y desigual.
-¿Y qué debería suceder para que estos «atajos informativos» funcionen?
-Los líderes políticos tienen la responsabilidad de debatir los méritos y los problemas de las políticas con argumentos racionales, en lugar de utilizar ataques personales. Cuando la discusión sobre políticas concretas se transforma en un torneo de acusaciones personales, la identidad partidaria deja de ser un atajo informativo útil, porque transmite muy poca información a la sociedad. Paradójicamente, la polarización política tiene por eso un efecto despolitizante, porque anula la posibilidad de un debate rico, que nos permita apreciar los matices y formar ideas políticas propias. En un contexto de polarización, sólo nos queda como opción delegar el poder a los representantes de nuestro grupo.
-Las tres figuras políticas con mejor imagen hoy en la Argentina son la Presidenta, Macri y Scioli. Pero Scioli y Macri tienen un sesgo ideológico de centroderecha. ¿Será que la sociedad tiene en la mira a líderes que contradicen el modelo que impera desde hace nueve años en la Argentina?
-Es normal que la sociedad busque líderes de signos ideológicos diferentes cada cierto tiempo. Es con ese péndulo como la democracia corrige sus errores en el largo plazo. Por eso, los proyectos que buscan implantar un modelo hegemónico y rígido, de cualquier signo ideológico, tienen consecuencias negativas para el desarrollo democrático: retrasan la renovación de las ideas y los liderazgos políticos. Lo interesante de la popularidad de estos tres personajes es su alineación en el espectro ideológico. Cristina reclama el liderazgo de un movimiento de izquierda progresista. Macri, el liderazgo de una derecha moderna y moderada. Y Scioli guarda silencio. Cuando llegue el momento, Scioli podrá presentarse como el heredero del proyecto K o como el gobernador que resistió a La Cámpora. Puede ser el deportista que atrae a la clase media, o el político peronista que lidera a los barones del conurbano. No sabemos qué Scioli nos espera.
-¿Lo sabrá él?
-Quizás él tampoco lo sepa. Es una estrategia prudente: articular poder y esperar hasta que llegue el momento de apostarlo todo para mostrar las cartas.
-¿En qué medida impacta en el sistema democrático el hecho de que el Gobierno haya elegido a los medios como blanco y a la vez como oposición, que los trate como un partido político?
-Impacta para mal. Los gobiernos democráticos no deben atacar a los medios de comunicación que los investigan, ni a los partidos políticos que ejercen el derecho a la oposición, ni a las organizaciones de derechos humanos que cuestionan sus políticas de seguridad. Todas estas instituciones tienen sus problemas, pero son necesarias para que la democracia corrija sus propios errores. Quizá sean incómodas para los políticos que están en el poder, pero esos mismos políticos las valoran cuando están en la oposición. Demonizarlas significa debilitar los pilares de la democracia.
Conozco a Pérez Liñán desde hace unos cinco o seis años, y siempre nos habíamos tratado por mail. Lo consulté varias veces a lo largo de estos años para sumar su mirada en notas de investigación sobre la Argentina, país que conoce a la perfección. Lo que invariablemente me sorprendía de él -y por eso lo seguía consultando- es que sus respuestas, siempre rápidas y precisas, tenían además un valor agregado que no podía precisar pero que les daba a mis trabajos más profundidad y perspectiva. ¿Qué era ese valor agregado? No me daba cuenta hasta que lo conocí en uno de sus viajes al país, el último de los cuales fue para asistir al homenaje que sus colegas le hicieron a Guillermo O’Donnell. Recién entonces me di cuenta de que su ventaja comparativa radicaba en que su pensamiento no parece afectado por la polarización, pasión que atraviesa a la política argentina y que, lo admitamos o no, nos alcanza a todos o a casi todos. Pero no a él. Como un hijo que abandonó la casa familiar, es capaz de mirar el hogar con lucidez y desapego.
Cuando nos vimos, me contó que, además de su cargo en la Universidad de Pittsburgh, es profesor asociado en la Universidad de Lisboa porque su esposa -venezolana- vive allá. Es decir, está un poco acá, otro poco en EE.UU. y otro poco en Europa. «Vivir en Estados Unidos es bueno para la carrera, pero no tanto para los afectos», comentó. Cuando lo dijo me pareció entrever que, tal vez, el precio que debió pagar por su original «vista panorámica» fue demasiado elevado..