¡Pobres de vosotros…!

En el eje de la disputa, detrás de todas las acusaciones e insultos, había una pregunta de profunda importancia: ¿Quién debe tener el control del relato? ¿Quién tiene, quién debería tener, el poder no sólo de contar los relatos con los que, y dentro de los que, todos vivimos, sino también de decir cómo pueden contarse esos relatos? Porque todo el mundo vivía por medio de relatos y dentro de relatos, las llamadas grandes narraciones. La nación era un relato, y la familia era otro, y la religión era otro. Como artista creativo, él sabía que la única respuesta a la pregunta era: todas y cada una de las personas tienen, o deberían tener, ese poder. Todos deberíamos tener la libertad de llamar a capítulo a las grandes narraciones, discutir con ellas, satirizarlas e insistir en que cambien para reflejar los tiempos cambiantes. Deberíamos hablar de ellas de manera reverente, irreverente, apasionada, cáustica, o como nos viniera en gana. Ese era nuestro derecho como miembros de una sociedad abierta. De hecho, podría decirse que nuestra capacidad para re-contar y re-hacer el relato de nuestra cultura era la mejor prueba de que nuestras sociedades eran en efecto libres. En una sociedad libre, la discusión en torno de las grandes narraciones nunca cesaba. Lo importante era la propia discusión. La discusión era la libertad. Pero en una sociedad cerrada aquellos que poseían poder político o ideológico intentaban poner fin a esos debates. Os contaremos el relato, decían, y os explicaremos lo que significa. Os explicaremos cómo debe contarse el relato y os prohibimos que lo contéis de ninguna otra manera. Si no os gusta cómo contamos el relato, sois enemigos del Estado o traidores a la fe. No tenéis derechos. ¡Pobres de vosotros! Os perseguiremos y enseñaremos el significado de vuestro rechazo”.
Pese a que algunas de sus palabras remiten inequívocamente a ciertos debates que ocurren, en estos tiempos, en nuestro país, el párrafo que antecede no tiene casi ninguna relación directa con la Argentina. Forma, en cambio, parte del último libro del notable escritor indio Salman Rushdie. Es un texto autobiográfico que comienza el día en que el autor se entera que había sido condenado a muerte por el ayatola Khomeini, líder de Irán y del mundo musulmán chiita. La condena era el castigo por la publicación de Los versos satánicos, un libro, al parecer, ofensivo hacia Mahoma y el Corán. El nuevo texto de Rushdie se llama Joseph Antón, el seudónimo elegido en homenaje a Conrad y a Chejov, que el escritor comenzó a utilizar en la clandestinidad.
Joseph Antón es, en realidad, la historia de un perseguido, un escritor de éxito que vive en Londres y, de repente, es condenado a muerte. El proceso que llevó a esa condena es contado así por Rushdie: “El imán había arrastrado a su país a una guerra inútil con el país vecino y había muerto toda una generación, centenares de miles de jóvenes de su país, antes de que el viejo le pusiera fin. Declaró que aceptar la paz con Irak era como ingerir un veneno, pero lo ingirió. Después de eso los muertos clamaron contra el imán y su revolución pasó a ser impopular. Necesitaba algo para volver a unir a los fieles y recuperar su apoyo, y lo encontró en un libro y su autor. El libro era obra del diablo y el autor era el diablo, y eso le proporcionó el enemigo que necesitaba”.
Rushdie relata primero la perplejidad en la que se ve envuelto, cuando se empiezan a reproducir en distintos lugares del mundo manifestaciones de personas muy exaltadas donde se exhibe su rostro como enemigo diabólico del pueblo y donde luego se queman sus libros. Más adelante, el acusado, el perseguido, empieza a sorprenderse por las actitudes ambiguas de autoridades políticas, periodísticas e intelectuales. John Le Carré, por ejemplo, dice: “No creo que estemos autorizados a tratar de manera impertinente a las grandes religiones con impunidad”. Y en otra ocasión: “Una y otra vez ha estado en sus manos salvaguardar el prestigio de sus editores, y con dignidad, retirar su libro hasta que lleguen tiempos más tranquilos. Me parece que no tiene nada más que demostrar aparte de su propia insensibilidad”. El músico Cat Stevens, convertido al Islam, se suma a la campaña para reclamar la muerte de Rushdie. El periódico progresista The Independent condena, en diversas notas, la actitud del escritor.
Rushdie era perseguido, sus libros eran quemados, su vida corría peligro. Pero, para muchos, se victimizaba, exageraba en busca de la notoriedad. “Lo ha hecho por dinero. Lo ha hecho por la fama. Los judíos lo han inducido a hacerlo. Nadie habría comprado ese libro ilegible si él no hubiera vilipendiado al Islam”.
En un momento, el agredido, el perseguido pasó a ser el agresor: un exponente destacado de la llamada islamofobia. Una curiosa inversión de roles: quien escribía una novela resultaba un victimario, y quienes condenaban a muerte a su autor, razonables defensores de su propia dignidad. Rushdie, entonces, ya no era un escritor: apenas alguien que ofendía innecesariamente. Sus perseguidores, en cambio, eran las víctimas que se defendían.
La historia de esa condena a muerte y de las peripecias de Los versos satánicos, ese libro maldito, es poco conocida en la Argentina. Varios traductores del libro fueron asesinados. Volaron por el aire librerías por haberlo expuesto en vidrieras y anaqueles. Fue una odisea conseguir que se publicara en cada país porque el miedo estaba muy extendido. Y, en un momento, su autor empezó a ser presionado para que retirara el texto y pidiera disculpas, como una contribución a la paz con el Islam y a su propia tranquilidad personal. Rushdie enfrentó entonces un dilema similar al de Galileo Galilei muchos siglos antes, y frente a autoridades de otra religión.
El libro es particularmente crudo al describir la presión psicológica que sintió su autor ante la agresión externa: “Se dijo con firmeza que tanto si decidía escribir en ficción como en no ficción necesitaba dirigir su nave entre los monstruos del miedo y la venganza. Para sobrevivir necesitaba dejar de lado la rabia y el terror, por difícil que eso fuera, y procurar seguir siendo el escritor que siempre había intentado ser, continuar el camino que se había fijado. Se olvidó de que existía una tercera trampa: la de aspirar a la aprobación, la de querer, en su debilidad, ser amado”.
Luego se repite a sí mismo: “Debía comprender que cierta gente nunca lo amaría. Por muy detenidamente que explicara su obra o aclarara sus intenciones a la hora de crearla, no lo amaría. La mente irracional impulsada por los absolutos de la fe exentos de duda no podía ser persuadida por la razón. Aquellos que lo habían demonizado nunca dirían: ‘Ah, mirá, ahora resulta que no es un demonio’. Necesitaba comprender que eso no tenía nada de malo. Tampoco a él le gustaba esa gente”.
La demonización de un libro, o de su autor, o de un diario, o de una opinión, no es un hecho novedoso en la historia humana. Los gobiernos que construyen enemigos ficticios para galvanizar a sus seguidores, tampoco. Las manifestaciones amenazantes que exhiben rostros de disidentes, menos. En todas las narraciones de este tipo, el perseguido, en algún momento, empieza a sentir la soledad: los amigos que desaparecen, los que justifican la persecución, los que la minimizan, los que explican que es un efecto buscado para ganar notoriedad. Esa soledad genera miedo, enojo y necesidad de aprobación, de ser amado. En este caso, todo ese proceso está contado por uno de los grandes escritores contemporáneos. O sea: Joseph Antón es un libro hermoso e importante, que trata básicamente sobre la libertad y sobre la miseria, y sobre las vueltas de la vida.
“Recordaba algo que en alguna ocasión le había dicho Gunter Grass acerca de la derrota: que te enseñaba lecciones más profundas que la victoria. Los vencedores llegaban a la conclusión de que ellos mismos y su visión del mundo estaban justificados y validados, y no aprendían nada. Los perdedores, en cambio, tenían que reevaluar todo aquello que creían que era verdad y por lo que merecía la pena luchar, y en consecuencia tenían posibilidad de aprender, por el camino difícil, las lecciones más profundas que la vida impartía”, cuenta Salman Rushdie en Joseph Antón.
Y luego: “Supo que deseaba escribir sobre la iconoclasia, decir que en una sociedad abierta ninguna idea ni creencia podía atrincherarse y recibir inmunidad ante toda clase de desafíos, filosóficos, satíricos, profundos, superficiales, jubilosos, irreverentes o perspicaces. Lo único que exigía la libertad era que se protegiese el espacio del propio discurso. La libertad residía en la discusión misma, no en la resolución de esa discusión, en la capacidad de discrepar incluso de las creencias más preciadas de los demás: una sociedad libre no era plácida sino turbulenta”.
Se trata de la autobiografía de un autor nacido en la India, residente en Londres y perseguido por el mundo musulmán. Cuando uno la lee, sin embargo, tiene la sensación de que los seres humanos somos muy parecidos; demasiado parecidos los unos a los otros.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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2 comentarios en «¡Pobres de vosotros…!»

  1. Pobre Ernesto. En su doble acepción: por la pobreza de lo que expresa en esta nota, y por la indignidad, que llama a la lástima, en que está al parecer indefectiblemente enredado.
    Dice «Pese a que algunas de sus palabras remiten inequívocamente a ciertos debates que ocurren, en estos tiempos, en nuestro país, el párrafo que antecede no tiene casi ninguna relación directa con la Argentina.»
    Hay una cosa llamada Ley de Godwin, muy útil recordarla. (Vean en la Wikipedia el elegante artículo en que se la explica y discute). Según esa «ley», queda inutilizado un debate cuando se invoca, en términos de comparación, a Hitler o el nazismo. Obviamente, no cuando se habla de genocidios. Por respeto a las víctimas, y por respeto a la verdad.
    Habría que hacer la «Ley de Irán» para esta tontería.
    Pobre Ernesto.

    1. Veo que, con el tiempo, se puede seguir descendiende en la escala zoológica. ¿Quién será el antecesor del gorila? Tal vez un phytirosporum ovale. Un poco más y llega a ricketsia.

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