Política, impuestos y distribución de la renta

¿El aumento de la carga tributaria contribuye a la soberanía de los actores sociales menos favorecidos?
Por:
Eduardo Anguita
La última actualización de la cuarta categoría del Impuesto a las Ganancias fue en abril de 2011. La necesidad del fisco de recaudar pone a prueba cuáles son los actores sociales y los agentes económicos que tienen mayor capacidad tributaria y cuáles son las formas legítimas de la puja distributiva en la Argentina. Habría que precisar cuánto se actualizaron los salarios en estos últimos 19 meses como para ponderar cuántos más fueron los trabajadores en relación de dependencia que están pagando un tributo creado en tiempos de Menem Cavallo para gravar a los altos ejecutivos y que luego, modificando la base imponible, se extendió primero a trabajadores de elevados ingresos y ahora a una cantidad de asalariados de ingresos medios. Un reciente trabajo del economista Horacio Rovelli, que toma la evolución económica argentina entre septiembre 2011 y agosto 2012, afirma que el gobierno avanzó fuertemente en soberanía fiscal, al lograr que el impuesto a las ganancias represente el 5,9% del PBI y los derechos de importación lleguen al 3,1 por ciento. Es decir, que los ingresos fiscales federales por estos dos impuestos representan el 9% del PBI en una ecuación donde la presión impositiva nacional llega al 30% si a eso se le suman los aportes a la seguridad social. Para comparar la carga tributaria actual con la de otros momentos de la historia reciente, hacia 1999 representaba algo más del 17% y en 2003 representaba el 20 por ciento. A eso, desde ya, debe agregarse el crecimiento de la masa producida en la Argentina, que permite entender a qué se refieren los economistas que hablan de soberanía fiscal. Al menos, para entenderlo en el sentido de la dependencia de los aportes financieros del FMI, el Banco Mundial y los clubes de bancos que proponían la emisión de títulos públicos. Ese esquema de financiamiento del déficit público era solidario con la aplicación de planes de ajuste y privatizaciones y, además, con la ideología de la timba financiera que nublaba a buena parte de los ahorristas argentinos. Una parte del dinero, ante la desconfianza en el rumbo, era fugada del circuito legal en dólares, con la ayuda precisa de los mismos bancos que diseñaban los títulos que el Estado debía emitir. La otra parte del dinero ahorrado iba al estrecho mercado bursátil, destruyendo cualquier idea de ahorro asociada con la inversión productiva.
El desendeudamiento y el impulso al consumo fortalecieron el mercado interno. Es cierto. Pero la pregunta que cabe formular es si el aumento de la carga tributaria contribuye en algo a la soberanía de los actores sociales menos favorecidos. Cuando se dice que el tema de la cuarta categoría del impuesto a las ganancias afecta sólo a uno de cada cuatro trabajadores registrados y que en la Argentina hay todavía tres de cada diez asalariados sin registrar se puede llegar a la idea de que el impacto sobre este tema es más mediático que real. Se podría inferir que sectores desencantados del gobierno, con Hugo Moyano como epicentro, buscaron un ariete para vulnerar una política económica redistributiva que avanza progresivamente. Sin embargo, el estudio de Horacio Rovelli indica que la mitad del Impuesto a las Ganancias fue aportado por la llamada cuarta categoría. Para quienes no son especialistas en impuestos, como quien escribe estas líneas, surgen muchas preguntas que no son técnicas sino de justicia social; es decir, políticas.
En primer lugar si se toma la actualización de los salarios vía convenciones colectivas de trabajo, debería ponderarse que, entre abril de 2011 –última fecha de actualización de la base imponible al salario– y fines de noviembre de 2012, los ingresos de los trabajadores registrados aumentaron entre el 35% y el 40% en términos nominales. Al no haber una cláusula gatillo que actualizara la cuarta categoría con el aumento salarial, queda claro que hubo una decisión racional de la autoridad impositiva y/o política no sólo de recaudar más impuestos entre los asalariados sino también prosperó la idea de achicar la brecha de ingresos, acotando a los sectores mejor remunerados.
En segundo lugar, cabe preguntarse si los importantes aumentos nominales en materia salarial respondieron a una distribución más justa de la renta o a una actualización del aumento del costo de vida. La respuesta a este espinoso tema tiene grandes disparidades: quienes toman los índices oficiales pueden afirmar que sólo la mitad de esos aumentos se los comió el impuesto inflacionario mientras que aquellos que se basan en el promedio de varios índices provinciales más consultoras privadas consideran que el aumento real de los ingresos resulta un índice muy bajo; es decir, que los ingresos nominales son apenas más altos que el aumento del costo de vida. Este tema, complejo y políticamente delicado, no es menor, porque si aumenta la base imponible entre los asalariados y llegara a ser cierto que el aumento de precios erosiona los ingresos de la población trabajadora, se produciría algo que no deviene de una imposición externa (FMI o bancos acreedores) sino que se trataría de una desviación, de un camino no deseado por quienes consideran la Justicia Social como una política sostenida para que sean los sectores más ricos los que paguen más tributos.
En tercer lugar, hay algo que está relacionado a la cultura tributaria y es de difícil comprensión para los militantes de un proyecto nacional y popular. Tanto los aportes a la seguridad social como el pago de la cuarta categoría se realizan por retenciones del agente empleador del salario bruto del trabajador. Los empresarios y, en general, los agentes económicos independientes de buena posición económica, primero perciben sus ingresos y luego pagan el impuesto a las ganancias y a los bienes personales. Cabe la aclaración de que, en función de los pagos del año anterior, pagan un adelanto por ambos conceptos.
En cuarto lugar podría decirse que, en términos prácticos –pero también antropológicos– se da la paradoja de que al asalariado no se le dan las mismas posibilidades que a los que tienen altos ingresos de ser pagadores voluntarios de sus tributos. Es más, si se toma el IVA, el asalariado paga sin chistar, mientras que aquellos llamados «responsables inscriptos» pagan el IVA pero luego pueden recuperarlo, aduciendo, por ejemplo, que la vestimenta que compraron era un regalo empresario o que el combustible que cargaron fue utilizado para actividades laborales. Un alto ejecutivo puede desgravar por ejemplo el pago de su inscripción en empresas de medicina privada que les brindan una hotelería de lujo que no tiene nada que ver con la excelencia sanitaria, ¿por qué?
En quinto lugar, muchos economistas que apoyan el camino elegido por el gobierno, señalan la capacidad de elusión y evasión impositiva no sólo de las cerealeras o las mineras sino también del complejo automotriz, que muchas veces fija precios de productos intracompañía que les permiten girar remesas de forma encubierta al exterior o disimular parte de sus ganancias reales. Cabe preguntarse si, una vez más, aquellos tributos que son pagados en forma voluntaria y no compulsiva tienen un margen de ventajas que podrían corregirse sin poner en riesgo «la seguridad jurídica» sino más bien permitirían democratizar el verdadero sentido de ese concepto.
En sexto –y último– lugar, para un no experto en tributos, resulta paradojal que jamás se haya avanzado de modo sistemático sobre la fuga de capitales desde el punto de vista impositivo. Cualquier lector inquieto puede ver informes oficiales y académicos que dan por cierto cifras siderales que escaparon del circuito legal al ilegal. Se dice que, en la Argentina, hay entre 100 mil millones y 200 mil millones de dólares en esta situación y que a esos montos se llega por el descontrol –o la complicidad– que el Estado tuvo en los últimos 30 años. Es decir, la misma democracia que durante un par de décadas hizo una ecuación de suma cero respecto de los crímenes de lesa humanidad (hasta que en 2003 comenzó el fin de la impunidad en esa materia) mantiene una anomia significativa respecto de qué responsabilidades impositivas –y penales– tienen los que fugaron capitales. Los expertos de la Unidad de Investigaciones Financieras corroboran estas cifras. Los estudios de las llamadas “rutas del dinero” podrían dar luz no sólo a procesos de corrupción estructural sino también podrían ser una fuente concreta para identificar a los que tienen cuentas pendientes con el fisco por haber sacado dinero del circuito legal, ya que en la mayoría de las veces, entre otros delitos, lo hacen para no pagar impuestos. Son delitos que están en curso, por más que hayan comenzado hace más tiempo que los plazos procesales para extinción de la pena, por el simple hecho de que puede tomarse la fecha de detección del delito para iniciar acciones administrativas y luego legales. Se pueden plantear muchas hipótesis respecto de por qué algunos sectores concentrados y transnacionalizados de la economía gozan, a veces, de ciertos privilegios. Pero no cabe ninguna hipótesis que justifique laxitud en materia de persecución a quienes fugan capitales. Sobre todo, porque la épica de un proceso popular y democrático se basa en mantener la calma y el trato amable, al tiempo que se es inflexible con los que buscan poder –económico, en este caso– para acrecentar la impunidad.
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Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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