Quitar lastre, cortar amarras

La columna de la semana
Héctor A. Huergo
El sector agroindustrial argentino tiene motivos para estar orgulloso. Y a la vez, frustrado.
Los resultados de la Segunda Revolución de las Pampas, que se amasó en los 80 y estalló a mediados de los 90, fueron contundentes: entre 1995 y el 2008, la producción agrícola se duplicó en volumen y cuadruplicó en valor. Esto último, como consecuencia de un cambio en la canasta de productos, con el avance voluptuoso de la soja, cuyo valor duplica al de los cereales. Y también por la mejora de los precios internacionales, que treparon consistentemente desde que despuntó el siglo XXI como consecuencia de la expansión de la demanda.
Al mismo tiempo, crecía la producción de carne vacuna, leche, pollos, entre los principales rubros de la pampa húmeda. Y también se asistía a una sólida expansión de los productos de las economías regionales.
Los excedentes que agobiaron al sector durante décadas se derritieron en la voracidad de millones de nuevos consumidores, generando un nuevo escenario internacional. Una oportunidad única. Y la estábamos aprovechando.
Lo más notable fue que todo este crecimiento ocurrió sin plan oficial alguno. Pero llegó el “experimento K”, que consistió en poner un pie en la puerta giratoria de la historia. Hace cuatro años, cuando se lanzó el Plan Estratégico Agroalimentario (PEA) se plantearon metas tan ambiciosas como factibles. Sin embargo, ni siquiera se alcanzan las 100 millones de toneladas de granos, el stock ganadero sigue sin repuntar, la producción de leche está estancada, y las economías regionales de base agrícola crujen amenazadoramente.
Los ideólogos del modelo se están cocinando en la salsa de su ignorancia.
El país está acuciado por la falta de divisas, cuando debiera nadar en la abundancia, como en los países vecinos, atravesados por el mismo escenario internacional. Allí no faltan remedios ni insumos ni tampones.
No hablemos de Uruguay, “un país chico” como dicen nuestros planificadores.
Hablemos de Brasil, que para muchos fue un espejo adonde mirarse: se convirtió en el número uno del mundo en café, soja, carne vacuna, pollo, azúcar, jugo de naranja y etanol. Entre 1991 y el 2013 pasó de producir 58 millones de toneladas de granos, a 187.
Como consecuencia de esta expansión, en once años (entre 2002 y 2013) cuadruplicó el ingreso de divisas del sector, pasando de 25 a 100.000 millones de dólares.
El año pasado, el superávit de la balanza comercial agropecuaria alcanzó el récord de 83.000 millones de dólares. El agro se convirtió en la locomotora de la economía, con el 23% del PBI, el 30% del empleo y el 42% de las exportaciones.
Al gobierno de izquierda (Lula primero y Dilma luego, ahora reelegida) jamás se le hubiera ocurrido poner una barreta en la escalera mecánica.
Este crecimiento se convirtió en desarrollo. Corriente arriba, una poderosa industria de maquinaria agrícola, fertilizantes, agroquímicos, semillas. Corriente abajo, la mayor potencia mundial en proteínas animales, fruto de la conversión de granos forrajeros y harina de soja en carnes y lácteos de todo tipo.
Crecen las ciudades y los pueblos. Marilia, en el corazón del estado de San Pablo, alberga industrias como Jacto, con miles de empleados, su propia plataforma logística (que da servicio a otras industrias). John Deere acaba de inaugurar su mayor planta mundial para producir pulverizadoras automotrices, en el estado de Mato Grosso. Es notable: varios hitos de nuestra revolución tecnológica gozan de los beneficios de la expansión.
Desde compañías de semillas (buena parte de la genética de soja viene de las argentinas Nidera y Don Mario) hasta los barrales de fibra de carbono que les provee King Agro desde su planta de San Fernando.
Bueno, a prepararse. Quitar lastre, cortar amarras. No es tan complicado.
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