Reflexiones sobre cuatro encuentros con el Papa

Editorial I
El interrogante no debe girar sobre la obligación de Francisco, como jefe de Estado, de recibir a la Presidenta, sino sobre por qué ella abusa de esa situación
La cuarta visita al Papa de la presidenta argentina se ha convertido en tema de debate, más que en el escenario político, en el seno de familias católicas argentinas. Como el Papa es un jefe de Estado, y no sólo el líder espiritual de más de mil millones de seres, cuenta con una diplomacia clásica y eficiente, que lo habilita para disponer de información amplia, precisa y oportuna sobre todo lo que concierne a la Iglesia y a su conducción. De modo que él ha de saber mejor que nadie cómo repercute su actividad entre la caudalosa feligresía católica y, en particular, entre la que mejor conoce: la feligresía argentina.
El sábado pasado, la cristiandad celebró Corpus Christi. Esa jornada, que año tras año se renueva a sesenta días del domingo de Resurrección, tuvo en la Argentina del pasado expresiones inolvidables, como la procesión de 1955 en medio de la persecución contra la Iglesia, en el último año de la primera época del peronismo. La Iglesia perdonó pronto esa persecución en cuyos fuegos se destruyeron templos históricos de Buenos Aires.
La política ha sido más impiadosa con la Iglesia. Todavía hay voces que pretenden extraer de ella una rendición de cuentas sobre su comportamiento durante el último gobierno militar cuando hasta la misma familia gobernante desde 2003 tuvo en Santa Cruz miembros comprometidos en altas funciones administrativas con los militares que jamás dieron explicación alguna por lo realizado. Es más: la Iglesia asumió como tal la responsabilidad de alegar por la paz y la suerte de las víctimas de la represión violenta de los militares contra el terrorismo subversivo en circunstancias en que callaba la mayoría de entre quienes todavía hoy le piden aclaraciones.
Si alguien hubiera estado atento a la repercusión mediática de Corpus Christi del último sábado, habría advertido que, salvo algunas excepciones menores, la fecha pasó como inexistente para los mismos espacios que se colmaron de informaciones y comentarios sobre la cuarta entrevista, la de este mismo fin de semana, del Papa con la Presidenta. Es decir, que la Iglesia ha importado tan sólo como una institución a la que se juzga por el supuesto papel político que desempeña en la sociedad y no por la trascendencia de sus raíces espirituales en la cultura occidental, de la que nadie se ha atrevido a decir que debemos apartarnos.
Los mismos católicos que debaten, desde una u otra perspectiva sobre el encuentro habido en Roma entre quienes en definitiva son dos argentinos, lo hacen con olvido y, por lo tanto, sin reproches, de que una de las manifestaciones más elevadas de la religiosidad compartida haya transcurrido sin ecos suficientes en la comunidad. Es bueno recordarlo: eso arroja luz sobre la autenticidad de la controversia. ¿Se la sitúa o no en el mismo terreno puro de la política en la cual los medios de comunicación, y no excluimos al nuestro, tratan con harta frecuencia las cuestiones religiosas? Tampoco se reflexiona sobre el hecho de que con Bergoglio se han ungido más de doce obispos argentinos sin que se le hayan formulado reproches al respecto.
La Iglesia que preservó el diálogo en la mayoría de los países del imperio comunista al punto de haber asumido ella la condición de único puente de comunicación con el poder totalitario fue también la Iglesia que mantuvo aquí con los jefes de la dictadura militar de los años setenta un parlamento sin interrupciones. Es, ahora, de igual manera, la Iglesia que acepta, ante la mirada azorada de muchos argentinos, a través de Bergoglio, un cuarto encuentro con la Presidenta que lo había ignorado en su condición de arzobispo de Buenos Aires y demoró tres días, por un shock natural, en expresar sentimientos de felicidad por la inesperada entronización en la silla de Pedro. Se prescinde de ordinario de dos consideraciones: primera, la honda preocupación de Bergoglio en favor de que este ciclo presidencial llegue en diciembre a su término sin radicalizarse aún más de lo que está; segunda, que pocas voces claman con mayor firmeza que las de los obispos argentinos contra el grado de pobreza, deterioro institucional y auge del narcotráfico con la que los Kirchner dejarán hasta ahora el poder. ¿Acaso los obispos hablan contra la voluntad papal?
La exhortación Evangelii Gaudium -sobre la cual el Papa entregó un ejemplar a la señora de Kirchner-, en su visión esperanzada sobre la influencia de la actividad evangelizadora para el logro de un mundo mejor, apela a la excelencia de la verdad, a la solidaridad desinteresada y al ejercicio de la ética en las cuestiones materiales. Si la Presidenta lee ese extenso documento, el primero del papado de Bergoglio, a la vuelta del trajín de un viaje en el que sin descomponer el rostro por lo que decía aseguró que sólo había un cinco por ciento de pobres en la población argentina, advertirá cuánto tiene para aprender del texto que, con calidez y entre sonrisas, el jefe de la Iglesia depositó en sus manos.
Hay gentes preocupadas porque vuelva a haber un quinto y hasta un sexto encuentro en medio del proceso electoral: en julio, en Paraguay, y luego, en septiembre, durante la asamblea anual de las Naciones Unidas, en Nueva York. Contra todas las convenciones, incluso las más rígidas, Benedicto XVI hizo un alto en sus vacaciones de Castel Gandolfo para recibir, por un pedido urgente, al presidente de Palestina. Es verdad que las cuestiones que la Presidenta pueda conversar con el Papa no conciernen a uno de los temas que afectan en mayor grado y con tanta urgencia a la paz mundial, pero es ella jefa del Estado y ha correspondido al destinatario de sus requisitorias responderle en los términos que así atañen.
De modo que el interrogante, si es que hubiera de verdad lugar para él, no concierne tanto a la razón por la cual el Papa ha recibido cuatro veces a la presidenta argentina, sino por qué la señora de Kirchner ha abusado de esa situación de forma a la que no se atreven los más influyentes líderes mundiales. Es de más relevancia esa observación que detenerse en el curioso llamado a «la manito, la manito…» con la cual urgió al Sumo Pontífice a una suerte de selfie que heló al personal de ceremonial y protocolo vaticano, y que, por ser parte de un estilo personal, no tiene a estas alturas remedio.
Antes de las elecciones del 24 de febrero de 1946, en las que triunfó el entonces coronel Juan Perón, el Episcopado argentino emitió una declaración sobre familia y educación que implicaba un veto a los candidatos de la Unión Democrática. Nadie debe sorprenderse así, y menos después de todas las invocaciones hechas desde el peronismo en el pasado sobre su identificación con la doctrina social de la Iglesia, por cierta sensibilidad hacia ese movimiento político que pueda haber en quien en su momento debió encargarse, por instrucciones de la superioridad, de poner en caja los desvíos de la izquierda montonera actuante en el ámbito educativo de la orden de los jesuitas. Fue de una eficacia que no le perdonaban los que han hecho un hobby rentable de la memoria montonera. Pero ¿por qué imputarle una condición de abierto peronismo a quien criticó en los noventa aspectos sustanciales del menemismo, con el que confraternizaron, dicho sea de paso, los Kirchner, y que después de 2003 fue virtualmente humillado por éstos? Los amigos de Bergoglio dicen que asistió esperanzado en 1973 al retorno de Perón, ¿y no fue acaso Perón quien echó de la Plaza de Mayo a «la juventud maravillosa» cuyo brazo armado y con sangre ajena todavía se exalta desde el Gobierno?
Las ventajas electorales de las entrevistas con el Papa son materia opinable. El diputado Gustavo Vera, el dirigente de La Alameda, lo visitó varias veces y no superó en las primarias el uno por ciento de los votos. La Presidenta, por su parte, habrá advertido que el desvío de su concurrencia a la sede papal ha marcado un cambio en relación con el ámbito menos formal que conoció antes en Santa Marta. Pero lo que de verdad importa es si ha encontrado en sus encuentros con Bergoglio la paz interior que no transmite en gestos ni en palabras, pero que todos deseamos alcance al fin, y por cuya frecuencia aquél ha resignado algo del sentido de universalidad de que debe estar investida la condición de jefe de una Iglesia sin otra bandera que la de Cristo..

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