Repensar la Argentina

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Editorial I
La ilusión de la tercera transición, después de la reapertura democrática de 1983 y la crisis de fines de 2001, pasa por la revitalización del republicanismo
Tonificado estos días el espíritu cívico de los argentinos por la agitación que de ordinario suscitan las competencias electorales, es apropiado realizar en estas circunstancias un examen sobre el balance que dejan hasta aquí más de treinta años de vigencia de la democracia.
¿Qué queda como saldo incuestionablemente beneficioso de este período iniciado en 1983? Desde el punto de vista institucional, que se ha acabado con la cultura de que los golpes militares eran parte natural del desenvolvimiento nacional. A tal punto eso era así, que entre las crónicas publicadas por LA NACION, en medio de los tantos pronunciamientos militares que hubo contra el presidente Arturo Frondizi, una de ellas dejó constancia de que tanques del Ejército, al dirigirse hacia la Plaza de Mayo, detuvieron su marcha al encontrarse, en la intersección de las avenidas Alem y Corrientes, con los semáforos en rojo.
Ha superado, pues, la Argentina la grave ironía de que se concibiera más normal en las Fuerzas Armadas la ruptura del orden constitucional que las de las leyes de tránsito, pero no ha conseguido, desde la transición de 1983, mejorar otros índices reveladores del estado del país. Los militares dejaron el poder con un nivel social de pobreza del 6% y, salvo los datos habitualmente falsos del gobierno kirchnerista, ésta no baja en la actualidad del 25 por ciento, según indicadores de la Universidad Católica, y es aun más alta de acuerdo con otras referencias.
¿Qué decir de la encuesta con la cual LA NACION abrió recientemente una de sus ediciones y por la cual supimos que el 79% de los argentinos considera que vive en «un país al margen de la ley»? Significa eso que se violentan todas las normas, pero por sobre todo las del presupuesto de que nuestros gobernantes deben tener las manos limpias y las uñas cortas. En 1992, un filósofo del derecho ya fallecido, Carlos Nino, publicó un libro, tal vez más leído en universidades extranjeras que en las nuestras: Un país al margen de la ley. En esos momentos, gobernaba otro presidente justicialista, Carlos Menem.
Los infortunios de estos largos treinta años impelen hablar de la existencia de una democracia que se ha ido vaciando de contenido republicano, en particular en los últimos años. A estas alturas, la concatenación de hechos habidos desde 1983 hace razonable la consideración de tres transiciones y no sólo de una.
La primera, la de la época inaugural después del régimen militar, con Alfonsín, Menem y De la Rúa. La segunda, la que se abre con la más grande crisis económico-financiera de la contemporaneidad argentina, entre fines de 2001 y 2002, en la que hubo varios presidentes, pero en la que el último de ellos, Eduardo Duhalde, logró una recuperación, a partir del cuarto trimestre de 2002, que no resultó tangible para la opinión pública hasta después de la asunción de Néstor Kirchner. La tercera, la que se encarna en la ilusión ciudadana de que después de la entrega del poder por la actual presidenta, el 10 de diciembre próximo, habrá una revitalización del crédito moral del país ante el mundo, una afirmación de los pilares centrales de la República -clara división de poderes y plena libertad de expresión y de prensa, políticas de tolerancia, diálogo y consenso, el combate genuino contra el narcotráfico y una neutralización, gradual al menos, del carcinoma del populismo, que ha hecho estragos con los Kirchner y antes de ellos también.
La enfermedad del populismo, a veces de derecha, otras de izquierda, inequívocamente se caracteriza por la voluntad de retener el poder más allá de lo que conviene al interés general, y en aras de ello lo tensa todo hasta para lograr reformas constitucionales, mientras se gobierna con la vista puesta en las próximas 24 horas, y no en el horizonte que se delinea cuando se administra en función del mediano y largo plazo, y se aspira a un país previsible.
La ilusión de la tercera transición es la del sueño de la eficiencia y la solidaridad social, imposibles de acuñar en un país cuyo gigantismo estatal se ha desmadrado de los 2.200.000 empleados de municipios, provincias y la nación al comenzar la era de los Kirchner, a los más de 4.000.000 que hay en la actualidad. No, no estamos condenados por ese camino a un porvenir de grandeza como puedan creer los incrédulos, sino a rezagarnos aún más respecto de la Argentina que, al comenzar el siglo XX, tenía un PBI equivalente al de Alemania y superior a los de España, Italia y Suecia.
En sus siete años de gobierno, los militares fueron inhábiles para gobernar con una tasa de inflación menor del 100 por ciento, cifra disparatada, pero por cierto menor que la del último año de Alfonsín, 1989, en que superó más del 3000 por ciento. Esa Argentina sin moneda, con un mundo más severo que antes respecto de los procesos inflacionarios, ha sido estos años sorda, y además malversadora de estadísticas, a las advertencias generalizadas: figura entre los últimos lugares, junto con Venezuela, en la constelación de naciones en cuanto a estabilidad de los precios internos, a pesar de que el valor oficial de su moneda, en relación con el dólar, es ficticio.
El sueño de una tercera transición tiene afincada con todo, en primer lugar, a la recuperación de una educación pública que ha perdido su gran tradición de prestigio. Lo han puesto así al desnudo, de modo cada vez más elocuente, las pruebas internacionales de aptitudes para leer y comprender ciencias y matemática a las que se somete nuestra juventud..

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