Por Quintín
09/11/12 – 11:16
El 13 de septiembre, todo el mundo estaba distraído. Ni los políticos ni los medios suponían que esa noche iba a pasar algo importante. La protesta se anunció sólo en las redes sociales ante la indiferencia de dirigentes y comunicadores. Nadie supuso que podría resultar tan masiva.
El 8 de noviembre fue completamente distinto: no hubo un político (salvo, naturalmente, Cristina Kirchner) que se privara de decir algo en los días previos. Los medios enviaron a todos sus camarógrafos y columnistas a cubrir el evento.
Si el 13S fue inesperado, el 8N resultó exactamente lo que se podía suponer (salvo desde el sectarismo y la mala fe de los funcionarios más obsecuentes): una demostración multitudinaria y fervorosa, una de las más concurridas de la historia argentina.
Con mucha menos gente de la que salió a rechazar la gestión kirchnerista se tomaron la Bastilla o el Palacio de Invierno, muchos menos salieron a la calle cuando derrocaron a Yrigoyen o el día en que se fugó De la Rúa. Por la cantidad de manifestantes y por el alcance nacional de la convocatoria, el carácter absolutamente pacífico de la marcha no debe minimizarse ni darse por descontado: no es obvio que la paciencia ciudadana y la voluntad de mantener la calma vayan a ser tan firmes en un acto sin líderes y sin conducción dirigido contra un Gobierno que nunca escuchó los reclamos opositores ni tiene la menor intención de hacerlo.
Esto último quedó claro al día siguiente, cuando en un discurso disparatado, agresivo y autocelebratorio como los que suele pronunciar, la Presidenta volvió a ignorar que una multitud enorme la había cuestionado en las calles. Una multitud mayoritariamente de clase media, pero mucho menos homogénea socialmente de lo que la leyenda oficial quiere suponer.
Si el 8N tuvo la magnitud, la diversidad y la calma que se anticipaban, la reacción del kirchnerismo no fue menos previsible: como siempre, ignoró, denigró y demonizó.
En ese sentido, el 8N no cambió nada, salvo que seguimos como antes del 8N, antes de que se demostrara que hay indignados como para llenar las plazas de todo el país.
El Gobierno sigue en su autismo invocando un desvanecido 54 por ciento, la oposición trata de capitalizar de algún modo la protesta y ciertos intelectuales orgánicos tratan de convencernos de que la protesta espontánea y el combate virtual en las redes sociales que algunos libramos diariamente no sirven si no van acompañados por una estrategia de poder. Y no me refiero a los cuasi anónimos blogueros que organizaron el 8N, a quienes les agradezco sinceramente los servicios prestados, pero no los seguiría ni a la esquina si decidieran postularse para un cargo.
Visto superficialmente, quienes demandan organización pueden estar en lo cierto. Lo que importa, si uno quiere modificar la realidad política, es participar de la militancia con todas sus reglas. Personalmente, preferiría no hacerlo. No quiero ser un cuadro del poskirchnerismo ni articular la relación entre peronistas y caceroleros que tan bien nos vendría para conformar un frente definitivo contra el régimen K. Dado que las manifestaciones no tienen consecuencias visibles, se podría suponer que repetirlas y ampliarlas es un acto de fe, que parte de la idea de que algo inesperado y maravilloso va a suceder si seguimos resistiendo. Aunque parezca absurdo, creo que no hay que desdeñar este razonamiento que tiene mucho de mágico: dado que la historia no le pertenece a nadie, puede ser de todos un día. Después de todo, no les fue mejor a los que planearon cuidadosamente cómo salir de este atolladero tan temible.
*Periodista y escritor.
09/11/12 – 11:16
El 13 de septiembre, todo el mundo estaba distraído. Ni los políticos ni los medios suponían que esa noche iba a pasar algo importante. La protesta se anunció sólo en las redes sociales ante la indiferencia de dirigentes y comunicadores. Nadie supuso que podría resultar tan masiva.
El 8 de noviembre fue completamente distinto: no hubo un político (salvo, naturalmente, Cristina Kirchner) que se privara de decir algo en los días previos. Los medios enviaron a todos sus camarógrafos y columnistas a cubrir el evento.
Si el 13S fue inesperado, el 8N resultó exactamente lo que se podía suponer (salvo desde el sectarismo y la mala fe de los funcionarios más obsecuentes): una demostración multitudinaria y fervorosa, una de las más concurridas de la historia argentina.
Con mucha menos gente de la que salió a rechazar la gestión kirchnerista se tomaron la Bastilla o el Palacio de Invierno, muchos menos salieron a la calle cuando derrocaron a Yrigoyen o el día en que se fugó De la Rúa. Por la cantidad de manifestantes y por el alcance nacional de la convocatoria, el carácter absolutamente pacífico de la marcha no debe minimizarse ni darse por descontado: no es obvio que la paciencia ciudadana y la voluntad de mantener la calma vayan a ser tan firmes en un acto sin líderes y sin conducción dirigido contra un Gobierno que nunca escuchó los reclamos opositores ni tiene la menor intención de hacerlo.
Esto último quedó claro al día siguiente, cuando en un discurso disparatado, agresivo y autocelebratorio como los que suele pronunciar, la Presidenta volvió a ignorar que una multitud enorme la había cuestionado en las calles. Una multitud mayoritariamente de clase media, pero mucho menos homogénea socialmente de lo que la leyenda oficial quiere suponer.
Si el 8N tuvo la magnitud, la diversidad y la calma que se anticipaban, la reacción del kirchnerismo no fue menos previsible: como siempre, ignoró, denigró y demonizó.
En ese sentido, el 8N no cambió nada, salvo que seguimos como antes del 8N, antes de que se demostrara que hay indignados como para llenar las plazas de todo el país.
El Gobierno sigue en su autismo invocando un desvanecido 54 por ciento, la oposición trata de capitalizar de algún modo la protesta y ciertos intelectuales orgánicos tratan de convencernos de que la protesta espontánea y el combate virtual en las redes sociales que algunos libramos diariamente no sirven si no van acompañados por una estrategia de poder. Y no me refiero a los cuasi anónimos blogueros que organizaron el 8N, a quienes les agradezco sinceramente los servicios prestados, pero no los seguiría ni a la esquina si decidieran postularse para un cargo.
Visto superficialmente, quienes demandan organización pueden estar en lo cierto. Lo que importa, si uno quiere modificar la realidad política, es participar de la militancia con todas sus reglas. Personalmente, preferiría no hacerlo. No quiero ser un cuadro del poskirchnerismo ni articular la relación entre peronistas y caceroleros que tan bien nos vendría para conformar un frente definitivo contra el régimen K. Dado que las manifestaciones no tienen consecuencias visibles, se podría suponer que repetirlas y ampliarlas es un acto de fe, que parte de la idea de que algo inesperado y maravilloso va a suceder si seguimos resistiendo. Aunque parezca absurdo, creo que no hay que desdeñar este razonamiento que tiene mucho de mágico: dado que la historia no le pertenece a nadie, puede ser de todos un día. Después de todo, no les fue mejor a los que planearon cuidadosamente cómo salir de este atolladero tan temible.
*Periodista y escritor.
Sí, pero es difícil resistir cuando no se tiene la medicación apropiada y al no poder consumirla la lucidez se pierde del todo
Hay que entenderlo, Moreno no le deja importar la medicina.
Debe resistir junto a la Foca de Gorlero, con un cuchillo entre los dientes, tras una duna en José Ignacio.
Vive en San Clemente, imbécil.
El peligro es que pase algún ballenero japonés y le arponee a la gorda.
Quintín es un topo K. Ningún antiK puede tuitear las cosas que tuitea sin sentir que se está autoparodiando. Quintín es el Tano Pasman del antikirchnerismo, el hecho maldito del antikirchnerismo racional.
Jaaa. A full, yo no digo otra cosa. Lo mismo que Lanata.
Pobre.